Immanuel Kant y Karl Marx: Una comparación de sus ideas sobre la razón, la historia y la sociedad

IMMANUEL KANT (1724-1804)

El proyecto de una crítica de la razón pura

Durante el periodo formativo de Kant, la corriente dominante en la universidad alemana era el racionalismo liderado por Christian Wolff (1679-1754). Inspirado por Leibniz, Wolff buscaba elevar la metafísica a la categoría de una ciencia capaz de proporcionar un conocimiento puro y racional, independiente de la experiencia, sobre todas las posibilidades. Wolff dividió la metafísica en dos ramas:

  1. Metafísica General (Tratado del Ser): Se ocupa del ser en su totalidad, sus estructuras y atributos. También conocida como ontología, esta rama corresponde a la «ciencia del ser en sí mismo» según la tradición aristotélica.
  2. Metafísica Especial: Agrupa tres disciplinas que abordan diferentes aspectos de la realidad.
    1. Psicología Racional (Tratado del Alma): Investiga el alma como la totalidad de los fenómenos de la conciencia.
    2. Cosmología Racional (Tratado del Mundo): Se centra en la investigación del mundo o universo como la totalidad de los hechos naturales.
    3. Teología Racional (Tratado de Dios): Explora racionalmente a Dios como el origen y fundamento de toda realidad posible.

En la fase inicial de su pensamiento, conocida como precrítica, Kant operaba dentro del paradigma del dogmatismo racionalista, que sostiene que la realidad podía ser conocida de manera científica a través de la razón. La ciencia moderna parecía confirmar parcialmente esta perspectiva, ya que aunque Newton concebía su filosofía natural como una ciencia experimental e inductiva, en la práctica la ciencia newtoniana hacía un amplio uso de la razón y las matemáticas. Por lo tanto, filósofos racionalistas del siglo XVIII, incluido Kant, intentaron adecuar la física newtoniana a sus propios esquemas.

La etapa crítica del pensamiento de Kant comenzó con la publicación de la «Crítica de la Razón Pura», que marcó un hito en su producción y un punto de inflexión en la filosofía moderna. Sin embargo, el origen de este cambio crítico se remonta mucho antes. Kant mismo atribuyó su despertar del «sueño dogmático» a la lectura de las obras de Hume. Los planteamientos de este filósofo escocés minaron la confianza de Kant en la capacidad de la razón para alcanzar conocimiento sin apoyo de la experiencia. A partir de entonces, Kant abandonó la idea de construir una metafísica científica desprovista de contenido empírico sobre los grandes temas de la razón. Sin embargo, Kant rechazó el escepticismo que emanaba de las ideas de Hume. Mientras Hume reducía la ciencia a un conjunto de creencias probables, Kant se negó a renunciar a la distinción entre conocimiento científico y mera opinión.

Kant partió del «Hecho de la Ciencia»: la existencia de conocimientos bien establecidos cuyo carácter científico es incuestionable, como la matemática y la física. Si bien Hume limita nuestro conocimiento a los confines de la experiencia, Kant argumentaba que la ciencia misma, como realidad tangible, requería una explicación más allá del escepticismo humeano. A partir del «Hecho de la Ciencia», Kant inició un giro crítico en la filosofía. Su reflexión se centró en las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento, entendido como algo que, al ser real, debe ser posible. La filosofía trascendental de Kant no indagaba sobre nuestro conocimiento de los objetos, sino sobre las condiciones de posibilidad de ese conocimiento. De esta manera, su proyecto de una crítica de la razón pura se materializó en tres preguntas trascendentales:

  1. ¿Cómo es posible la matemática como ciencia?
  2. ¿Cómo es posible la física como ciencia?
  3. ¿Es posible la metafísica como ciencia?

Las respuestas a estas preguntas implican una crítica al empirismo anglosajón y una crítica radical a las pretensiones de los racionalistas dogmáticos, especialmente en lo que respecta a la metafísica especial.

El giro copernicano kantiano

La concreción de la pregunta crítica: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?

Kant se enfoca en el análisis del conocimiento, centrándose en la capacidad de juzgar. Un juicio, según él, implica unificar conceptos en una proposición sobre un objeto, típicamente siguiendo la forma «S es P», y puede ser verdadero o falso. Filósofos anteriores ofrecieron clasificaciones binarias de juicios, como Hume con su distinción entre juicios de hecho y de relaciones de ideas, y Leibniz con su separación entre verdades de hecho y de razón. Kant, por otro lado, presenta dos criterios para clasificar los juicios.

El primer criterio se basa en la relación de los juicios con la experiencia.

  • Juicios a priori: No dependen de la experiencia y no necesitan de ella para ser verdaderos. Son anteriores a toda experiencia posible, como los juicios en las ciencias formales.
  • Juicios a posteriori: Se obtienen o verifican mediante la experiencia. Al ser experiencia particular, las verdades que revelan no pueden ser universales ni necesarias.

El segundo criterio se relaciona con la relación del sujeto con el predicado:

  • Juicios analíticos: El concepto del predicado está contenido en el sujeto, no añade nuevo contenido y su contrario no es concebible. Ejemplos son «Todo soltero es no casado» o «Todo cuerpo es extenso».
  • Juicios sintéticos: El concepto del predicado no está contenido en el sujeto, ofrecen nueva información y su contrario es pensable. Ejemplos son «La pared es blanca» o «Pedro Sánchez es el presidente del gobierno».

Kant argumenta que existen juicios sintéticos a priori, los cuales amplían el conocimiento sin necesidad de validación empírica, siendo universalmente y necesariamente verdaderos. En la «Crítica de la Razón Pura», Kant sostiene que, aunque el conocimiento comienza con la experiencia, no todo proviene de ella. Afirma que hay elementos independientes de la experiencia e irreductibles a ella, contribuyendo a la organización del conocimiento. Estas formas a priori, según Kant, explican la posibilidad de la ciencia.

Las tres preguntas críticas sobre los juicios se reformulan:

  • ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en matemática?
  • ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la física?
  • ¿Son posibles los juicios sintéticos a priori en metafísica?

La respuesta a estas preguntas implica analizar las facultades racionales humanas involucradas en la elaboración del conocimiento y buscar las formas a priori mediante las cuales estas ordenan la materia del conocimiento.

La síntesis a priori en la sensibilidad y los fundamentos de la matemática: la estética trascendental

Kant establece una distinción crucial entre dos facultades cognitivas: la sensibilidad y el entendimiento. La sensibilidad, receptiva por naturaleza, nos permite recibir impresiones inmediatas de objetos en forma de intuiciones sensibles, mientras que el entendimiento, de naturaleza activa, nos permite pensar los objetos a través de representaciones conceptuales. En su análisis de la sensibilidad, Kant explora la estética trascendental, que indaga sobre las condiciones trascendentales de nuestra facultad sensible. Aunque la experiencia sensible es particular y subjetiva, Kant argumenta que la forma en que organizamos esta experiencia es universal y a priori para todos los individuos. Esta organización es posible gracias a las formas a priori de la sensibilidad, que, según Kant, son el espacio y el tiempo.

Para Kant, el espacio y el tiempo no son contenidos empíricos, sino estructuras a priori que constituyen la base de toda experiencia posible. Estas formas a priori permiten la intuición pura del espacio y el tiempo, que es independiente de cualquier contenido empírico. Kant sostiene que esta capacidad de intuir a priori el espacio y el tiempo es lo que fundamenta la cientificidad de la matemática. En la geometría, los juicios sintéticos a priori se derivan de la intuición pura del espacio como forma a priori de la sensibilidad externa. Las figuras geométricas se consideran relaciones espaciales puras que no dependen de ningún contenido particular. De manera similar, en la aritmética, los juicios sintéticos a priori se derivan de la intuición pura del tiempo como forma a priori de la sensibilidad interna y externa. Kant argumenta que la estructura del tiempo y de los números es esencialmente la misma, ya que ambas implican una pura sucesión.

La síntesis a priori en el entendimiento y los fundamentos de la ciencia natural: la analítica trascendental

Kant distingue entre dos facultades cognitivas: la sensibilidad y el entendimiento. Mientras la sensibilidad nos permite percibir los objetos, el entendimiento nos capacita para pensar y comprender dichos objetos. La lógica trascendental es la rama de la crítica de la razón pura que se dedica al estudio de cómo funciona a priori el entendimiento. En la analítica trascendental, Kant investiga los elementos y principios a priori del entendimiento, sin los cuales no sería posible pensar ningún objeto. Para pensar un objeto, es necesario subsumirlo bajo un concepto: decir, por ejemplo, «esto que veo es una casa» o «lo que tengo en la mano es un bolígrafo». El entendimiento genera conceptos de manera espontánea y los emplea para pensar los objetos, lo que implica también la facultad de juzgar, ya que asociar un objeto a un concepto es construir un juicio. Kant sostiene que junto a los conceptos elaborados a partir de la experiencia sensible, como «casa», «tejado», «bolígrafo» o «instrumento», existen conceptos puros a priori en nuestro entendimiento, como «sustancia», «causa» o «existencia». Contrario a la tradición empirista, Kant argumenta que estos conceptos no se derivan de la experiencia, sino que son fundamentales para posibilitar nuestras experiencias. Para identificar los conceptos puros del entendimiento, Kant examina los tipos de juicio que este puede realizar.

Considera que juzgar implica aplicar una norma del pensamiento que dicta cómo unificar la pluralidad fenoménica proporcionada por la sensibilidad. Cada tipo de juicio se asocia con una categoría o concepto puro del entendimiento.

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Kant sostiene que sin la aplicación de las doce categorías del entendimiento a las sensaciones, nuestras percepciones serían un caos sin orden y no podríamos conocerlas. Las categorías son esenciales para cualquier experiencia posible. La teoría central de Kant es que el conocimiento requiere la síntesis de las intuiciones sensoriales y los conceptos del entendimiento. En esta síntesis, el entendimiento utiliza las categorías como formas a priori para dar forma a los fenómenos intuidos por la sensibilidad. Esta síntesis es fundamental para el conocimiento. Para explicar los juicios sintéticos a priori en la física, Kant argumenta que los principios fundamentales del entendimiento, derivados de las categorías, proporcionan la base para las leyes físicas. Estos principios son esenciales para entender el movimiento y la interacción de los cuerpos en el espacio y el tiempo. Kant también menciona el papel de la imaginación trascendental en este proceso, que genera esquemas para facilitar la síntesis entre las intuiciones y los conceptos del entendimiento.

El idealismo trascendental kantiano

El conocimiento humano, según Kant, requiere tanto de una materia proporcionada por los sentidos como de una forma a priori impuesta por el sujeto. La sensibilidad sintetiza las impresiones bajo las condiciones de espacio y tiempo, mientras que el entendimiento sintetiza los objetos mediante categorías, generando conceptos y juicios. Sin estas operaciones, el conocimiento de cualquier objeto sería imposible. Kant postula que solo podemos conocer los fenómenos, objetos dados a nuestra conciencia bajo las condiciones que esta impone. Los objetos independientes de nuestra experiencia, denominados noúmenos, son completamente desconocidos.

Kant revisa su sistema como un idealismo trascendental en lugar de un fenomenismo. Según este enfoque, las condiciones de posibilidad del conocimiento tienen su origen en el sujeto, que impone la forma del conocimiento a los contenidos de la experiencia. La subjetividad es trascendental porque da universalidad y necesidad al conocimiento mediante intuiciones y conceptos puros. Kant destaca un giro copernicano al ubicar las fuentes de la ciencia en la subjetividad, no en el objeto. Aunque se considera un realista empírico, Kant rechaza el realismo trascendental, que afirma que podemos conocer las cosas tal como son en sí, independientemente de nuestras condiciones subjetivas de experiencia. Esta negación del realismo trascendental se refleja en su análisis de las pretensiones científicas de la metafísica en la dialéctica trascendental.

La crítica de la metafísica

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La dialéctica trascendental, una parte crucial de la lógica trascendental de Kant, se concentra en señalar las contradicciones que surgen cuando el entendimiento y la razón tratan de ir más allá de lo que la experiencia puede ofrecer. Su propósito es cuestionar las pretensiones sin fundamentos de la razón para ampliar el conocimiento más allá de lo que es posible mediante la experiencia. Kant diferencia entre el entendimiento, que organiza el conocimiento mediante conceptos aplicados a los fenómenos, y la razón, que busca unificar el conocimiento bajo principios cada vez más generales, tendiendo a partir de lo particular hacia lo general. Identifica tres ideas fundamentales de la razón pura: el alma como la unidad de la experiencia interna, el mundo como la unidad de la experiencia externa y Dios como el fundamento último de todo lo pensable. Estas ideas actúan como principios bajo los cuales organizamos nuestro conocimiento, aunque no están basadas en la experiencia. Aunque no son observables, pueden ser útiles como guías para sistematizar el conocimiento científico. Sin embargo, cuando intentamos usar estas ideas como base para el conocimiento sin referencia a la experiencia, la razón se enfrenta a contradicciones y expectativas irrealizables. Por ejemplo, cuando tratamos de entender el alma sin referencia a la experiencia, surgen paralogismos, razonamientos incorrectos que aplican categorías del entendimiento al «yo pienso» como si fuera un objeto de experiencia, lo cual no es posible. Del mismo modo, cuando intentamos entender la totalidad del mundo más allá de lo que podemos observar, nos enfrentamos a antinomias, afirmaciones contradictorias sobre el mundo que, sin embargo, parecen tener igual validez racional.

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Según Kant, las antinomias surgen debido a la falta de claridad en los límites del conocimiento y la falta de distinción entre fenómeno y noúmeno. La existencia de Dios, un ideal de la razón pura, no puede ser demostrada racionalmente. La prueba ontológica se basa en definir a Dios como un ser necesariamente existente, lo cual es problemático ya que la existencia no es una propiedad objetiva de un concepto. Las pruebas cosmológicas y teleológicas, como las de Santo Tomás, aplican la categoría de causa-efecto más allá de los límites de los fenómenos, lo cual es ilegítimo según Kant. Kant identifica una «ilusión trascendental» en la razón humana, que toma como principios objetivos ideas que en realidad son producto de su necesidad subjetiva de unificar conceptos. La dialéctica trascendental busca criticar esta ilusión y señalar los límites de la razón humana. Esto tiene consecuencias negativas para las pretensiones científicas de la metafísica, ya que la razón teórica no puede determinar el contenido de ideas como Dios, el alma y el mundo, que están más allá de la experiencia. Sin embargo, desde el punto de vista de la razón práctica, estas ideas pueden ser pensadas como noúmenos. La razón práctica, desde el ámbito moral, puede determinar el contenido de estas ideas, lo cual representa una consecuencia positiva de los resultados de la crítica kantiana.

La ética kantiana

Grandes temas de la ética kantiana

Kant dice que las reglas morales deben ser aplicables para todos y ser necesarias. Se enfoca en el «imperativo categórico», que requiere que nuestras acciones sigan principios que todos los seres racionales podrían aceptar. Para Kant, cada individuo debe decidir sus propias reglas morales, lo que llama autonomía. Esto significa que la razón, no los sentimientos, debe guiarnos en lo moral. Todos los seres racionales tienen una dignidad que debe respetarse, lo que significa tratar a todos como fines en sí mismos, no como medios para otros fines. Kant reconoce que somos tanto seres racionales como sensibles. A veces, nuestras inclinaciones sensibles entran en conflicto con la moralidad, pero Kant no quiere negar completamente nuestras necesidades sensibles; busca encontrar un equilibrio entre la felicidad y la virtud siempre que sea posible.

La ley moral y la voluntad

Kant comienza con la idea de que una regla moral, para ser realmente una regla, debe ser válida para todos y aplicable en todas las situaciones sin excepción. A partir de esto, se pregunta qué deben tener en común las personas para ser consideradas agentes morales bajo una regla de este tipo. Según Kant, las personas que están sujetas a una regla moral de este tipo deben tener la capacidad de entender y seguir principios morales. Esto significa que deben actuar de acuerdo con lo que consideran como una regla moral válida y necesaria. En otras palabras, la voluntad de las personas debe ser dirigida por la consideración de principios morales en todas sus acciones. El filósofo diferencia entre dos tipos de razones que guían la acción humana: las que tienen que ver con objetivos y las que son más personales. Las razones objetivas son los principios que determinan la voluntad en función de sus metas y circunstancias. Las razones personales, por otro lado, son las que nos motivan a actuar. En el ámbito moral, Kant busca identificar las razones que guiarían a la voluntad de manera universal y necesaria.

La ley moral (I): la fórmula de la ley universal

Kant explora cómo una idea de reglas morales que apliquen para todos podría guiar nuestras acciones. Argumenta que la idea de que nuestras acciones sean aceptables para todos puede servir como principio moral. El principio propuesto por Kant es: «No actúes de forma que no puedas desear que todos actúen de la misma manera». Esto se conoce como el «imperativo categórico» y funciona como una regla negativa para evaluar la moralidad de nuestras acciones. Según Kant, este principio es una base objetiva que guía nuestras acciones y se aplica a todos, independientemente de sus intereses personales. Sirve para determinar si nuestras acciones son moralmente aceptables o no. Para entender cómo funciona esto, Kant presenta el ejemplo de alguien que considera tomar un préstamo sin intención de devolverlo. Al universalizar esta máxima, se da cuenta de que si todos lo hicieran, las promesas perderían su valor. Esto revela una contradicción entre su acción y su aplicación universal. Kant diferencia entre deberes perfectos e imperfectos. Los primeros implican evitar acciones que generen contradicciones prácticas, como hacer falsas promesas.

Los segundos involucran una contradicción en la voluntad, como negarse a ayudar cuando se puede. Esto contradice la naturaleza necesitada del ser humano y constituye un deber positivo. El imperativo categórico de Kant establece un estándar objetivo para evaluar nuestras acciones, basado en la idea de que nuestras acciones deben ser aceptables para todos. Ayuda a identificar tanto las acciones que debemos evitar como aquellas que debemos hacer, proporcionando una base para la moralidad.

La ley moral (II): la fórmula de la humanidad

Kant examina dos tipos de reglas que nos guían: los «deberías» hipotéticos y el «deberías» categórico. Los «deberías» hipotéticos son reglas personales que dependen de lo que queremos lograr. Nos dicen qué hacer para alcanzar un objetivo específico. Si dejamos de perseguir ese objetivo, la regla deja de aplicarse. Estas pueden ser de dos tipos: las que nos ayudan a hacer algo en particular y las que nos llevan a buscar la felicidad. Por otro lado, el «deberías» categórico es una regla objetiva que se aplica a toda persona racional. Es incondicional y no depende de lo que queramos o de nuestras circunstancias. Kant argumenta que todos estamos obligados a seguirla sin excepción. Este «deberías» se relaciona con la idea de tratar a todos, tanto a nosotros mismos como a los demás, como seres valiosos en sí mismos y no solo como medios para nuestros propios objetivos. La idea de «humanidad», para Kant, se refiere a la capacidad racional y moral de las personas. La regla de la humanidad exige tratar a todos como seres dignos, no solo como herramientas para nuestros fines. Esto significa no usar a otros solo para nuestros propios propósitos y también ayudar a promover el bienestar y la dignidad de la humanidad en general. Kant ilustra estos conceptos con ejemplos como la promesa falsa y la falta de ayudar a los demás. En el caso de la promesa falsa, una persona usa a otra para sus propios fines sin respetar su autonomía y capacidad para tomar decisiones informadas. En cuanto a no ayudar a los demás, Kant argumenta que no solo falta al deber de no usar a las personas, sino que también incumple la obligación de promover su bienestar y desarrollo. Kant establece una diferencia entre las reglas que dependen de nuestros deseos personales y aquellas que tienen validez objetiva y moral para toda la humanidad. Su ética se basa en el respeto y la promoción de la humanidad como un fin en sí misma.

El respeto por la ley, la acción por deber y la fórmula de la autonomía

Cuando seguimos una sugerencia «si quieres» hipotética, lo hacemos porque nos interesa el resultado deseado, una inclinación o deseo. Pero cuando actuamos por deber moral, según Kant, no es por tener alguna inclinación. Actuar moralmente significa actuar por respeto a la ley en sí misma. Kant divide las acciones en cuatro tipos según su relación con la ley moral:

  1. Acción que va en contra del deber.
  2. Acción que sigue la ley moral pero motivada por intereses personales.
  3. Acción que sigue la ley moral pero impulsada por inclinaciones.
  4. Acción que sigue la ley moral no por inclinación inmediata, sino por respeto y deber.

Solo la última tiene un valor moral. Cuando actuamos por inclinación, carece de valor moral. Según Kant, la bondad moral reside principalmente en la voluntad del agente. Si hay algo bueno intrínsecamente, es una buena voluntad. La buena voluntad es buena en sí misma, incluso si no logra sus objetivos. Una buena voluntad actúa por respeto al deber, determinada solo por el deber mismo y nada más. Kant sostiene que si la acción se basa en la inclinación, carece de valor moral, independientemente de cuál sea esa inclinación. Lo crucial es que la ley moral dirija la voluntad directamente, sin depender de ninguna inclinación contingente. De estas ideas surge una tercera formulación del imperativo categórico: «Actúa como si tu voluntad fuera una ley universal». Esta formulación, conocida como la fórmula de la autonomía, trata sobre cómo la voluntad moral debe relacionarse con los fundamentos de sus acciones. Kant introduce el concepto de voluntad autónoma, que no está sujeta a la ley moral por algún interés propio, sino que se da la ley a sí misma. Esta legislación autónoma es crucial para que la voluntad esté vinculada con la ley moral de manera adecuada, ya que cualquier otro tipo de obligación sería contingente. Kant llama a esto autonomía de la voluntad.

La libertad de la voluntad y la deducción de la moralidad

Una vez explicado el contenido de la obligación moral, Kant nos debe un argumento para demostrar su existencia, su importancia y su aplicación a nosotros. Esto es lo que Kant llama una deducción de la ley moral. En términos kantianos, una deducción es una justificación de la realidad o legitimidad de un concepto. La deducción de la ley moral tiene como objetivo demostrar que podemos hacer un buen uso de la ley moral y que esta se aplica a nosotros.

La tesis de la reciprocidad

Una voluntad opera siguiendo un principio. Sin ello, sería puramente aleatoria y no constituiría una voluntad en absoluto. Una voluntad libre debe estar guiada por algún principio. El principio que guía la voluntad cuando esta actúa por influencia externa (como el deseo o la inclinación) es el imperativo hipotético. Por ende, la voluntad actúa con plena libertad solo cuando el principio que la dirige es el imperativo categórico. Una voluntad es libre si está guiada por la ley moral, y una voluntad guiada por la ley moral está libre de cualquier determinismo causal. Esta es la tesis de la reciprocidad: una voluntad libre y una voluntad sujeta a la ley moral son una y la misma cosa.

Habitar dos mundos

Para escapar de este círculo, Kant recurre a la distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Observa que incluso el entendimiento más básico debe distinguir entre los objetos tal como los experimentamos (fenómenos) y los objetos tal como son en sí mismos (noúmenos). Kant sostiene que debemos reconocer esta distinción incluso al reflexionar sobre nosotros mismos. Lo que conocemos de nosotros mismos proviene del sentido interno, pero debemos reconocer que hay algo más allá de estas observaciones internas, un «yo» que va más allá de nuestras inclinaciones y deseos. Este «yo» nouménico, según Kant, no es completamente inaccesible, ya que al reflexionar sobre nuestra capacidad racional, reconocemos que somos seres racionales y espontáneos. Por lo tanto, concluye Kant, un ser humano nunca puede concebir la causalidad de su propia voluntad de otra manera que no sea bajo la idea de la libertad. La causalidad de nuestro yo empírico es natural y determinista, pero nuestro yo intelectual es espontáneo y libre. Solo podemos pensar en su poder causal bajo la idea de libertad. La libertad de nuestro yo intelectual debe tener su propia forma de causalidad, lo que conecta el yo intelectual con la autonomía. Dado que la causalidad de nuestro yo intelectual es la causalidad de la libertad, sabemos (según la tesis de la reciprocidad) que la ley de nuestro yo espontáneo, que pertenece al mundo inteligible, debe ser la ley moral.

Además, dado que nuestro yo intelectual es la base del yo empírico, en cierto sentido, su legislación es previa y se aplica a la voluntad en general. Aunque experimentamos el conflicto entre la moralidad y la inclinación, no se trata de un conflicto entre dos legislaciones igualmente válidas. Más bien, la legislación autónoma es la legislación de la voluntad en general, constantemente desafiada por el yo empírico. Esta es la razón por la que nuestra lucha moral se manifiesta como una racionalización. Una voluntad santa sería aquella cuyas acciones se conforman automáticamente con la autonomía de la voluntad, algo solo posible para un yo intelectual. Sin embargo, nosotros, que habitamos dos mundos, experimentamos la moralidad no como una determinación automática de la voluntad, sino como una obligación o un imperativo. Dado que nuestras voluntades están separadas de la autonomía por la inclinación y el deseo, experimentamos la moralidad como una lucha o un sacrificio. La pregunta fundamental de «¿por qué debería seguir la ley moral?» todavía queda sin respuesta. Experimentamos la moral como un imperativo, y aunque Kant ha mostrado que esta voz no es una ficción, aún no ha demostrado por qué deberíamos escucharla. La pregunta sobre la motivación moral sigue abierta.

El sinvergüenza, el Faktum de la razón práctica y la horca

Kant argumenta que la conciencia moral es un hecho de la razón: somos inmediatamente conscientes de ella. Un mínimo de reflexión revela que siempre estamos comprometidos, aunque de manera imperfecta, con el principio práctico universal de la moralidad. Imaginemos a un pecador que ve la horca junto a su objeto de deseo. La amenaza de la muerte lo llevará a elegir la acción que maximice su placer para evitar la ejecución. En comparación, si un príncipe le ordena a alguien dar falso testimonio contra un hombre honesto bajo pena de muerte, este individuo considerará sacrificar su vida, aunque finalmente decida no hacerlo. En el primer caso, la elección es clara: busca su propio bienestar. En el segundo, hay un dilema moral, donde la razón práctica pura compite con la razón práctica empírica, manifestándose como un sentido de obligación. Aunque podamos ser víctimas de la debilidad moral y traicionar al hombre honesto, reconocemos lo que podríamos hacer porque reconocemos lo que deberíamos hacer: podríamos sacrificarnos por él porque es lo que debemos hacer. Debemos elegir entre la heteronomía y la autonomía. Kant describe esta elección como una encrucijada, donde decidimos someter nuestro amor propio a la ley moral o viceversa. La elección de ser moral, de actuar autónomamente, puede parecer arbitraria. De cierta manera, debe serlo, pues si apeláramos a principios externos para justificar la moralidad, ya no sería moralidad. Kant intenta mostrar a través del Faktum de la razón y el ejemplo de la horca que la elección fundamental de ser moral expresa nuestra naturaleza racional misma.

Los postulados de la razón práctica

En su libro «Crítica de la razón práctica», Kant explora cómo las ideas que la razón pura había descartado en el ámbito teórico pueden ser rescatadas como «necesidades» de la razón práctica. El primero y más evidente de estos «necesidades» es la libertad. Al igual que la crítica de la razón teórica se basaba en el Hecho de la ciencia, la reflexión práctica debe constatar otro Hecho: que los seres humanos tenemos conciencia de la ley moral. Esta conciencia moral nos lleva a pensar en nosotros mismos como libres, ya que solo tiene sentido intentar obrar bien si somos libres. Los otros dos «necesidades» surgen de la reflexión sobre las condiciones para un reino de los fines. La moralidad debe conducir a una comunidad en la que cada persona sea tratada como un fin en sí mismo. La libertad es crucial para lograr este fin, ya que sin ella, el hombre no podría iniciar acciones independientes. Sin embargo, la realización de este ideal moral requiere dos condiciones adicionales:

En primer lugar, la moralidad se nos presenta como un deber porque somos seres racionales y sensibles, lo que nos lleva a una constante lucha entre lo que debemos hacer y lo que deseamos hacer. Esta incertidumbre moral nos sitúa en una lucha constante por mejorar.

En segundo lugar, la creencia en la inmortalidad del alma es necesaria para la continuación indefinida del proceso de perfeccionamiento moral. Kant argumenta que si la vida moral se truncara prematuramente, nuestra evolución moral se vería afectada. Por lo tanto, la fe en la inmortalidad del alma es esencial para acercarse al ideal de la virtud ad infinitum. Elegir una vida libre significa priorizar el deber moral sobre la búsqueda de la felicidad. Aunque los virtuosos renuncian a la felicidad, se consideran más dignos de ella que otros. Kant describe el sumo bien como un estado en el que la virtud se ve recompensada con la felicidad, pero reconoce que esta armonía no se alcanza en la vida terrenal. Sin embargo, la vida moral requiere creer en la posibilidad del sumo bien, lo que solo puede lograrse mediante la creencia en un Dios que armonice los mundos sensibles e inteligibles. La libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son los tres “necesidade» de la razón práctica. Aunque no son demostrables teóricamente, son condiciones necesarias para la existencia moral. Estos «necesidades» permiten determinar nuestra conducta práctica y otorgan un sentido pleno a los objetos de la metafísica dentro del ámbito de la razón práctica.

KARL MARX (1818-1883)

La naturaleza humana: el hombre como homo faber

LA NATURALEZA HUMANA: EL HOMBRE COMO HOMO FABER

Marx se interesa por el individuo como el agente principal en la construcción de la sociedad, como el actor principal en la narrativa histórica. Este individuo es concreto, tangible, y su interacción con el entorno se manifiesta a través del trabajo, no de la contemplación. Para Marx, el ser humano es, ante todo, un creador. A través del trabajo, establecemos una relación con la naturaleza que no es compartida por otros seres: mientras ellos se adaptan al entorno con pautas de comportamiento inmutables, nosotros, mediante el trabajo, transformamos el medio para ajustarlo a nuestras necesidades, y al hacerlo, también nos transformamos a nosotros mismos. Dado que somos seres sociales, el trabajo humano no se realiza en aislamiento, sino en colaboración con otros. La sociedad misma es un producto histórico, surgido de la actividad autocreadora del ser humano. Cada sociedad, según Marx, emerge de un proceso histórico distinto, y por lo tanto, las relaciones sociales varían en cada una de ellas. De hecho, en cada sociedad y momento histórico, el ser humano es diferente, producto de su contexto histórico. Marx lo resumió de manera contundente: «No es el hombre quien inventa el fuego, sino que es el fuego quien inventa al hombre». Si buscamos una esencia humana, Marx diría que somos seres materiales, moldeados por nuestra vida natural y social, y que nos construimos a nosotros mismos a través del trabajo. Sin embargo, el trabajo no solo nos moldea, sino que también nos libera: es la clave de nuestra emancipación y realización como individuos, ya que nos libera del dominio de la naturaleza y nos otorga control sobre nuestra existencia. Esta última idea es crucial para entender cómo Marx analiza el trabajo en las sociedades históricas, especialmente en la sociedad capitalista. Marx observa que, bajo las condiciones existentes hasta ahora, el trabajo no ha sido un camino hacia la liberación, sino un instrumento de dominación y explotación del hombre por parte del hombre. Como resultado, históricamente, el ser humano ha vivido alienado, desconectado de su propia esencia.

El materialismo histórico: la ciencia marxista de la historia

El materialismo histórico como ciencia marxista de la historia

Para entender y abordar los problemas de alienación humana, es necesario analizar de forma científica las reglas que han guiado el funcionamiento de la producción en la sociedad a lo largo de la historia. Marx nos ofrece una herramienta para ello llamada materialismo histórico. El materialismo histórico es una forma de estudiar la historia que Marx desarrolló, la cual es diferente al enfoque que tenía Hegel. Mientras Hegel veía la historia como el desarrollo de la conciencia, Marx argumentaba que lo que realmente mueve la historia son las condiciones materiales en las que vive la gente. Marx comienza por estudiar la producción, es decir, cómo la gente produce lo que necesita. Para él, los cambios en la historia no vienen de cambios en lo que la gente piensa, sino de cómo cambia la manera en que producen lo que necesitan para vivir. A diferencia de la historia que nos cuentan sobre líderes políticos o militares, Marx pone en el centro de su análisis a las personas comunes, los que trabajan para producir lo que necesitamos. Pero también señala que cada época tiene un modo particular de producir, lo que limita lo que la gente puede hacer. Marx dice que los modos de producción cambian con el tiempo, pero no gradualmente, sino en revoluciones que surgen de contradicciones internas. Esto significa que la historia está llena de conflictos entre grupos con intereses opuestos, y cuando estos conflictos se vuelven muy fuertes, pueden llevar a cambios importantes en la sociedad. El objetivo de Marx era hacer que el estudio de la historia fuera más científico y objetivo. Quería entender cómo está estructurada la sociedad y cómo cambia a lo largo del tiempo. Para eso, se enfocaba en descubrir las leyes que explican estos cambios.

La estructura de la sociedad

Según Marx, cada periodo histórico está configurado por un tipo de producción particular. Estos tipos forman la base económica de la sociedad, también llamada infraestructura. Cada tipo de producción se caracteriza por tener ciertos recursos y establecer relaciones específicas entre ellos: – Recursos: incluyen los materiales naturales disponibles, el capital, la tecnología de la época y la fuerza laboral. Marx a menudo se refiere a la combinación de estos elementos como las fuerzas productivas. – Relaciones de producción: son los vínculos sociales que se crean para organizar el trabajo. En los sistemas históricos dados, estas relaciones implican una distribución desigual de la propiedad. Por lo tanto, definen las distintas clases sociales: una clase se define por la posición que ocupa en un determinado sistema de producción. Esta posición compartida genera intereses comunes y conflictos con otras clases. Esta infraestructura sirve como base para lo que Marx llama la superestructura de la sociedad, que incluye la cultura y las instituciones. Marx argumenta que «no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino que es la sociedad la que determina la conciencia del hombre». En otras palabras, la actividad económica influye en las ideas y valores de la sociedad, lo que se refleja en las principales formas de pensamiento y en las instituciones legales y políticas, diseñadas para favorecer los intereses de la clase dominante.

Las leyes del desarrollo histórico

Según Marx, la historia se reduce a la sucesión de diferentes maneras de organizar la producción y el trabajo. Para Marx, cómo las personas trabajan y se relacionan con los medios de producción está determinado por el nivel de tecnología alcanzado. Esto significa que las formas en que trabajamos están influenciadas por el progreso tecnológico. Cuando la forma en que trabajamos no puede aprovechar toda la tecnología disponible, se produce una crisis en el modo en


que producimos. Esto conduce a un aumento de las tensiones entre clases y puede iniciar un período de revolución. Durante este tiempo, las estructuras de poder existentes son cuestionadas y pueden surgir nuevas formas de organización económica. El punto de cambio crítico ocurre cuando las herramientas y tecnologías disponibles no pueden utilizarse completamente debido a las formas actuales de trabajo, lo que se convierte en un obstáculo para el progreso. Esto marca el inicio de un período de cambio social y conflicto, donde se evidencia la lucha entre clases. Sin embargo, Marx sostiene que la revolución solo puede ocurrir cuando la clase que tiene más poder alcance su máximo nivel y cuando surja una conciencia colectiva que desafíe las ideas dominantes. Cuando se logran cambios en la forma en que trabajamos, también cambian las ideas y creencias predominantes en la sociedad. Aunque reconoce que las ideas y la cultura tienen influencia, Marx enfatiza que la forma en que producimos, es decir, nuestras relaciones de trabajo, juega un papel fundamental en la configuración de los cambios sociales. A lo largo de la historia, estos cambios revolucionarios no han llevado a la eliminación del conflicto entre clases, sino a su reproducción en un nuevo sistema. Sin embargo, Marx sostiene la esperanza de que en el futuro se puedan eliminar todas las diferencias de clases, terminando así con el conflicto que ha impulsado el desarrollo histórico hasta ahora. Este estado, sin lucha entre clases, se conoce como comunismo.

Los modos de producción históricos en occidente

En tiempos antiguos, la sociedad estaba dominada por la autoridad del jefe de familia. En las comunidades tribales, no había conflicto entre grupos sociales, pero este modelo fue reemplazado por la necesidad de una mayor especialización en el trabajo. La sociedad esclavista se caracterizaba por la explotación del esclavo, quien trabajaba para su amo y no disfrutaba de lo que producía. De esta relación surgieron las grandes civilizaciones como la democracia en Atenas y la Roma clásica. Marx argumentó que la esclavitud fue crucial para el desarrollo de los imperios antiguos y, en su tiempo, para el ascenso de los Estados Unidos como potencia económica. La sociedad feudal se basaba en el trabajo en la tierra, propiedad de una familia noble, trabajada por siervos atados a la tierra y protegidos por el señor feudal. Los


gremios, que operaban bajo relaciones de protección y sumisión, eran las instituciones medievales que facilitaban la producción de bienes. Los trabajadores se unían a la producción a través de los gremios, en lugar de competir como en las empresas privadas capitalistas. En la sociedad capitalista, el conflicto principal era entre la clase alta (dueños de las fábricas y empresas) y el proletariado. Marx veía a la clase alta como la fuerza revolucionaria, responsable de cambiar las estructuras y valores tradicionales, ampliar las libertades individuales y generar mucha riqueza. Sin embargo, esta prosperidad se basaba en la explotación del proletariado, quienes producían bienes pero no podían disfrutarlos. La situación de los proletarios los convertía en la fuerza que eventualmente derrocaría a la clase alta en una revolución comunista.

El modo de producción capitalista

En su análisis del sistema capitalista, Marx resalta varias características clave utilizando un lenguaje más simple: Mercancías, valor de uso y valor de cambio: En la sociedad capitalista, la riqueza se mide por la acumulación de productos. Marx comienza su estudio examinando los productos, los cuales son objetos que satisfacen las necesidades humanas. Cada producto tiene un valor útil, pero también un valor de intercambio, que se determina por la cantidad de trabajo necesario para producirlo. Dinámica del mercado y ganancias: Bajo el sistema capitalista, los intercambios de productos generan valor y permiten que el capital crezca. El proceso comienza con una inversión inicial por parte del capitalista, que luego se convierte en ganancias a través de la venta de productos. Estas ganancias incluyen una cantidad extra sobre la inversión inicial, conocida como ganancia, que se obtiene a partir de la explotación del trabajo asalariado. Expansión del capital y explotación: Con la acumulación de capital y el avance tecnológico, se reduce el tiempo de trabajo necesario para producir productos. Sin embargo, esto no beneficia a los trabajadores, ya que siguen recibiendo un salario mínimo para vivir. La competencia obliga a los capitalistas a aumentar la productividad, lo que resulta en una mayor explotación de los trabajadores. Ciclos de crisis y antagonismo de clase: El desarrollo del capitalismo conduce a crisis periódicas de exceso de producción, donde la abundancia de productos provoca desempleo y cierres de


empresas. Esto agudiza el conflicto entre los dueños del capital y los trabajadores, ya que el capital se concentra en pocas manos mientras que aumenta el número de trabajadores empobrecidos. Marx argumenta que estas crisis empeoran a medida que el capitalismo se expande, intensificando las tensiones sociales.

Alienación e ideología

La alienación económica

A lo largo del tiempo, el trabajo ha sido esencial para la humanidad y se ha considerado como un medio de liberación. Sin embargo, Marx señaló que en la sociedad capitalista esta relación se ve intensificada. Según Marx, el proceso de producción capitalista aleja al trabajador de tres maneras principales: 1. Distancia del producto del trabajo: El trabajador, al crear productos, se ve reflejado en ellos. Debería sentir que lo que produce es una extensión de sí mismo y satisface sus propias necesidades. Sin embargo, al ser los productos del trabajo tomados por el dueño del negocio y convertidos en mercancías, el trabajador los percibe como ajenos, incluso opuestos a él. 2. Separación de la actividad laboral: La separación del producto del trabajo lleva al trabajador a considerar su labor como algo ajeno a su esencia. Esta desconexión se profundiza en el capitalismo debido a la especialización del trabajo, que convierte la actividad laboral en movimientos mecánicos y repetitivos. Esto impide al trabajador encontrar sentido en lo que hace, llevándolo a sentir que no se realiza en el trabajo, sino fuera de él. 3. Aislamiento de los demás: A diferencia de otros animales, los seres humanos son capaces de trabajar juntos por el bien común. Sin embargo, en la sociedad capitalista, cada individuo trabaja para sí mismo y sus necesidades, y las relaciones entre las personas parecen limitarse a intercambios comerciales, determinadas por la posesión de bienes. La alienación implica una separación del trabajador de lo que le es propio, así como una división entre acciones que originalmente van de la mano, como la producción y el consumo. Este fenómeno da lugar al fetichismo de la mercancía, donde los bienes producidos adquieren un valor mágico en el mercado. Esto conduce a la cosificación del trabajador: cuanto más produce, menos consume; cuanto más valor crea, más desvalorizado está. 


La alienación ideológica

Marx explora las distintas formas de pensamiento que justifican las estructuras sociales, considerándolas como una conciencia distorsionada que oculta las verdaderas relaciones de producción de la sociedad. Estas formas de pensamiento, en esencia, disfrazan las relaciones reales y las reemplazan con relaciones imaginarias. Esto permite que la clase dominante mantenga el control sobre la sociedad, ya que la falsa comprensión previene a las clases oprimidas de reconocer su situación real y, por ende, garantiza la perpetuación del sistema. Existen dos tipos principales de formas de pensamiento: Ideología Política: Incluye los sistemas de creencias que justifican las instituciones jurídicas y políticas de la sociedad. En las sociedades capitalistas, los Estados liberales promueven la soberanía del pueblo y la igualdad ciudadana, pero en realidad, estas son meramente formales y no se aplican en la práctica a todos los ciudadanos. El Estado, en lugar de ser un árbitro imparcial, actúa como un instrumento de opresión en manos de la clase dominante. Aunque el derecho puede tener utilidad, en sociedades basadas en la lucha de clases, las relaciones jurídicas tienden a ser opresivas e ideológicas. Ideología Filosófica y Religiosa: La filosofía y la religión funcionan como construcciones imaginarias que justifican el estado de la sociedad. La religión, en particular, es criticada por Marx como «el opio del pueblo», ya que desvía la atención de las verdaderas condiciones socioeconómicas y ofrece consuelo mediante promesas de salvación futura. Marx sostiene que la ciencia, a través del materialismo histórico y el método dialéctico, es capaz de revelar las verdaderas relaciones sociales y desenmascarar la falsa comprensión propagada por las formas de pensamiento.

La sociedad comunista

La perspectiva del materialismo histórico y la visión socialista

Marx destaca la necesidad de no solo interpretar el mundo, sino también transformarlo. El materialismo histórico, al estudiar las leyes que rigen la producción social en la historia, revela las injusticias presentes en la sociedad y señala las posibilidades de cambio. Esta teoría no solo sirve a la práctica revolucionaria, sino que en sí misma es revolucionaria al


propiciar una toma de conciencia entre las clases desfavorecidas. Sin embargo, este enfoque puede parecer en conflicto con otras ideas de Marx. Por ejemplo, la revolución no se desencadena simplemente por leyes materiales de la sociedad, sino por un cambio de conciencia. Esto sugiere una primacía de la política sobre la economía. Aunque la base del desarrollo histórico es económica, los cambios revolucionarios se manifiestan en la superestructura.

El surgimiento de la sociedad comunista

Marx ve la historia como un proceso dialéctico impulsado por la lucha de clases. Cada sistema de producción crea las condiciones para su propia superación. La contradicción entre capital y trabajo en el capitalismo, según Marx, se intensifica con el tiempo. Esto eventualmente lleva a un punto de ruptura donde el proletariado, consciente de su situación, derroca a la burguesía y establece nuevas relaciones de producción. Después de la revolución, se prevé una fase de transición conocida como la dictadura del proletariado. Durante este período, los trabajadores toman el control de los medios de producción y construyen un nuevo sistema económico. Eventualmente, el Estado se vuelve obsoleto y se suprime.

La sociedad comunista

En la sociedad comunista, los medios de producción son propiedad colectiva de los trabajadores. Se busca la igualdad y la justicia, con el lema «De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades». En esta sociedad, se elimina la explotación económica y la alienación. Los individuos tienen autoridad sobre su trabajo y participan en una variedad de actividades creativas. Las relaciones entre las personas se basan en la solidaridad y la cooperación, en lugar de la competencia.

Aunque persisten desigualdades basadas en el esfuerzo y el mérito, la propiedad privada individual surge del trabajo personal. La crítica no está en la desigualdad de ingresos, sino en su origen injusto. En resumen, la sociedad comunista representa el fin de la explotación y la realización plena del individuo a través del trabajo libre y colectivo.

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