Renacimiento y Humanismo: Evolución del Pensamiento y la Centralidad de la Persona

El Renacimiento: Puente entre Dos Eras

El Renacimiento marca la transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. Considerado por muchos autores como un período de cambios profundos, mantiene muchas tradiciones de los maestros medievales de gramática y retórica. Sin embargo, se caracteriza por el estudio de los grandes autores latinos y griegos, así como por un cuestionamiento más profundo y menos dependiente de las convicciones religiosas.

En la Edad Media, la Filosofía y la Teología estaban unidas. Dentro de este cuerpo de conocimiento se estudiaban distintos temas clásicos, tales como la metafísica o la antropología, pero todos estos saberes eran planteados como un desglose del conocimiento filosófico-teológico. Con el Renacimiento, en cambio, se produce una fuerte renovación del esquema epistemológico medieval, consecuencia de los avances no sólo filosóficos, sino también de la ciencia experimental. Autores como Copérnico (1473-1543) y Galileo (1564-1642) propician que el planteamiento sobre el hombre deba ser renovado: si la Tierra no es el centro del Universo ni el sol gira en torno a ella, el viejo esquema antropológico medieval y el modo de interpretación de las Escrituras tiene que entrar necesariamente en crisis.

De esta manera, los autores dejan de interrogarse por el sentido de la vida humana dentro del orden divino, y comienzan a preguntarse por el sentido del ser humano considerado en sí mismo, por su identidad y su lugar en el Universo. La gran pregunta renacentista, por tanto, es qué es el hombre. Para algunos autores, se trata de la primera gran crisis existencial de la humanidad.

Con la revolución renacentista empieza a considerarse que la verdad debe ser libre de todo condicionamiento, incluido el teológico, y que es preciso buscar toda la verdad, proceda de donde proceda. Se produce así una clara inflexión respecto al planteamiento tradicional cristiano, según el cual el mundo terrestre es un valle de lágrimas como tránsito al mundo celestial; en cambio, para los autores renacentistas, lo importante no es la otra vida, sino el tránsito, la vida terrestre.

En este proceso de armonización de las distintas ramas del saber, con independencia de su posible contradicción con postulados teológicos, destaca Pico Della Mirandola (1463-1494). Si en el medievo todo el conocimiento tenía que adaptarse a las verdades teológicas, Pico se plantea que todas las verdades, vinieran de la rama que vinieran, debían ser compatibles. En su obra cita incluso a Mahoma; de hecho, él concede autoridad a fuentes de muy distinta procedencia, también de religiones distinta a la católica. Esto, a la altura de su tiempo, era toda una revolución. El discurso de Pico se articula en primera persona: no se interroga por sí mismo como parte de Dios, sino que se pregunta…

La Emergencia del Yo y el Desafío del Nosotros

Otra renovación surgida en torno al movimiento humanista tiene que ver con la ruptura entre el yo y el nosotros. La preocupación humanista pone a la persona en el centro de su atención y de su elaboración intelectual. Sin embargo, se trata de una preocupación centrada en la persona individual, en el yo como centro de toda construcción teórica. Se abre, de este modo, un período de marcado carácter individualista.

Esta tendencia individualista no era algo tan obvio en su momento como pueda parecernos en la actualidad. Autores como Hobbes (1588-1679) o Locke (1632-1704) profundizarán en la tendencia individualizadora que dará origen, en lo económico, a la línea de pensamiento liberal y a la doctrina del laissez-faire. Los movimientos revolucionarios liberales de los siglos XVIII y XIX profundizarán aún más en esa línea individualista.

Se considera que el liberalismo económico está en la base del despegue industrial sin precedentes que vive Europa a partir de los siglos XVIII (Reino Unido) y XIX (Europa Continental). Tras la creación de los Estados modernos surgidos de las revoluciones liberales, el papel de los gobiernos se reduce a las funciones esenciales, tales como garantizar el orden público y la defensa militar. Mientras tanto, las empresas pueden actuar con total libertad, tan sólo atendiendo a las leyes de la oferta y la demanda.

De este modo, la población obrera quedó desprotegida ante el avance de la revolución industrial; el trabajo infantil, la falta de seguridad e higiene en el trabajo, los salarios de subsistencia, los horarios extenuantes, la ausencia de vacaciones remuneradas, etc., fueron generando una masa trabajadora oprimida y explotada, confinada en barrios obreros en los que vivían hacinados, y en los que el alcoholismo alcanzó tasas muy elevadas.

Esta situación, heredera del proceso individualista iniciado con la modernidad, genera un nuevo desafío: el de la sociedad en su conjunto, el desafío del nosotros y la atención a quienes han resultado menos favorecidos en el reparto de bienes, oportunidades y privilegios.

A medida que avanza el siglo XIX, cuando se consolida en toda Europa el fruto de las revoluciones liberales, las clases más desfavorecidas empiezan a ser conscientes de que la oleada revolucionaria que ha terminado con la sociedad estamentaria y los privilegios de clase no ha atendido su causa. En paralelo, el avance de la Revolución Industrial continúa marginando y explotando a las clases populares. Si antes la cima de la pirámide social era ocupada por la nobleza, ahora es la burguesía la que ostenta la primacía social; sin embargo, en lo esencial, nada ha cambiado para las clases obreras.

De este modo, el mundo obrero empieza a generar un movimiento de reacción a las revoluciones liberales que pretende acoger lo que estas han aportado (particularmente, la abolición de los privilegios de clase), pero que intenta otorgar la primacía a las clases populares. Comienza así el desarrollo de los movimientos y revoluciones obreras que intentan dar respuesta a la tendencia individualista gestada en la modernidad.

También algunos movimientos humanistas intentaron dar respuesta a este desafío del nosotros; uno de ellos es el comunitarismo. Se trata de un movimiento filosófico-político aparecido a finales del siglo XX y que se opone al individualismo propio de la modernidad. Aunque no es abiertamente hostil al liberalismo, se centra en la importancia de dar protagonismo a la sociedad civil. Según los comunitaristas, sin una sociedad civil fuerte y vigorosa, no es posible que los ciudadanos participen activamente en la vida pública. Los autores más relevantes de esta corriente son Charles Taylor, Michael Walzer y Alasdair MacIntyre.

El Personalismo Cristiano de Emmanuel Mounier

De entre los distintos tipos de humanismo que han visto la luz a lo largo de la Historia, nos centraremos en el personalismo cristiano francés que nació en los años 30 del siglo XX de la mano de Emmanuel Mounier, quien lo popularizó a través de la revista Esprit. El motivo de que nos centremos en esta visión personalista es que ella encarna una visión muy completa del ser humano y de los fines últimos de la existencia humana. Un planteamiento con el que estamos de acuerdo y que puede servir para iluminar la renovación de nuestras estructuras sociales, políticas y económicas.

El nacimiento de la revista Esprit fue planeado en la casa de los Maritain en Meudon, a las afueras de París. El primer número de esta revista vio la luz en octubre de 1932. En pocos años, y desde su raíz netamente francesa, el movimiento personalista se expande por Italia (con Rosmini y Carlini principalmente), España y Polonia. También EE.UU. se hizo eco del personalismo, al que acogió como crítica y ulterior expresión del idealismo. Por último, en Alemania, encuentra repercusión en la obra de Martin Buber y de Scheler.

Para Juan Manuel Burgos, las aportaciones intelectuales más importantes de esta línea de pensamiento consisten en remarcar la centralidad de la persona; servir de freno tanto a las tendencias totalizadoras del marxismo y del nazismo como al individualismo exacerbado; haber puesto en circulación una serie de conceptos anteriormente desatendidos en algunos ámbitos de reflexión filosófica: amor, donación, diálogo, relaciones interpersonales, etc. (Burgos, 1997, pág. 143). Estas aportaciones trajeron a primer plano en el debate intelectual dichos ámbitos de reflexión, ofreciendo una importante contribución en el proceso de debilitamiento de los totalitarismos.

Además, su influencia se ha hecho sentir en toda una serie de eventos culturales, los cuáles irían desde la Declaración Universal de los Derechos del Hombre por parte de la ONU, a las categorías antropológicas empleadas en la Constitución italiana posterior a la segunda guerra mundial o las formulaciones del Concilio Vaticano II, con el ejemplo particularmente importante de la Constitución Pastoral Gaudium et spes (Burgos, 1997, pp. 143-144).

Para terminar de situar al personalismo en el panorama intelectual del siglo XX, conviene atender a las matizaciones que introduce Juan Manuel Burgos: aunque debemos atribuir a Mounier el éxito de su difusión, el personalismo como línea de pensamiento no puede identificarse exclusivamente con el personalismo francés. Aun dejando a un margen el personalismo norteamericano de principios del siglo XX, la difusión de esta línea de pensamiento en Europa no se agota con la desaparición de Mounier, sino que se produce una importante elaboración posterior en numerosas escuelas que se remiten de forma más o menos velada al personalismo.

Para entender bien el fenómeno personalista, debemos preguntarnos qué es lo característico de este movimiento. Una primera respuesta podría indicar que el personalismo se basa en la centralidad de la persona; sin embargo, son muchas las teorías y movimientos filosóficos y políticos que consideran a la persona como el centro de su propuesta. La cuestión clave, por tanto, es dilucidar el modo en que se establece esa centralidad en el personalismo y qué consecuencias se derivan de ello. Para Burgos, la centralidad de la persona se puede plantear en dos sentidos (Burgos, 1997, pág. 148):

  • Centralidad genérica: según este planteamiento, se reconoce al hombre un valor y una dignidad esenciales, lo cual marcaría de modo definitivo la elaboración filosófica en los ámbitos social, político, histórico… Existen muchas filosofías basadas en este planteamiento, y desde luego cualquiera que se ofrezca como compatible con el cristianismo.
  • Centralidad estructural: esta opción va más allá de la mencionada centralidad genérica de la persona, de modo que la reflexión filosófica se construye técnicamente alrededor de este concepto. Es decir, la persona no es sólo una realidad relevante, sino el elemento de experiencia y la noción de la que depende y alrededor de la cual se construye el andamiaje conceptual de este tipo particular de filosofía (Burgos, 1997, pág. 148).

El movimiento personalista se sitúa claramente en la segunda perspectiva expuesta (centralidad estructural).

El Personalismo Comunitario como Humanismo

Tal y como adelantábamos en el epígrafe anterior, el personalismo cristiano francés nació en los años 30 del siglo XX. Para los autores encuadrados en este movimiento, existe en el ser humano una llamada hacia una progresiva humanización, es decir, una vocación o un dinamismo hacia un progresivo desarrollo que culmina con la apertura a la dimensión religiosa, donde la humanización se hace integral. De este modo, el ser humano pasa de individuo a persona.

La antropología personalista no concibe una idea de desarrollo que no atienda también a la dimensión espiritual. Sin ello, los personalistas no consideran que el desarrollo pueda ser calificado como auténtico, integral y humanizador. En el centro de este movimiento se encuentra la idea de que Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre ya que, habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de ser más.

Este deseo de ser más, inspirado por Dios, es la vocación humana al desarrollo. Se trata de un anhelo constitutivo, implícito en lo más profundo del ser humano. Sin esa dimensión, podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo. Como afirma Romero (2009, pág. 713), naturalmente, no es lo mismo crecimiento que desarrollo. Crecer significa aumentar de tamaño; desarrollarse quiere decir expandir o utilizar la capacidad potencial para alcanzar un estado más completo, mayor y, sobre todo, mejor; cuando algo crece se vuelve cuantitativamente mayor; cuando se desarrolla se vuelve cualitativamente mejor. […] Dicho con otras palabras, no hay desarrollo sin crecimiento, pero no cualquier crecimiento es desarrollo y, menos aún, desarrollo humano.

Este planteamiento de apertura a la trascendencia produce en el ser humano una consecuente apertura hacia los demás, que se concreta en una experiencia de fraternidad entre los seres humanos. Para González Carvajal (2009), este es el motivo de que en nuestros días vaya ganando protagonismo tanto la idea de bien común como la unión de religión y economía.

Un Humanismo Integral Personalista

La expresión humanismo integral fue propuesta en 1936 por el filósofo francés Jacques Maritain (1882-1973) con la publicación de su obra más conocida: Humanisme intégral. Este texto es fruto de seis lecciones impartidas en agosto de 1934 en la Universidad internacional de verano de Santander. El propósito del autor en este libro era el de proponer un nuevo proyecto de acción política para los cristianos del siglo XX que uniera cristianismo y sociedad.

El propio Maritain plantea en la introducción a la obra que las cuestiones que trata deben ser consideradas como filosofía práctica, es decir, como una propuesta filosófica ordenada a la acción (a diferencia de otras ramas filosóficas, como la metafísica).

Como planteábamos anteriormente, con el Renacimiento el hombre comienza a pensarse a sí mismo como ente absolutamente separado de Dios. Comienza así una nueva etapa en la historia del pensamiento humano, una etapa en la que el hombre -y no Dios- pasa a ser el centro de la reflexión. Por este motivo, Maritain denomina a este proceso humanismo antropocéntrico, caracterizado principalmente por la dualidad entre el ámbito de lo humano y el de lo divino.

Con el humanismo antropocéntrico, el hombre comienza a rechazar injerencias de la tradición, la revelación o cualquier autoridad. A este proceso también contribuyeron las teorías evolutivas de Darwin, que no consideran que exista una ruptura metafísica entre el hombre y el primate. Para Maritain, esto no sólo marcaba una orientación lógica de la filosofía, sino también una especificación ética: el objeto de la filosofía, tras Descartes (1596-1650), queda circunscrito al mundo tangible como sistema de referencia para la comprensión de la totalidad, y sólo ahí tiene sentido el ejercicio de la razón.

La filosofía, en línea con lo anterior, se asienta sobre una nueva metafísica antropocéntrica (o pseudo-metafísica, según Maritain). A pesar de que Descartes parece pretender una continuidad con la tradición cristiana, el cogito implica un punto de partida agnóstico. Maritain entiende que, a consecuencia de ello, el pensamiento moderno no es comprensible fuera de esta caracterización laica (Pavan, 1967, pág. 155). Dicho de otro modo, el cogito marca una línea de absoluta separación entre razón y fe, de modo que la naturaleza es entendida como autosuficiente y totalmente independiente de Dios.

Maritain se propone asumir las conquistas del humanismo antropocéntrico y completarlas con la dimensión que han perdido: la trascendente. Es decir, trascender un humanismo antropocéntrico en el que Dios no tiene cabida para ofrecer un humanismo completo, integral, que no olvide lo humano, pero que se dé cuenta de que el hombre sólo se realiza plenamente en Dios. La pretensión es la de rehabilitar la criatura en Dios. Es, pues, una concepción humanista teocéntrica o integral.

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