Platón no solo defiende la inmortalidad del alma sino que también su transmigración de unos cuerpos a otros. De esta cadena de reencarnaciones solo se puede escapar liberándose de la esclavitud del cuerpo y sus pasiones, dedicándose a la autentica filosofía observando lo verdadero, lo divino y lo incuestionalbe y alimentándose de ello. Describir como es realamente la naturaleza del alma no esta al alcance de la mente humana, por eso Platón recurrirá en el dialogo Fedro al famoso mito del carro alado
El alma esta compuesta por 3 fuerzas:
– La parte racional nos diferencia de los animales y supone el elemente mas elevado, se asemeja a lo divino y es inmortal. Se localiza en el cerebro y su misino es conducir a las otras dos partes del alma. Sus virtudes son la sabiduría y la prudencia.
– La parte irascible reside en el pecho y esta emparentada con la moral, siendo fuente de pasiones nobles como la valentía. Su virtud es la fortaleza.
– La parte concupiscible es la que tiene que ver con tendencias o deseos menos controlado que los anteriores. Origina bajas pasiones como los apetitos sexuales. Su virtud debe ser la temperancia
Formas del conocimiento:
Se diferencian 3: 1) el mundo de lo que se ve, 2) el horizonte de las ideas, 3) la luz de la idea suprema: bien
El primero de ellos es la sensación a través del cual nos hace presente el mundo.Es cierto que este primer nivel de conocimiento puede ser engañoso. Sin embargo es el pirmer filtro a través del que el mundo llega hasta nosotros.
Pero en el plano en el que encontramos las ideas, el alma se hace forma de conocimiento que ya no es inmediata como la sensación. Apenas se roza el mundo exterior aunque se refiera a el
Solo en esa lucha por la verdad, a través de las opiniones se puede alcanzar el conocimiento que se expresa en la ciencia. Este saber alcanza su momento esencial en el conocimiento del bien. El bien es el objeto preeminente de un grado superior también de conocimiento, el nous, o inteligencia.
El término griego areté no encuentra una traducción muy exacta en la palabra virtud, ya que esta traducción tiene demasiadas resonancias «morales» —«hombre virtuoso», «acciones virtuosas»— que, en principio, no están en la expresión griega. Pero sí hay algo común en ambas palabras: su significado de excelencia, de mérito, de bueno, de positivo para quien lo posee. Esas cualidades se consideraron innatas en los comienzos de la cultura griega. Se tenía areté porque se era fuerte en la guerra, poderoso en la política, y esto era propio de la «aristocracia». El aristócrata, con sus hazañas, sobresalía por encima de los otros. Y de la misma manera que un buen arco es el que dispara bien la flecha, la bondad de un hombre, en la primera representación heroica de la Ilíada y la Odisea, se concentraba en la de ser un buen guerrero.
Pero en los mismos poemas donde encontramos narradas sus hazañas, descubrimos también un fondo de amistad, de generosidad, de nobleza, que va ampliando la significación originaria. La idea del hombre se sale ya del marco heroico para adquirir nuevos matices que llegarán,
con Platón, a fundarse en otros valores.
En este momento de la evolución de una palabra tan importante, Platón formula la pregunta que rompe el carácter aristocrático y exclusivista de la areté. «¿Podemos aprender la areté?» ¿Puede el ser humano mejorar su propia naturaleza? Y, si es posible, ¿qué objetivos y qué
nueva idea del hombre llevará consigo ese aprendizaje? Es cierto que, como hemos visto, los sofistas respondieron positivamente con sus enseñanzas a esta pregunta; pero en Platón el problema se planteó en otros términos.
Platón propone que el aprender determinadas formas de excelencia humana no es para dominar a los otros, sino para dominarse a sí mismo. Y este dominio supone el «conocerse a sí mismo» , tal como decía la inscripción en el templo de Apolo en Delfos. La areté radica, pues, en el conocimiento, porque, al preguntar si podemos aprender una forma de hacer mejor nuestra natural condición, tenemos que saber, en primer lugar, lo que buscamos y lo que queremos ser.
La areté puede aprenderse, pero su verdadero maestro son esos reflejos de las ideas que hay en cada alma. Platón da con esto un giro decisivo en la educación intelectual: no hay enseñanza posible si no se funda en la propia reflexión. Y ello tiene lugar «dentro» de cada individuo que elabora su lenguaje como algo «propio». Las palabras se convierten así en semillas de nuevos pensamientos cuya exactitud se mide en relación con esas «virtudes»
que, como el saber (sophía), la justicia (díke), la prudencia (sophrosyne), el valor (andreía), dan forma y contenido a nuestras acciones.