Platón
El Mundo de las Ideas y la Búsqueda de la Verdad
El objetivo principal de la obra platónica es de carácter político: organizar el Estado de acuerdo con la «verdadera filosofía» para alcanzar la «verdadera justicia». Platón creía firmemente en la existencia de la verdad y en la posibilidad de la ciencia, por lo que se dedicó a la búsqueda del conocimiento verdadero. Si en lugar de la verdad se valora la opinión, el Estado se corrompe y triunfa la violencia, como lo demuestra la muerte de Sócrates.
Platón argumentaba que si el hombre puede poseer conocimientos universales, necesarios e inmutables, es porque existen «objetos reales» con estas mismas características. Sin embargo, la experiencia sensible nos muestra un mundo de cosas particulares, contingentes y cambiantes.
Para conciliar esta aparente contradicción, Platón postuló la existencia de un mundo más allá del sensible, un mundo de Ideas. Este mundo de las Ideas contiene los arquetipos de las cosas del mundo sensible, y son estas Ideas las que poseen las características de universalidad, necesidad e inmutabilidad.
A cada clase de objetos del mundo sensible le corresponde una Idea, que es su auténtica realidad. Las Ideas son objetivas, universales, inmutables, indivisibles, eternas, ingénitas y están jerarquizadas, siendo la Idea del Bien la suprema.
Este mundo sensible ha sido creado por el Demiurgo, un ser inteligente que ha unido la materia informe y caótica con las Ideas del «mundo celestial».
El Conocimiento y el Alma
Platón se preguntaba cómo el hombre, viviendo en el mundo sensible, puede acceder al conocimiento de las Ideas. Su respuesta es la reminiscencia: el alma, habiendo vivido previamente en el mundo de las Ideas, recuerda estas Ideas al entrar en contacto con sus copias imperfectas en el mundo sensible.
La «alegoría de la línea» y el «mito de la caverna» ilustran la teoría del conocimiento de Platón y el esfuerzo del ser humano por alcanzar la verdad.
El ser humano, según Platón, está compuesto de cuerpo (cárcel del alma) y alma. El alma, dividida en tres partes (irascible, concupiscible y racional), es la esencia del ser humano. La parte racional, cuyo destino es la sabiduría, debe gobernar las otras dos (como se ilustra en el mito del caballo alado).
Platón defiende la inmortalidad del alma con los argumentos de la reminiscencia (si aprender es recordar, el alma debe haber existido antes) y la simplicidad del alma (al no tener partes, no puede descomponerse).
El alma racional, para retornar al mundo de las Ideas y evitar la rueda de reencarnaciones, debe purificarse sometiendo a las otras dos partes del alma y dedicándose al conocimiento.
La Virtud, la Felicidad y el Estado Ideal
La sabiduría y la contemplación racional son, para Platón, el camino a la felicidad. Para dedicarse a la contemplación, es necesario ser virtuoso, es decir, que la parte racional del alma domine a las partes irascible y concupiscible. Al captar la Idea del Bien, el hombre comprende lo que es bueno.
En La República, Platón expone su concepción del Estado ideal, basado en la justicia. Este Estado se compone de tres estamentos: los productores (alma concupiscible), los guardianes (alma irascible) y los gobernantes-filósofos (alma racional). La justicia se alcanza cuando estos tres grupos viven en armonía.
San Agustín
La Búsqueda de la Verdad y la Iluminación Divina
San Agustín (354-430), figura clave de la Patrística, nació en Tagaste y murió en Hipona. Obras como La Ciudad de Dios, Del libre albedrío y Confesiones reflejan su pensamiento. Para San Agustín, tanto la fe como la razón son instrumentos para alcanzar la verdad cristiana, que es Dios. En Confesiones, narra su búsqueda personal de la Verdad, que identifica con la felicidad. Distingue tres grados de conocimiento: sensible, racional y contemplativo. Este último, el superior, se alcanza mediante la Iluminación divina, un proceso de autotrascendencia que permite al hombre ir más allá de sí mismo.
Dios, la Creación y el Mal
Dios es el centro de la filosofía agustiniana. Su existencia se demuestra, según San Agustín, por la presencia de verdades eternas en el interior del ser humano, que solo pueden tener su fundamento en un ser superior. Otros argumentos son la grandeza de la creación y el consenso universal sobre la existencia de Dios. Dios es el creador, y su doctrina del ejemplarismo afirma que todas las cosas son copias de arquetipos divinos. Dios implantó en la materia «razones germinales» que guían el desarrollo de cada ser según el plan divino. Dios es trascendente, no está hecho de la misma materia que la creación, y es el fin último (teleología) de la existencia.
San Agustín, como Platón, concibe al hombre como un compuesto de alma y cuerpo. El alma es inmaterial, simple, inmortal y principio vital e intelectual. Rechaza la preexistencia del alma de Platón. El destino del alma es la unión con Dios, mediante la gracia divina. El alma tiene tres funciones: memoria, voluntad e intelecto. Dentro del intelecto distingue la razón inferior (ligada a los sentidos) y la razón superior (que conoce las verdades eternas).
Libertad, Mal y Felicidad
En Del libre albedrío, San Agustín defiende la libertad humana y la responsabilidad que conlleva. El pecado original inclina al hombre hacia el mal, pero la gracia divina puede orientarlo hacia el bien, otorgándole auténtica libertad. El amor de Dios es el fundamento de la moral. El mal no es una creación divina, sino una carencia de bien, resultado del mal uso de la libertad.
La felicidad, objetivo de todo ser humano, se alcanza con la posesión eterna de los bienes deseados. Dios, siendo eterno e inmutable, es la fuente de la felicidad plena. San Agustín critica a los epicúreos por buscar la felicidad en el cuerpo, argumentando que la verdadera felicidad reside en algo superior: el amor de Dios.
La Ciudad de Dios y la Política
San Agustín concibe la historia como lineal, con un principio y un fin trascendentes, fundamentada en Dios. En La Ciudad de Dios, contrapone la ciudad ideal (la ciudad de Dios) a la ciudad terrena. La caridad une a los ciudadanos de la primera, mientras que la autoridad prevalece en la segunda. La ciudad de Dios se identifica con la Iglesia, y la ciudad terrena con el Estado. La Iglesia, depositaria de la verdad cristiana, debe estar por encima del poder civil. El Estado es un organizador de la convivencia, la paz y el bienestar.
En política, San Agustín no defiende un sistema específico, sino que prioriza la paz, que se alcanza mediante el orden y la justicia. La paz en la ciudad terrena es un medio para preservar los bienes materiales, mientras que en la ciudad de Dios es el camino para disfrutar de Dios.