Evolución de Ciencia, Tecnología y Sociedad: Del Renacimiento a la Idea de Progreso

Tema I.1 – Espíritu Científico e Ingenio Maquinista

Introducción general: el enfoque CTS

Los estudios de ciencia-tecnología-sociedad (CTS) consisten en la búsqueda de una nueva relación entre estos ámbitos del conocimiento. En palabras de Carl Mitcham, estos estudios “son una búsqueda de una tercera relación”. Este nuevo enfoque procede de finales de los años 60, cuando bajo la influencia del movimiento ambiental y consumidor se originó una preocupación pública en relación con el cambio tecnológico. Desde su surgimiento, las CTS se han desarrollado en varias direcciones:

  • a) Como una alternativa a la reflexión académica, promoviendo una visión no racionalista y contextualizada de la actividad científico-tecnológica.
  • b) En el campo de la educación, esta nueva imagen de la ciencia y la tecnología en sociedad ha cristalizado en la aparición de programas interdisciplinares de enseñanza.
  • c) En el campo de la política, los estudios CTS han defendido una activa participación pública en la gestión de la ciencia y la tecnología.

La finalidad y la utilidad de los estudios CTS es la de “iniciar tecnológicamente a los estudiantes de humanidades y ciencias sociales, y tratar de que la comunidad técnica adquiera más conciencia de su contexto social”. Pero este significado es global y social, ya que se trata de “capacitar a los ciudadanos para participar en el proceso democrático y de que se incite a la ciudadanía a la resolución de problemas sociotecnológicos”.

Un marco histórico de cambios

El marco histórico en el que comienza el análisis CTS se inicia en el Renacimiento, cuando se vuelve a la ciencia y el pensamiento grecolatinos, aunque sus aportaciones intelectuales y prácticas habían tenido un lento desarrollo por el control eclesiástico y la difícil difusión. Varias circunstancias en el siglo XV e inicios del XVI fomentan el cambio:

  • La eclosión del arte y del pensamiento en Italia, como resultado de un esfuerzo por recuperar la gloria del pasado. Un Quattrocento activo y subyugante, seguido de un Cinquecento único en el arte, sirven de marco cultural a cambios históricos decisivos.
  • La formación de una nueva clase social basada en el comercio, las finanzas y, seguidamente, la industria, que adquirirá poder político a partir del poder económico.
  • El inicio de las grandes exploraciones marítimas, primero rodeando África para llegar a la India y luego atravesando el Atlántico y descubriendo un nuevo continente. Con ellas, el Mediterráneo cede al Atlántico su papel de centro del mundo occidental.
  • La invención de la imprenta de tipos móviles, mediado el siglo XV.
  • Los intentos de la ciencia de independizarse de la magia, la superstición y de la ortodoxia escolástica y vaticanista.
  • Los avances “mecánicos”, tanto en construcción y arquitectura como en los instrumentos de guerra, navegación y observación celeste. La actividad científica vendrá tras el trabajo de esos “hombres de ingenio”, o ingenieros, ya entrado el siglo XVII.
  • El impulso de la teoría política y la creación del ius gentium (Italia y España respectivamente) justificados en el descubrimiento de nuevos mundos y pueblos.
  • La Reforma protestante, que desafía el dominio de Roma y trastoca las relaciones europeas. Lutero primero y Calvino después interpretarán una rebelión que contribuirá a cambiar los negocios, liberándolos de las limitaciones teológicas.

No hay que dejar de lado el hecho de que la historia de la ciencia tiene como base y referencia a la ciencia europea, marginando la ciencia en otras áreas geográficas, aunque algunos de los inventos más decisivos para la etapa renacentista europea fueron importados de China: la pólvora, la aguja magnética y la imprenta xilográfica. Si admitimos esto, veremos que una sociología científica diferente en esas otras culturas aporta resultados diferentes a los europeos, como el uso no militar de estos inventos. El “milenio de oscuridad” viene determinado por la destrucción de Alejandría en el año 415 a manos del fanatismo cristiano, y por el prodigioso 1543, en que se publicaron las obras de Copérnico (astrónomo) y Vesalio (médico), que “actualizaron” la ciencia de Ptolomeo y Galeno catorce siglos después. Esta etapa asiste a la aparición de tipos humanos caracterizados y, a la larga, rupturistas, como es el caso del mecánico (ingeniero) y el filósofo natural (físico). Serían los protagonistas del cambio e irían sustituyendo en prestigio e influencia social a los prototipos establecidos durante mil años, a los que en ese momento se superpusieron “el humanista y el gentilhombre” (como señala Rossi).

El espíritu científico moderno arranca en el siglo XVI

La nueva ciencia se presta a desmontar los conocimientos y las pautas tradicionales en las labores del saber. Sobre todo, ha de enfrentarse al conocimiento mágico, místico y alquímico, que no perderá vigor hasta entrado el siglo XVIII, así como al dogmatismo de la Iglesia, para el que el saber ha de estar supeditado a la teología y a las Escrituras. Pero durante este periodo las contradicciones en la Iglesia se acentúan tanto por el intento de ejercer el control político en Europa, como por la vida escandalosa de numerosos papas y príncipes de la Iglesia (Alejandro VI, 1492-1503). Es con la revolución astronómica como alcanza mayor repercusión este enfrentamiento.

Tras una vida de observación, el canónigo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) rompe con la astronomía de Ptolomeo (siglo II d. C.), que es el modelo escolástico. Y es en su lecho de muerte cuando recibe el primer ejemplar de su obra cumbre, De revolutionibus orbium coelestium, en el que establece la teoría heliocéntrica. Una peligrosa polémica sucede a la difusión de esta nueva teoría, que la Iglesia tardará medio siglo en condenar formal y ácidamente. La afirmación de ideas cosmológicas heterodoxas, así como el desafío doctrinal derivado, llevaron a la hoguera a Giordano Bruno (1548-1600), en un episodio monstruoso de la Inquisición que no hizo sino ensalzar los méritos de este humanista. Mientras tanto, otros astrónomos representan el esfuerzo por abrirse paso en el terreno más delicado y espinoso: la reinterpretación del universo, que deja de ser un conjunto de astros en movimiento en torno a la Tierra. Se trata en especial del danés Tycho Brahe (1546-1601) y del alemán Kepler (1571-1630). Brahe dedicó gran parte de su vida a la observación del movimiento de los astros y negó la existencia de esferas conteniendo a los planetas, así como la incorruptibilidad e inmutabilidad de los cielos. Pero no asumió la teoría copernicana, ciñéndose a la ortodoxia teológica. Kepler fue un matemático que sucedió en 1601 a Brahe en su observatorio de Bohemia y se empeñó en descifrar matemáticamente las trayectorias astrales; de este esfuerzo proceden sus leyes del movimiento de los planetas, que entre otras cosas acaban con la circularidad orbital. De Kepler procede la imagen del universo como un reloj perfecto, atribuyendo a “fuerzas magnéticas” los movimientos del cosmos. Kepler aparece en la ciencia durante la transición de lo místico a lo racional, ya que nunca abdicó de un cierto pitagorismo y neoplatonismo. Estos esfuerzos se sitúan en el umbral de la Revolución científico-técnica, luchando siempre por el establecimiento de leyes generales y por la implantación de un orden racional, inmutable y matemáticamente expresable. La matematización de la ciencia, la experimentación, la comprobación empírica del trabajo, y la libertad del trabajo y de la comunicación científicos, el cuestionamiento del sentido común tradicional, van definiendo una nueva sociedad que acabará desterrando el oscurantismo.

“Mecánicos” de ingenio y de enorme producción

Es importante percibir que en este momento histórico los hombres prácticos se adelantan a los sabios y científicos, facilitando el trabajo de éstos y dando lugar a toda una rehabilitación del trabajo práctico. Esta actitud, presente en la Revolución científica, todavía hoy es tema de discusión: si la técnica sigue a la ciencia o si históricamente ha sido al revés; y si, una vez configurada la tecnociencia en la segunda mitad del siglo XX, es el propio trabajo científico el que se haría imposible sin la tecnología. Nos interesa sobre todo identificar en Leonardo da Vinci (1452-1519) a este tipo del humanismo renacentista que pinta, esculpe, construye, medita e ingenia, sirviendo a los líderes políticos en la guerra y en el lustre artístico. Leonardo representa además al ingeniero que se enfrenta con su saber y su intuición a problemas concretos. Y no se le ha podido conferir categoría de científico ni de sabio al no abarcar en su trabajo la indagación científica, que ya en esa época empieza a definirse como un proceso formal, sistemático, contrastado, de finalidad pedagógica y abierta. Desde mediado el siglo XV tiene lugar en Europa una enorme producción técnica que abarca desde la construcción y el urbanismo hasta la navegación. El progreso espectacular que vivieron las exploraciones marítimas iniciadas por Portugal desde los primeros años del siglo XV no habría sido posible sin el extraordinario desarrollo de las técnicas de construcción naval, así como de los instrumentos de navegación a partir de la brújula y la astronomía. Y en mayor medida, desde luego, el imperio marítimo que fue construyendo la monarquía española en una tendencia aparentemente ad infinitum en el nuevo continente contribuyó decisivamente a su predominio en Europa, lo que se mantuvo durante el siglo XVI y parte del XVII con especial influencia en Italia, Flandes y Alemania.

Tema I.2 – Imprenta, Renacimiento y Primera Globalización

Aun cediendo aparentemente ante esa idea de que la recuperación del saber clásico se realiza en los siglos XV y sobre todo el XVI, enfatizamos el singular momento histórico del Renacimiento en este análisis del surgimiento y evolución de la ciencia y la técnica modernas. Es el Renacimiento con su vanguardia cultural, el llamado Humanismo, el marco histórico-intelectual en el que tantos cambios se inician y aceleran, dando a la cultura un impulso de gigante por los nuevos acontecimientos maravillosos. Uno de esos hechos generadores de cambios, que la historia sitúa entre los más importantes, viene dado por la aparición de la imprenta en los años centrales del siglo XV, lo que generaría una “Galaxia Gutenberg”, de cultura e interrelaciones. Este invento, que representa la reorganización del mundo conocido con el nexo unificador comunicacional, viene a ser la culminación de la evolución de la información en ese momento, lo que marca un antes y un después en la historia de la humanidad.

La imprenta trascendental

La invención de la imprenta en Europa se fecha en torno al año 1450, atribuyéndose a Johannes Gutenberg (1394/1399-1468). Puesto que el arte de la impresión sobre papel y otros materiales había surgido en China antes y se utilizaba la técnica llamada xilografía, la novedad que aporta Gutenberg es la tipografía, es decir, la fabricación de tipos móviles metálicos con los que formar textos que se entintaban para, mediante una prensa, aplicarlos a las páginas. Esto impuso tiempo y esfuerzos financieros a Gutenberg, que se arruina sin vivir los primeros éxitos de su innovación, pero que sí consiguió llevar a cabo la impresión de la Biblia de Gutenberg (1456). La imprenta pasaría a ser rápidamente el mejor vehículo de información y cultura, sobrepasando los círculos elitistas. Así, todo un caudal de saber científico fluyó en Europa, impulsando la Revolución científica siguiente. La expansión de la imprenta tuvo que ver inicialmente con los principales centros político-económicos de Europa, y de modo especial el norte de Italia y Flandes. Pero con la rebelión de Lutero (1517) la “geografía de la edición” evoluciona según un modelo relacionado con las luchas ideológicas, de tal manera que son los países protestantes los que más rápidamente adoptan la imprenta. En España se introduce a partir de 1468, funcionando a principios del siglo XVI en México. En todo caso, y a diferencia del trabajo difusor monacal, la nueva técnica necesitaba para su expansión de desembolsos de capital, así como encarar riesgos en la valoración de los nuevos lectores, lo que le confiere una inocultable nota capitalista-empresarial.

La primera globalización: Renacimiento, imprenta y navegaciones

En los siglos XV a XVII Europa va dominando nuevos territorios, así como los océanos. De esta manera las naciones y los pueblos europeos viven y extienden la primera globalización, que añade a los intercambios comerciales la difusión del saber; pero también la conquista, violenta y desigual, de innumerables pueblos y territorios. Coincidiendo las navegaciones transoceánicas y la difusión cultural, el mundo llega a adquirir para los ciudadanos de Europa unas dimensiones concretas y limitadas aunque gigantescas. El poder político europeo va imponiéndose en nuevos territorios, a los que traslada su cultura y civilización; el comercio abarca pronto todos los continentes. Debemos llamar primera globalización a eso: a la intercomunicación planetaria, a la difusión del saber y a la adquisición de la ciencia necesaria para entender el nuevo mundo. En la base de esos cambios subyace el fenómeno humanista –consistente en la exaltación del hombre como soberano y protagonista de la razón y del mundo– y brilla la Florencia de los Médicis, así como otras ciudades y cortes en las que príncipes y mecenas encuentran favorable a sus intereses el mantener a artistas y pensadores para su gloria. Los siglos XV y XVI italianos producen una ingente cantidad de personalidades en todas las ramas del arte, generando también un uomo universale, un personaje que pretende abarcar todo el saber de la época. Brillan en el siglo XVI los humanistas Erasmo de Rotterdam (1467-1536), Tomás Moro (1478-1535), autor de Utopía; o los teóricos de la política Nicolás Maquiavelo (1469-1527), autor de El príncipe, y Jean Bodino (1529-1596). Y no debemos minusvalorar el singular papel de España en este proceso de globalización, en el que a la conquista de nuevos y gigantescos territorios ha de unirse su enorme influencia en Italia, Flandes y Alemania, espacios europeos donde su dominio político es incontestable. Esto hizo que la cultura española se beneficiase de esta explosión intelectual renacentista, integrándose nuestro país en la oleada de innovaciones, actitudes y transformaciones que pronto constituirían una revolución histórica. Entre las aportaciones españolas deben destacarse el ius gentium, originario derecho internacional, surgido de la Universidad de Salamanca a lo largo del siglo XVI como uno de los productos singulares de la llamada “Escuela de Salamanca”. Personalidades como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto formaron el núcleo de un formidable conjunto de iusnaturalistas y moralistas que realizaron aportaciones excepcionales en derecho natural e internacional, economía y moral.

Grandes etapas del conocimiento, la técnica y la telecomunicación

Entre el Renacimiento y el momento actual de los albores del siglo XXI, puede estudiarse la evolución de la sociedad occidental siguiendo el rastro de las técnicas que han ido constituyendo la trama histórica de la sociedad de la información. Podríamos enumerar y describir las etapas más significativas del desarrollo socioeconómico occidental estableciendo la relación que con ellas han tenido los avances más significativos en la historia de la comunicación. De esta forma se llegará, a partir de la aparición de la electrónica, a relacionar directamente las tecnologías de telecomunicación de base electrónica con la esencia de la propia revolución industrial. Así:

  1. En primer lugar, la imprenta representa esta marcha hacia un futuro en el que cada vez son mayores y más estimulantes las promesas en la comunicación y el conocimiento. Así, la primera globalización, que produce los descubrimientos y la primera etapa colonial, es acompañada por la imprenta, que hace su aparición en los territorios dominados por las potencias europeas con muy poco retraso respecto de las metrópolis, y que favorece decisivamente el acceso universal a la cultura.
  2. La siguiente etapa viene indicada por la Revolución francesa, que se superpone a la revolución industrial y que en cierta medida es producto de otras revoluciones que tienen lugar en el siglo XVIII en Francia. Es la Revolución la que impulsa el telégrafo óptico, encontrando aplicación en el sistema militar de comunicaciones.
  3. Las revoluciones industriales se inician con la que sigue recibiendo el nombre, por antonomasia, de Revolución industrial, que es la ocasionada por la expansión de la máquina de vapor (1760-1830). Esta es la época del positivismo y del sansimonismo, que acogen la ideología de las redes y los sistemas tanto de transportes como de comunicaciones.
  4. Entre la primera y la segunda revolución industrial (1830-1870) es el telégrafo eléctrico el instrumento principal en el desarrollo industrial y económico, así como de la burguesía, plenamente triunfante. El telégrafo, aparecido en la década de 1840, contribuye de forma muy significativa en la expansión del ferrocarril y en las décadas siguientes atravesará con sus líneas los océanos, produciendo la segunda globalización.
  5. La segunda revolución industrial, que impulsa la electricidad, la química y la óptica, coincide con la creación del teléfono, que es una tecnología de mayor “carácter social” que el telégrafo. Ambas tecnologías resultan indispensables en el proceso de expansión colonial de las potencias europeas, marcando los años del imperialismo. Los transportes, con la aparición del automóvil y luego del avión, parecen marcar un límite al final de esta etapa, siendo las telecomunicaciones las que inician su espectacular despegue.
  6. La tercera revolución industrial se relaciona con la electrónica y la radiocomunicación y se extiende por el periodo que abarca las dos guerras mundiales (1914-1948). Aparecen entonces las grandes empresas electrónicas internacionales. El capitalismo se vuelca en la racionalización de la producción, por supuesto en sentido espacial, pero sobre todo en el tiempo; es el momento marcado por el taylorismo y el fordismo, siendo ambas filosofías, productivistas, asimiladas por la gran industria, la automovilística en primer lugar.
  7. La cuarta revolución industrial arranca con la aparición de los semiconductores y la cibernética (1948-1990), con los primeros ordenadores y sus aplicaciones industriales y comerciales. El microchip inicia su imparable avance, haciéndose omnipresente y transformando la electrónica. Esta revolución se prolongará con el desarrollo y la introducción de la informática e Internet, hasta el punto de que muchos la considerarán la “quinta revolución”. Se privilegiará la introducción de estas novedades en los servicios y alcanzarán el uso individual. Esta interconectividad lleva a una tercera globalización, que alcanza su eficiencia en los negocios a escala internacional. Esta última etapa, en la que nos encontramos desde los años de 1950, es la posindustrial y ha recibido también el nombre de posmoderna, ya que la larga etapa de desarrollo del conocimiento y de las relaciones económicas que arranca de los siglos XV y XVI es la Modernidad. La Posmodernidad, pues, se despliega a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y adquiere carácter sociocultural, entre otras causas por el papel creciente de las telecomunicaciones, que es lo que hace que aludamos a una sociedad de la información.

En resumen, la historia reciente muestra que las telecomunicaciones figuran, con un papel progresivo, entre las tecnologías que mayor desarrollo económico suscitan, y por lo tanto mayores beneficios generan. Sobre el hallazgo y el tratamiento de la información como mercancía se construye el nuevo capitalismo, eminentemente globalizador, como uno de los arietes de ruptura del estado de cosas consolidado después de 1945 por el “Estado de bienestar”, contra el que dirige toda su artillería ideológica y tecnológica.

Tema I.3 – La Revolución Científica (1600-1727)

La Revolución científica es un proceso de construcción intelectual y en menor medida empírica, que renueva y rehace el método y el trabajo; contempla prioritariamente el mundo natural haciendo de la filosofía natural el objeto principal de estudio. Esta Revolución científica lleva a la ciencia moderna a través del ambiente del Renacimiento y con las aportaciones de numerosos hombres de ciencia que aportan su esfuerzo en los siglos XV y XVI, para brillar durante el XVII y XVIII.

Así, es en torno al año 1600 cuando se puede constatar que el trabajo científico ha logrado instalarse en sabios e instituciones. En ese mismo año, tienen lugar tres acontecimientos llenos de significado: la quema de Giordano Bruno por la Inquisición, la creación en Londres de la East India Company y la publicación del De magnete por William Gilbert. El siglo XVII asistirá a tensiones entre ciencia y religión, de ello resultará la persecución de Galileo; se desarrollará el capitalismo liderado por la burguesía, y la ciencia y la técnica darán el salto histórico que supuso liberarse de ataduras y prejuicios. Se trata del siglo del conocimiento, en el que brillan los primeros científicos modernos.

Constructores de la nueva ciencia: Bacon, Descartes, Galileo

De entre la multitud de filósofos y científicos que deben figurar entre los fundadores de la ciencia y la física moderna (la filosofía natural), verdaderos pilares de la Revolución científica, tres son los más destacados y trascendentales: Bacon, Galileo y Descartes.

Francis Bacon (1561-1626), en su Novum Organum (1620) propone el método inductivo (particular-general) como la mejor vía del conocimiento práctico. Insistentemente ataca la separación entre ciencias y artes y alerta sobre los dos grandes enemigos del conocimiento: la superstición y el autoritarismo religioso. Otra obra destaca: Nueva Atlántida (1638), utopía sobre la futura ciudad científica, cuyos contenidos siguen sorprendiendo.

René Descartes (1596-1650) representa el nuevo intelecto, que abarca todo el saber y que simplifica las reglas para conocer ese saber. Hijo tardío del Renacimiento, Descartes es el primer filósofo de la Modernidad; y cuando se centra redacta el Discurso del Método (1637), obra en la que defiende la tesis de que la clave del método de conocimiento científico la constituye el célebre cogito ergo sum. Tal pensamiento, eterno y evidente, lleva al filósofo a concluir que existen en el espíritu humano una serie de intuiciones que gobiernan nuestro conocimiento, al margen de sensaciones y conocimientos empíricos. El Discurso se publica en Holanda, donde Descartes se ha instalado (1629) huyendo del bullicio parisino; todavía se alejará más de los centros de poder aceptando la invitación de la reina Cristina de Suecia (1649). Antes de dar por terminada esta obra redacta Reglas para la dirección del espíritu (1628, aunque no vio la luz hasta 1701). Voluntariamente retrasada fue su obra física El mundo, o Tratado de la luz, a consecuencia del juicio de Galileo, publicándose en 1664; también resultó póstuma El tratado del hombre (1662), considerada el capítulo final de El mundo. En vida publicó Meditaciones filosóficas (1641), Las pasiones del alma (1649) y Los principios de filosofía (1644). Descartes descubrió la geometría analítica y se reveló como un fino observador naturalista. Su método llegó a calar en un amplio espectro de disciplinas, desde la matemática hasta la gramática, pasando por la psicología; fue el creador del racionalismo moderno. Contra la violencia acientífica de su tiempo, siempre defendió que “el buen sentido es lo mejor repartido sobre la faz de la tierra”.

Galileo Galilei (1564-1642) es considerado como el primer científico. Sus aportaciones a la ciencia fueron muy diversas y su trabajo experimental puede agruparse en dos áreas del conocimiento: mecánica y astronomía. Aunque se inició en los estudios de medicina pronto sintió pasión por la matemática y la física, convirtiéndose en profesor de Matemáticas y ejerciendo en las universidades de Pisa y Padua. En su personalidad y su tiempo se dan el espíritu renacentista, osado, temerario y sin respeto a la Antigüedad; la herencia cosmológica copernicana, que rechaza la idea de que sea la Tierra el centro del universo, y las convulsiones de la Reforma protestante, parcialmente equilibrada con la Contrarreforma surgida del Concilio de Trento (1545-63), que al menos sirvió para salvar al propio Papado de la decadencia y depravación a que había llegado en la transición de los siglos XV y XVI. Galileo acabó siendo objeto de vigilancia por la Inquisición tras expresar su apoyo a la concepción copernicana del universo, que daba al Sol un papel central y demolía el geocentrismo. Ya en 1616 tuvo su primer encuentro con esa institución, y cuando se presentó en Roma en febrero de 1633 fue sometido a interrogatorios, amenazas y acusaciones de herejía. Galileo acabó humillándose para salvar su vida, aunque fue condenado a reclusión perpetua, sobrellevando con gran amargura su confinamiento.

En la vida de Galileo destaca el año 1609 ya que realizó decisivas observaciones, una vez que construyó su primer telescopio. Descubrió las lunas de Júpiter, y de sus observaciones hacia el extraño Saturno concluyó que su forma correspondía a tres astros (los anillos). Galileo también observó las fases de Venus, semejantes a las de la Luna, y dejó claro que la superficie de nuestro satélite presentaba imperfecciones que contradecían la idea de un universo perfecto. Asimismo, aseguró que la Vía Láctea estaba constituida por miríadas de estrellas y su observación de manchas solares contribuyó a la crisis del modelo aristotélico. Con sus trabajos en mecánica Galileo se confirmó como el creador del método experimental: las hipótesis se utilizan para realizar una predicción, que se comprueba mediante la observación, estableciéndose así las leyes. Demostró, por la vía empírica, que los cuerpos libres caían todos a la misma velocidad con independencia de su peso. También dedujo la trayectoria parabólica de los proyectiles, así como el periodo del péndulo, dependiente de la longitud del mismo. El estudio de la realidad que se presentaba ante sus ojos llevó a Galileo a acuñar la frase “el universo está escrito en lenguaje matemático”, como expresó en Il Saggiatore (1623). De esta forma se consagraba la matematización del trabajo científico, en la estela señalada por el racionalismo cartesiano, vector de la visión mecanicista del mundo.

Magnetismo y electricidad en la revolución científica

El estudio del fenómeno físico que llamamos magnetismo ocupa una parte importante en la historia de la ciencia y la tecnología, entre otros motivos porque, pese a los avances espectaculares en el conocimiento de la intimidad de la materia, sigue presentando un halo de misterio que corresponde, evidentemente, al hecho incontestable de que aún queda mucho por saber de él. Histórica y físicamente interrelacionados, magnetismo y electricidad forman un cuerpo de conocimientos naturales sobre los que hoy reposan los más espectaculares avances de la física aplicada, y también de la ingeniería. Se sigue discutiendo el origen de la aguja imantada, porque si bien hacia el año 100 d. C. se sabía en China que la piedra mágica imantaba el hierro, no resulta convincente atribuir la brújula a los chinos. También se revisa la creencia de que estos conocimientos chinos fuesen transmitidos a Europa por los árabes con su expansión por el Mediterráneo. No se ha podido demostrar el uso de la brújula por los barcos chinos. Las propiedades direccionales de los imanes fueron conocidas por estos en el siglo XI, aunque no se aplicaron a la navegación hasta el siglo XIII.

Sin embargo, ya hay referencias a una brújula en la obra De utensilibus (c. 1187), de Alexander Neckam de Saint Albans. En este texto no se alude a la brújula como una novedad, y se da por sentado que es utilizada por los marineros para orientarse cuando no podía verse la estrella polar. En cualquier caso, es de todo punto evidente que en los siglos XII-XIII el uso de la brújula está extendido tanto en China como en Europa.

Se produce entonces el hallazgo que Pierre de Maricourt recoge en su Epistola ad Sygerum de Foucaucort, militem, de magnete (conocida como De magnete, 1269), que consiste en que las líneas de fuerza magnéticas de una piedra imantada redondeada reproducen la forma de los meridianos terrestres, se extienden entre los dos extremos. Maricourt llama polos a esos dos puntos de la piedra imán; en experimentos posteriores comprobará, además, que la forma en que se atraen los imanes entre sí depende de la posición de sus polos.

Gilbert y De magnete

La significación de la obra de William Gilbert (1544-1603), De Magnete (1600), marcó la evolución de los conocimientos sobre electricidad y magnetismo en los siglos XVI y XVII. En este libro dio la explicación de la propiedad que tienen las agujas imantadas de apuntar hacia el norte, abriendo la era de la física y la astronomía modernas. Gilbert procedía de una familia acomodada y estudió medicina en Cambridge, siendo nombrado médico de la reina Isabel I. Se sintió atraído por los experimentos físicos, centrándose en el magnetismo, pero también atendió la navegación y sus instrumentos. Su trabajo científico aparece encuadrado en el Gresham College, antecedente de la Royal Society. La mayor parte de estos científicos estaban asociados a industriales y comerciantes que veían que para el futuro de Inglaterra era esencial situarse a la cabeza del conocimiento de las ciencias y técnicas relacionadas con la navegación y el comercio. Gilbert diseña y realiza sus propios experimentos. Sus estudios incluyeron imanes naturales y materiales imantados artificialmente; también incluyeron el magnetismo inducido, causado por la proximidad de una pieza no magnética a un imán. Fue el primero en aplicar el término electricidad, así como atracción eléctrica y polo magnético. Estableció que los polos magnéticos y geográficos de la Tierra no coinciden.

Comprobó las variaciones espaciales de la declinación y la inclinación magnéticas, ya detectadas, y propuso explicar la misteriosa direccionalidad de la aguja magnética hacia el norte porque la Tierra era un imán. Llamó Terrella al modelo geomagnético en el que se basó, una especie de Tierra en miniatura que utilizó como objeto de experimentos. Creyó que el magnetismo terrestre y la rotación planetaria tenían una causa común, y desde luego nunca tuvo Gilbert la menor duda del doble movimiento de la Tierra.

Newton

Isaac Newton (1642-1727) nace el mismo año que muere Galileo y se convierte en su más directo continuador, superando el papel y los trabajos del italiano. La vida intelectual de Newton resulta muy rica, abarcando toda la filosofía tal y como aparecía al final del siglo XVII y ampliándola con su trabajo. De infancia desdichada, misógino y de carácter huraño y arrogante a la vez, vivió en permanente soledad y mantuvo agrias polémicas con otros sabios de su tiempo por la autoría de ciertos trabajos e ideas. No obstante, obtuvo los máximos reconocimientos institucionales.

Newton inició sus estudios en Cambridge en 1661. Los primeros brotes de su ingenio florecieron en los años de 1664-66, a partir de las anotaciones y esquemas en las que él mismo programaba los objetos de investigación. Estas Quaestiones indagaban en la filosofía mecánica e implicaban experimentos que llevaba a cabo; con este método indagó en la existencia del vacío, la composición atómica de la materia, la relación entre filosofía moral y natural… Así recorrió desde la física matemática hasta la alquimia. En De mundo systemate (1684-86) indagó sobre la tesis copernicana, cuyos orígenes estableció en las filosofías jónica e itálica. Newton pensaba que la gravitación universal era conocida en la antigüedad, y sentía que en realidad redescubría un saber anterior y antiguo. Su filosofía naturalista pretendió “sondear la mente de Dios” y sus designios eternos, y lo llevó a una crisis espiritual. Hereje a la manera de Descartes, quiso revisar la tradición cristiana y se mantuvo interesado por las profecías y las Escrituras. Se empeñó en dar al Apocalipsis una lectura científica. Mantuvo en secreto su actividad alquímica por más de 30 años. El análisis de sus manuscritos hizo cambiar la imagen que se tenía de él.

Cuando devoró todo sobre las matemáticas redactó Methodus fluxionum (1669), que desvelaba el cálculo infinitesimal. Pero su clímax lo alcanza con sus famosos Principia (1687), en los que mezcla su genio matemático con su genio experimental y expone la composición de su mundo físico sobre tres elementos –materia, movimiento y espacio. Todavía se superaría con Óptica (1704), tras leer los textos de Kepler y Descartes. Su ley de la gravitación universal quedó formulada tras la visita de Halley en 1684 y la redacción del De motu corporum in gyrum, obra en la que sustituyó la tercera ley de Kepler por la fórmula de la fuerza centrífuga publicada por Huyghens. Así quedaba establecida la ley fundamental de la mecánica.

Tema I.4 – Las Revoluciones del Siglo XVIII

El siglo XVIII es en Europa el periodo que abarca desde el final de las revoluciones inglesas (1689) o la muerte de Luis XIV (1715) hasta el final de las guerras napoleónicas (1814-15); presenta una gran acumulación de cambios en la vida intelectual, económica, industrial y política. Por eso conviene estudiarlo bajo estos puntos de vista. Uno de los elementos más influyentes que se dan en este siglo será la rivalidad franco-británica.

I. La Ciencia en la Ilustración

Por lo que a la ciencia y sus avances se refiere, se ahonda la diferenciación entre el modelo inglés y el francés, más experimental el primero, más teórico el segundo. Resurgen las sociedades científicas ampliando los trabajos más allá de la física o la química. En gran medida este dinamismo se debe a un espíritu religioso libre; de ahí el papel de los inconformistas, que fundamentan su actitud en la libertad del pensamiento y la religión. Así sucede con la Sociedad Lunar de Birmingham, fundada por Mathew Boulton hacia 1766, la Sociedad Literaria y Filosófica de Manchester, o la Sociedad Filosófica de Edimburgo (1732), que acogió a sabios y científicos, provocando la Ilustración escocesa, que aporta la economía política liberal. Durante el siglo XVIII también los sabios escoceses estuvieron más interesados que los ingleses por la ciencia teórica, pero en cualquier caso, tanto las universidades presbiterianas de Escocia como las academias inconformistas de Inglaterra aseguraron la continuidad del trabajo científico tras el apagamiento que siguió al triunfo de la Revolución inglesa y la desaparición de Newton en 1727. Es interesante anotar que en la transición de los siglos XVIII a XIX la ciencia británica se hace más teórica, mientras que la francesa se vuelve más práctica.

En Francia la Ilustración se inicia con Fontenelle, que ostentó durante 40 años la secretaría de la Academia de Ciencias (1699-1739) y desde la que difundió la filosofía de Descartes. Pero pronto el liderazgo fue ostentado por Voltaire, admirador de lo inglés, quien tras una estancia en Inglaterra escribió sus Cartas sobre los ingleses (1734), obra que ensalza la filosofía de Bacon mientras critica la ciencia y las instituciones francesas.

Avances en astronomía, discusión de la herencia newtoniana

La pugna anglo-francesa se volvió encarnizada cuando se trató de obtener métodos y aparatos para determinar la posición marítima, que en el siglo XVIII seguían siendo esquivos. Los ingleses fundaron el Observatorio de Greenwich (1675), donde John Flamsteed dedicó 44 años a elaborar tablas de movimientos lunares y de la posición de las estrellas. La Academia de Ciencias de París encargó a Huyghens la construcción de un reloj mecánico con la hora estándar. Enfrentados, ingleses y franceses sometieron a concurso, en 1710, la resolución del problema de la longitud en el mar, solucionado con la construcción de cronómetros precisos.

En cuanto a Francia, la recepción de la física de Newton se enfrentó tanto al escepticismo de la comunidad científica como al absolutismo monárquico e institucional. Pero la ruptura por Voltaire de los prejuicios no tenía vuelta atrás. Así, los hermanos Cassini quisieron enfrentarse a aspectos de la teoría newtoniana, como la gravitación universal, negando la observación de que el planeta estaba achatado por los polos. De esta polémica se derivaron las dos expediciones organizadas por la Academia de Ciencias a Perú (1735) y Laponia (1736), buscando medir la longitud de un grado de latitud, obteniendo resultados que confirmaban a Newton. Pero la ciencia francesa se cambió al pensamiento newtoniano con una segunda hornada de científicos, como los matemáticos Clairaut y D’Alembert, sucediendo lo mismo en Suiza, con los científicos del “grupo de Basilea”, los hermanos Bernuilli y Alexander Euler, matemáticos dedicados al estudio de los astros. Lagrange (1736-1813) y Laplace (1749-1827), sucesores directos de Clairaut y D’Alembert, ampliaron y perfeccionaron los cálculos que confirmaban la teoría newtoniana sobre el sistema solar. Lagrange y Laplace, cuya obra llena la ciencia francesa desde 1770, impulsaron la mecánica y la teoría astronómica, respectivamente, desempeñando un papel singular en la Revolución, el Imperio y la Restauración, etapas de relanzamiento de las ciencias en Francia. Siguiendo la pauta, frente a los desarrollos teóricos franceses, la astronomía inglesa se desarrolla empíricamente, tal y como demuestran las observaciones de Cavendish, midiendo la masa de la tierra y dándole un valor parecido al real; destaca, sin embargo, William Herschel, alemán instalado en Inglaterra.

La electricidad y sus figuras señeras

Desde 1745 se multiplican los experimentos eléctricos, con creciente éxito de público, en gran medida debido al hallazgo de la botella de Leyden y a sus cualidades. En este momento histórico resulta decisiva la aparición de Benjamín Franklin (1706-90), que sin tener en cuenta las teorías de moda impulsa la electricidad, creando el concepto de carga eléctrica y realizando experimentos, como el de la descarga eléctrica desde una nube al primer pararrayos (1752). En sus Opiniones y conjeturas referentes a las propiedades y efectos de la materia eléctrica (1750) logra explicar y puntualizar conceptos y teorías en un tono positivista y pragmático, muy alejado de la visión de su tiempo. El paso del terreno cualitativo al cuantitativo fue obra de Henry Cavendish (1731-1810) y de Charles Coulomb (1736-1806). Cavendish definió carga y potencial, así como capacidad y constante dieléctrica, y determinó experimentalmente la relación inversa del cuadrado de la distancia entre cargas. Coulomb, ingeniero militar, dirigió su interés hacia el magnetismo y la electricidad, con una primera memoria fundamental en 1785, Construcción y uso de una balanza eléctrica, acometiendo el estudio de la ley de atracciones, la pérdida de electricidad, la distribución de la electricidad en los conductores, la teoría molecular de los imanes… y dejó sentadas las bases de la electrostática.

Llega la revolución química

También la emergente ciencia de la química sufrió con el retraso de la filosofía natural a finales del siglo XVII, separándose de la física newtoniana a mediados del siglo XVIII y con elementos alquímicos que lastrarán los avances durante décadas. Es fuera del mundo anglo-francés donde se rehace el trabajo experimental en química partiendo del ámbito de la iatroquímica (química médica o farmacéutica), y concretamente en Alemania, donde Georg Stahl (1660-1734), profesor en Halle, plantea la teoría del “flogisto”, principio ligero e inflamable de la materia que se desprende como llama o en forma de calor en las reacciones químicas, y que durante más de un siglo interesaría a los creadores de la química moderna; hasta su identificación como el elemento oxígeno, el fenómeno de la combustión no sería correctamente identificado durante décadas.

Por su parte, desde mediados del siglo XVIII los químicos británicos partieron de la aceptación de la teoría del “flogisto” para derribarla. Inicia la carrera Joseph Black, descubriendo en 1754 el dióxido de carbono. En 1766 Cavendish descubrió el hidrógeno, y en la siguiente década Joseph Priestley (1733-1804) descubrió diferentes gases, logrando aislarlos con la cubeta neumática preparada por Cavendish. Mientras tanto, en Suecia, Carl Scheele establecía en 1777 que el aire no podía ser una sustancia elemental, sino compuesta de diferentes gases. Del lado francés era Antoine Lavoisier (1743-94), la figura dominante en esa química, anunciando la renovación de la teoría química y la reforma de la nomenclatura, con los nombres modernos de las sustancias. Su obra Elementos de química (1789) se convirtió en el primer manual sobre química moderna, y mientras asestaba un golpe mortal a la teoría del “flogisto” introducía un elemento que daría más problemas: el “calórico”, o materia del calor.

Fisiología y biología: generación, clasificación, evolución

Durante el siglo XVIII la idea aceptada sobre los seres vivos y las especies naturales es que siempre habían existido en el mismo estado en el que fueron creados, no aceptándose el desarrollo. Así, la embriología es preformista, estableciendo que los organismos se hallan ya diferenciados y formados en sus semillas, siendo el desarrollo cuestión de aumento de tamaño. El preformacionismo está relacionado con el mecanicismo que consideraba a plantas y animales como máquinas, o sea, organismos hechos de materia y movimiento. Frente a esta doctrina se va alzando el vitalismo alemán, que tiene orígenes alquímicos y que es herencia del holandés Van Helmont. El ataque más duro al preformacionismo viene de Friedrich Wolf (1738-94), que propone la epigénesis embriológica en su Teoría de la generación (1759), afirmando que una “fuerza vital” mueve el desarrollo embriológico a partir de la materia orgánica homogénea. Sobre esta misma idea preformista se construyen las primeras clasificaciones de especies, siendo la más famosa la del sueco Carl Linneo (1707-78), profesor de botánica en Uppsala, llegó a clasificar 18.000 especies y en El sistema de la naturaleza (1735) divide las especies en clases, órdenes, géneros y especies, empleando una nomenclatura binomial en la que el primer término alude al género y el segundo a la especie. Competidor de Linneo es Buffon (1707-81), que clasifica según el modelo “católico” o artificial, y todavía se ciñe a la idea de degeneración, enfrentándose a la idea de progreso de los ilustrados; su Historia natural (1749-1786) sigue siendo un hito científico. Lamarck (1744-1829) y Cuvier (1796-1832) representarían a las dos teorías dominantes, evolucionista-gradual y catastrofista-crítica.

II. La Revolución Industrial

Llamamos Revolución industrial al “proceso de transformación de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción mediante el cual se desarrolló el capitalismo industrial”. La singularidad histórica de este acontecimiento radica, según Baldó, en la “aparición de la sociedad capitalista industrial”, hasta entonces solo prefigurada. Las principales características de las sociedades industrializadas, según el autor, son:

  1. Una nueva organización social de la producción, que se sirve de métodos técnicos nuevos;
  2. El crecimiento, desconocido hasta entonces, de producción y mercados;
  3. La estructuración novedosa de la sociedad capitalista, distinta a las formas anteriores, desarrollándose por un lado la burguesía y creándose en consecuencia el proletariado, que trabaja para la anterior.

Los conflictos marcan, desde la configuración de ese nuevo momento histórico, las relaciones entre ambas clases.

La Revolución industrial y la explicación del cambio técnico

La Revolución industrial tiene una preparación en el tiempo. En su primera fase se desenvuelve con independencia de la revolución científica y solo entrado el siglo XIX se producirá cooperación entre ciencia y técnica; pero siempre se expresará como una función del ascenso de la burguesía como motor, lo que se producirá al tiempo que se van promulgando las leyes apropiadas para dar vía libre al capitalismo y se van produciendo los avances técnicos que abren el camino del desarrollo industrial. En el surgimiento de la Revolución industrial influyeron:

  1. El crecimiento de la población,
  2. Factores políticos como el grado de libertad personal y política en Gran Bretaña,
  3. La guerra en términos técnico-económicos,
  4. La acumulación de capital,
  5. El incremento del comercio internacional,
  6. El sistema de leyes sobre patentes y
  7. La aplicación industrial de las teorías científicas y matemáticas.

Habría que añadir tres notas al ambiente social del momento del despegue industrial: el flujo hacia la burguesía de leyes favorables a sus intereses; el cercamiento de tierras que es acelerado en las últimas décadas, y la esclavitud, que vive su momento álgido durante el siglo XVIII, debido a la demanda colonial de mano de obra, suministradoras de materias primas a las metrópolis. Esa revolución, que llamamos burguesa, no se entendería sin el contexto social, que es realmente el que genera los avances técnicos. Se trata, por lo demás, de un fenómeno muy británico, pero no sólo británico porque, simultáneamente, la Francia en ebullición intelectual hará que el siglo termine con una explosión de protagonismos y de aportaciones singulares para el desarrollo industrial. En todo caso, el inicio de la Revolución industrial marca el momento en que la burguesía alcanza el poder, lo que en el caso británico arranca en el periodo revolucionario de 1640-89, consolidándose en el siglo XVIII. El primer periodo de este desarrollo industrial se hace coincidir con el reinado de Jorge III (1760-1820).

Ingenieros y científicos ante la máquina de vapor

La historia muestra que después de resolverse los problemas de la navegación se acometieron los industriales, debido a los avances científicos y al protagonismo de la burguesía. Así se opera el cambio, del empleo de la leña al del carbón, que es fundamental en el siglo XVIII. La industria textil –artesanal y manufacturera mucho antes que fabril– es la primera; luego, con la máquina de vapor se desarrollará la minera, la de transportes, la de la máquina-herramienta… hasta la expansión de la electricidad y las máquinas eléctricas, que son casi simultáneas con el motor de explosión y con la industria automovilística. Efectivamente, entre la lanzadera volante de Kay (1733), el telar mecánico de Cartwright (1785) y la desmotadora de algodón de Whitney (1793) queda marcado todo un itinerario que, además de desvelar complejidad, marca el paso del uso de la fuerza del agua a la del vapor, es decir, del fuego, que presentaba la ventaja de no depender del emplazamiento del recurso sino de la disponibilidad del combustible. Por eso se dice que la revolución industrial se gesta en la mina y estaba en marcha antes de generalizarse la máquina de vapor. Fue precisamente debido a las necesidades de la minería del carbón por lo que se fue abriendo camino el empleo de la máquina de vapor. De la relación de avances en máquinas de vapor, en los que se mezclan los esfuerzos científicos y técnicos, debemos remontarnos a los trabajos de Torricelli, Pascal y Huyghens (siglo XVII), con especial detenimiento en Denis Papin (1647-1712), discípulo de Huyghens, quien construyó en 1690 una máquina de émbolo, consiguiendo un “vacío perfecto” y en la que la fuerza motriz era ya el vapor de agua. Muy seguidamente se fueron produciendo avances sobre estas máquinas a manos de Thomas Savery, Thomas Newcomen y John Smeaton, ingeniero civil que se interesó por estudiar e incrementar el rendimiento de la máquina de vapor. Pero los avances más importantes vendrán de la mano de James Watt (1736-1819), que se decidió a mejorar las máquinas de Newcomen después de construirlas. Este escocés, que había construido instrumentos científicos como mecánico de precisión en la Universidad de Glasgow, se interesaría por los problemas mecánicos y teóricos, dando el paso que suponía pasar de la máquina atmosférica a la de vapor, que utilizaba un condensador que reutilizaba el vapor, incrementando el rendimiento. Watt fue el primero en idear la utilización de un condensador, patentando su máquina en 1769. De su amigo Joseph Black obtuvo información y ayuda financiera, y asociado con John Roebuck, construyó sus modelos de prueba. Lo decisivo fue, sin embargo, el asociarse con Matthew Boulton (1728-1809), industrial con el que construyó 500 máquinas antes del fin del siglo. Algo prematuros, los primeros intentos de aplicar esas máquinas a la navegación tuvieron lugar en Francia, sin grandes resultados.

Las redes: filosofía y técnica

El proceso de racionalización del mundo, simultáneo con la Revolución científica, se expresa en Europa de formas diversas, ostentando gran influencia la militar, ya que da lugar a una nueva organización del espacio. El concepto de red en materia de infraestructuras de transporte y también de comunicaciones procede del siglo XVII y de la “ideología militar” de Vauban y su sistema de fortificaciones, pero adquiere forma civil con la construcción de canales, carreteras y la implantación del telégrafo óptico. Las reflexiones democráticas que ya había suscitado el telégrafo óptico reavivan el mito del ágora de discusión democrática que ese medio técnico podía facilitar en las naciones extensas. El sueño de la comunicación instantánea y global inspiró el impulso de los sistemas de transporte y las nuevas ideas sobre comunicación. En este siglo la opinión pública recibe asombrada las noticias sobre la creación de criaturas artificiales, obra de artesanos como Vaucanson. Por su parte, La Mettrie (1709-51) publica El Hombre máquina (1747) y exhibe el concepto de sistema, para decir que el cuerpo humano es un mecanismo de relojería. El auge de las infraestructuras de transporte y comunicaciones coincidirán cuando Claude Chappe monte la primera línea de telégrafo óptico entre París y Lille, en agosto de 1794, para informar de los movimientos de tropas austriacas hacia territorio francés: aquí se fecha el inicio de las telecomunicaciones. La red estructura la sociedad europea del siglo XVIII, y con ella se impregna la ciencia entera. El matemático Euler (1707-83) consagra la arborescencia en la ciencia topológica (Mecánica racional, 1736) para resolver los problemas de la distancia más corta o económica. La Francia ilustrada que estalla en la Revolución nos aporta un personaje, Saint-Simon (1760-1825), que se entrega a la misión de extender el sistema industrial y pretende reconducir su evolución a partir de un cuerpo científico y de un grupo de promotores. No debemos omitir que en este siglo XVIII asiste también al nacimiento de la estadística, que resultará esencial para políticos, ingenieros y sociólogos, atribuyéndose al politólogo Achenwall (1719-72) la creación del término, Staatwissenschaft, ciencia del Estado.

El impulso revolucionario francés: la École Polytechnique

Aunque los avances técnico-industriales son básicamente británicos, el periodo revolucionario francés iniciado en 1789 impulsa al mundo del conocimiento, la técnica y las creaciones científico-educativas. Un hito singular es la École Polytechnique, fundada en 1794. Surge cuando Francia, pese a la revolución, se sitúa a la cabeza de Europa en los campos del saber. La École Polytechnique inaugura la era de la razón industrial, cuando la educación se convierte en el motor del progreso y se basó en una muy sui generis confianza en la jerarquía, garantizando el orden. Se constituyó sobre tres ejes: ideología (sansimoniana), filosofía (positivismo) e instrumento (matemáticas y cálculo) generalizables a todo el entorno. La reconstrucción social debía ser una obra de ingeniería y de ahí la importancia de la Politécnica como catalizador de las reformas. Hay que tener en cuenta que, aun denominándose politécnica, esta escuela acogía una amplia gama de disciplinas científicas, siendo la base de la formación la geometría descriptiva. Entre los profesores y alumnos de los primeros años figuran personalidades como Laplace, Fourier, Ampère, Gay-Lussac, Cauchy y Volta, todos ellos herederos del espíritu ilustrado y enciclopédico. Junto con Gaspard Monge, el fundador, la figura que más destacó en los primeros años de la Politécnica fue Lazare Carnot (1753-1823). A diferencia del ingeniero inglés, que no posee una formación especializada pero que exhibe su preparación de forma paralela a la Revolución, el ingeniero francés (y continental) es casi siempre un tecnócrata de sentido corporativo vinculado al estado. Respecto de sus homólogos británicos los politécnicos presentaban otra diferencia: la concepción sansimoniana de la sociedad, privilegiando la producción y la organización; por su parte, los ingenieros liberales asumían una concepción mecanicista de su trabajo, apoyándose en el mercado como ámbito de libertad y democracia. Para los politécnicos franceses la sociedad/democracia era concebida como una fábrica, mientras que para el pensamiento anglosajón se trataba de un mercado. Es en este ambiente politécnico en el que prospera la visión positivista del mundo y la sociedad, que ha de ser dirigida por “sabios positivos”, lo que significa empresarios, ingenieros y banqueros; así como el pensamiento sociológico.

Tema II.1 – Progreso y Desarrollo Capitalistas

La idea de progreso es hija de la Modernidad y de la etapa ilustrada, siendo acuñada por Turgot y Condorcet. Es un producto, pues, del optimismo de esa época. El progreso que define Condorcet en Esquisse (1794) alude a un proceso acumulativo e irreversible que llevará al hombre y la sociedad a cotas más altas de racionalidad, moralidad y bienestar. Por otra parte, progreso y desarrollo son conceptos próximos, siendo anterior el primero (ilustrado) y vinculándose el segundo al proceso de industrialización y crecimiento económico del siglo XIX y del XX, con especial énfasis tras la Segunda Guerra Mundial.

La idea de progreso

A la providencia sucedió el progreso como paradigma en una sociedad que condenaba todo lo irracional; pero en definitiva el progreso vino a ocupar, casi exactamente, el espacio mental que había dejado la providencia (no dejaba de ser una construcción irracional). A este respecto, una de las obras más conocidas es la de J. B. Bury (1861-1927), La idea del progreso (1920), que identifica esta idea con mitos de general aceptación que no resisten un análisis sistemático. Y señala que esta idea pertenece a ese tipo de ideas referentes a los misterios de la vida que son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjudicialidad sino porque se las supone verdaderas o falsas. Hay numerosos filósofos, sociólogos e historiadores que pretenden que la idea de progreso está presente a lo largo de toda la cultura humana. Robert Nisbet, en Historia de la idea de progreso insiste y enraíza esta idea en lo más antiguo de la civilización, aunque con concepciones cambiantes. Pero de hecho, los científicos reconocen que esta idea no es detectable antes del siglo XVII. Nicholas Timasheff, en su trabajo Teoría sociológica. Naturaleza y desarrollo, menciona a Pascal, Montesquieu, Turgot y Condorcet como autores que pudieron adelantarse –respecto a la idea de progreso– a la obra de los primeros sociólogos. Todos ellos sostenían la idea de progreso. Fue el ingeniero de minas Frederick Le Play (1806-82) quien, impresionado por la desorganización social-laboral de su tiempo declara no creer en la evolución positiva o en el progreso. Estrechamente vinculada y simultánea con la fe en el progreso aparece la confianza en el futuro, que también aceptaba que los continuos avances científico-técnicos parecían garantizar, logros más útiles y sorprendentes. Y hasta nuestros días ha llegado la costumbre de “poner en manos del futuro” la solución a acontecimientos difíciles de resolver. Se trata de una confianza milagrosa en el futuro, al que se le atribuye la capacidad de resolución de las cosas, que sólo un optimismo de tipo ancestral puede justificar. Frente a esto, la actitud crítica plantea que ese futuro se construye en cada momento, no habiendo motivos para esperar nada de él si no se afronta activamente. Antonio Campillo, en Adiós al progreso. Una meditación sobre la historia (1985), reconoce el carácter central de la idea de progreso en el modernismo, y de ahí que considere que la crisis de la Modernidad es la crisis de esa idea. Porque no es aceptable que la historia sea concebida como un progreso lineal que va de la ignorancia al saber. Solo hay que contemplar la historia y los cambios: es imposible encontrar una ley de finalidad; todo lo más que puede hacerse es sustituir la idea de progreso por la de evolución. Podemos resumir la idea de progreso con una definición, la de Scott Gordon, y una descripción de contenidos, según Nisbet. La idea de progreso es, según Gordon, la concepción del presente como superior al pasado, y la idea de que el futuro puede ser mejor aún. Y los contenidos de la obra de Nisbet son: “La fe en el valor del pasado, la convicción de que la civilización occidental es noble y superior al resto, la aceptación del valor del crecimiento, la fe en la razón y en el conocimiento que nace de ésta”.

Crisis y caída de la idea de progreso

Fue necesario dejar que el tiempo mostrara los efectos desastrosos de la Revolución Industrial para que surgieran las primeras opiniones y actitudes escépticas sobre la idea de progreso, y así consta durante el siglo XIX; un segundo embate se produjo con motivo del aumento en crueldad y destrucción de las guerras. Sería la suma del industrialismo más la guerra lo que induciría a filósofos e historiadores a poner coto a esas pretensiones “progresistas”. El descreimiento sobre el progreso afectó pronto a los avances científicos y tecnológicos: si las novedades en ciencia y tecnología no contribuyen al progreso humano, su validez acaba perdiendo reconocimiento social. Ni los avances en ciencia y tecnología habidos durante el siglo XX ni la propaganda del sistema socioeconómico que en gran medida los generaba, impidió los efectos que sobre el optimismo en el progreso conllevaron los genocidios de los años de 1930 y 40, la Segunda Guerra Mundial y la tragedia nuclear con la que concluyó. Desde los años de 1960 y 70, por otra parte, las diferencias de riqueza de los pueblos y países se convirtieron en el “marco estable” en el que discurría la historia, agudizándose la pobreza en el último tercio del siglo XX. No obstante, el golpe definitivo a la idea de progreso ha procedido de la nueva visión ecológica del mundo, al percibirse y poder medir y establecer los procesos de destrucción de la naturaleza y sus recursos, que se han visto crecientemente alterados por la acción científico-técnica del hombre, hasta poner en peligro la propia supervivencia de la especie.

Jean-Jacques Rousseau (1712-78), este pensador expresó su falta de fe frente al progreso y lo dejó bien claro en Discurso sobre las ciencias y las artes (1750) de forma simultánea con las definiciones positivas, y concretamente la de Turgot (1727-81). Turgot y Condorcet (1743-94) afirmaron esta idea con sus escritos, pasando a ser considerados los fundadores de la idea de progreso. En su Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano (1750) Turgot vinculó la libertad con el progreso; fue el marqués de Condorcet quien en realidad secularizó esta idea en su famoso Bosquejo, en el que describía los progresos de la humanidad en diez fases, desde los salvajes primitivos hasta una etapa reservada al futuro (en la que gobernarían los sabios). La formulación por Rousseau de objeciones al progreso en su expresión evolutiva científico-técnica tuvo lugar como respuesta al lema que la Academia de Dijon proponía, en 1749, como premio de Moral en el momento de mayor exaltación de las Luces. Rousseau se sintió atraído por el lema que esa institución proponía: “Si el restablecimiento de las ciencias y las artes ha contribuido a corromper o depurar las costumbres”. Y su respuesta fue que “el progreso no ha añadido nada a nuestra felicidad; ha corrompido nuestras costumbres y esa corrupción ha atentado contra el gusto”.

Condorcet caería en 1794 víctima de la Revolución, y no podría asistir al embate que el movimiento romántico estaba preparando contra su idea lanzando además a los cuatro vientos su descreimiento frente a los beneficios de la ciencia y la técnica. Con el romanticismo, que sitúa sus ideales bien lejos de los progresos acogidos por la Ilustración y reacciona contra la Razón triunfante y el intelectualismo, surge el pesimismo moderno, en una fase sentimental e irracional. Desde entonces, la discusión sobre el progreso ha incluido una diferenciación entre lo sustantivo y lo adjetivo, lo esencial y lo accidental… y por lo que se refiere al progreso se ha hecho distinguir entre progreso científico-tecnológico y progreso humano-social. Y debido a la evolución científico-técnica quedan fragilizadas o en peligro, la evolución y el desarrollo humano-social, el primero no es aceptable, porque no sirve a las personas y la sociedad.

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