En su forma paradigmática, en filosofía, el eros de Platón, que hace del amor como deseo amoroso o pasión -tal como se entendía en el griego clásico, frente a otros sentimientos parecidos, como los designados con los términos philia, amistad, agapè, amor en general, y philantropía, o amor al hombre en general-, expresión de la tendencia fundamental y constante del hombre hacia el bien. Como este anhelo de fusión con el bien no es posible más que por vía del conocimiento, el eros es, a la vez, vehículo de paideia o educación del hombre. Platón dedica al tema del amor dos de sus diálogos: Banquete y Fedro. En el Banquete lo identifica inicialmente con el sentimiento de atracción física en que se basa el modelo de educación griega, en el amor del maestro por el discípulo, lo compara a la misma filosofía y lo personifica en la figura de Sócrates: el amor nace del deseo humano de lo bello y lo bueno (kalós kai agathós), del ansia de felicidad e inmortalidad, y en el trato con los hombres; sólo los hombres aman (no los dioses) porque Eros es hijo de Poros (recurso) y Penia (pobreza). Es, pues, carencia y deseo. Pero, porque se realiza por hombres y entre los hombres, es creador; sólo por la creación/generación, en la belleza, se alcanza la inmortalidad. Es el camino de la dialéctica en el que el conocimiento es amor, porque uno y otro nacen de la carencia y el deseo (ver texto ). En el Fedro, Platón describe el amor como locura o delirio del hombre por el conocimiento, como recuerdo o reminiscencia de un saber ya adquirido por el alma, que el hombre recupera yendo, a través de la multiplicidad de lo percibido por los sentidos, hacia la unidad de la idea o del concepto (ver texto ). Aristóteles se refiere al amor entre los hombres más como philia, amistad (de la que habla en los libros VIII y IX de Ética a Nicómaco), que como eros, aunque atribuye a todo el universo la antigua idea del amor como fuerza cósmica de los presocráticos, de Empédocles, sobre todo, según la cual la naturaleza entera ama al Primer Motor, como se ama lo que es fin y lo que es perfecto.
La filosofía griega, la platónica sobre todo, da al amor una orientación ontológica y epistemológica a la vez, según la cual se tiende al bien subsistente que es, a la vez, conocimiento. Cuando, con los estoicos y los neoplatónicos, lo anteriormente trascendente se vuelve inmanente a la naturaleza, se difunde la idea de un amor universal a todo hombre, en cuanto en todo hombre hay algo de la divinidad.
El cristianismo continúa la perspectiva ontológica del amor, porque, según la fe cristiana, «Dios es amor» (1 Jn 4, 8), pero añade al cosmopolitismo de los estoicos el amor como mandamiento por sucesos acaecidos dentro de la historia, o del tiempo. Para la Ciudad de Dios, de san Agustín, el sentido de la vida humana individual y el de toda la humanidad no es otro que la lucha o antagonismo entre dos amores: el amor a Dios y el amor a sí mismo. De esta doble dirección del amor surge la distinción medieval, entre los escolásticos, de amor de benevolencia, desinteresado, y amor de concupiscencia, egoísta, que combina la concepción ontológica del amor con un comienzo de planteamiento psicológico, predominando todavía en esta época la comprensión del amor explicado desde la causa última. La época moderna, dada ya a la investigación de las causa inmediatas de lo que sucede tanto en la experiencia externa como en la interna, entiende que el amor es un fenómeno de la conciencia que se explica desde sus causas psicológicas. Así, para Descartes, el amor es «una emoción del alma» (ver texto ) y, para Hobbes, un movimiento voluntario de la misma naturaleza que el deseo (ver texto ). Spinoza acentúa el componente racional del amor con su teoría del amor Dei intellectualis, que también puede entenderse como el amor intelectual a la naturaleza, esto es, el deseo apasionado de conocer la naturaleza: la culminación de la vida ética es la racionalidad. Unos y otros, no obstante, a diferencia de lo que sucede durante el Renacimiento que ve en el amor, por fuerza de las ideas neoplatónicas, una fuerza cósmica, acentúan el planteamiento psicológico: «el amor es una emoción, una acción unitiva de la voluntad», se lee en Las pasiones del alma (1649), de Descartes. La literatura posterior del s. XVIII y XIX construye monumentos perennes a la pasión amorosa.
Dos aportaciones actuales de notable influencia en diversos campos en la cuestión del amor son el psicoanálisis de Freud y el existencialismo de Sartre. Según Freud, junto a un instinto (pulsión) de vida, el eros, hay un instinto (pulsión) de muerte, que luego se llamó de thanatos. Aunque estos nombres sean, una vez más, simbólicos, metáforas de la vida que es mezcla de amor y muerte, con mayor precisión puede decirse que el amor es, a un tiempo, deseo y sufrimiento -como ilustran, por lo demás, tantas obras de la literatura universal -, y que las pulsiones amorosas aspiran a una eternidad y término absoluto que constantemente les es negado. Para Sartre, el amor es una empresa contradictoria condenada de antemano al fracaso. El hombre, que en el sistema de Sartre es el «ser para sí» (conciencia) es también «ser para otro». El otro aparece en el ámbito de la conciencia como alguien que contempla desde fuera nuestra propia subjetividad.
La fuerza de su mirada desconcierta y tendemos a hacer del otro un objeto de conciencia, hundíéndolo en la subjetividad, para evitar sentirnos sometidos a su mirada. Como la libertad del otro es irreductible, debemos asumir, como proyecto la idea de hacernos amar por el otro: si deseamos poseer a los demás, no basta poseer el cuerpo, hay que adueñarse de la subjetividad, es decir, del otro sujeto en cuanto ama. «Amar es, en esencia, el proyecto de hacerse amar». La empresa es imposible y siempre condenada al fracaso, porque
hacerse con la subjetividad del otro es hacerse con su libertad, y ofrecerse a la libertad del otro es constituirse en objeto, alienar la propia libertad. Es una empresa de dioses, imposible para el hombre, y por eso «el hombre es una pasión inútil».
La filosofía griega, la platónica sobre todo, da al amor una orientación ontológica y epistemológica a la vez, según la cual se tiende al bien subsistente que es, a la vez, conocimiento. Cuando, con los estoicos y los neoplatónicos, lo anteriormente trascendente se vuelve inmanente a la naturaleza, se difunde la idea de un amor universal a todo hombre, en cuanto en todo hombre hay algo de la divinidad.
El cristianismo continúa la perspectiva ontológica del amor, porque, según la fe cristiana, «Dios es amor» (1 Jn 4, 8), pero añade al cosmopolitismo de los estoicos el amor como mandamiento por sucesos acaecidos dentro de la historia, o del tiempo. Para la Ciudad de Dios, de san Agustín, el sentido de la vida humana individual y el de toda la humanidad no es otro que la lucha o antagonismo entre dos amores: el amor a Dios y el amor a sí mismo. De esta doble dirección del amor surge la distinción medieval, entre los escolásticos, de amor de benevolencia, desinteresado, y amor de concupiscencia, egoísta, que combina la concepción ontológica del amor con un comienzo de planteamiento psicológico, predominando todavía en esta época la comprensión del amor explicado desde la causa última. La época moderna, dada ya a la investigación de las causa inmediatas de lo que sucede tanto en la experiencia externa como en la interna, entiende que el amor es un fenómeno de la conciencia que se explica desde sus causas psicológicas. Así, para Descartes, el amor es «una emoción del alma» (ver texto ) y, para Hobbes, un movimiento voluntario de la misma naturaleza que el deseo (ver texto ). Spinoza acentúa el componente racional del amor con su teoría del amor Dei intellectualis, que también puede entenderse como el amor intelectual a la naturaleza, esto es, el deseo apasionado de conocer la naturaleza: la culminación de la vida ética es la racionalidad. Unos y otros, no obstante, a diferencia de lo que sucede durante el Renacimiento que ve en el amor, por fuerza de las ideas neoplatónicas, una fuerza cósmica, acentúan el planteamiento psicológico: «el amor es una emoción, una acción unitiva de la voluntad», se lee en Las pasiones del alma (1649), de Descartes. La literatura posterior del s. XVIII y XIX construye monumentos perennes a la pasión amorosa.
Dos aportaciones actuales de notable influencia en diversos campos en la cuestión del amor son el psicoanálisis de Freud y el existencialismo de Sartre. Según Freud, junto a un instinto (pulsión) de vida, el eros, hay un instinto (pulsión) de muerte, que luego se llamó de thanatos. Aunque estos nombres sean, una vez más, simbólicos, metáforas de la vida que es mezcla de amor y muerte, con mayor precisión puede decirse que el amor es, a un tiempo, deseo y sufrimiento -como ilustran, por lo demás, tantas obras de la literatura universal -, y que las pulsiones amorosas aspiran a una eternidad y término absoluto que constantemente les es negado. Para Sartre, el amor es una empresa contradictoria condenada de antemano al fracaso. El hombre, que en el sistema de Sartre es el «ser para sí» (conciencia) es también «ser para otro». El otro aparece en el ámbito de la conciencia como alguien que contempla desde fuera nuestra propia subjetividad.
La fuerza de su mirada desconcierta y tendemos a hacer del otro un objeto de conciencia, hundíéndolo en la subjetividad, para evitar sentirnos sometidos a su mirada. Como la libertad del otro es irreductible, debemos asumir, como proyecto la idea de hacernos amar por el otro: si deseamos poseer a los demás, no basta poseer el cuerpo, hay que adueñarse de la subjetividad, es decir, del otro sujeto en cuanto ama. «Amar es, en esencia, el proyecto de hacerse amar». La empresa es imposible y siempre condenada al fracaso, porque
hacerse con la subjetividad del otro es hacerse con su libertad, y ofrecerse a la libertad del otro es constituirse en objeto, alienar la propia libertad. Es una empresa de dioses, imposible para el hombre, y por eso «el hombre es una pasión inútil».