Conciencia y relativismo moral: una perspectiva crítica

Conciencia y relativismo

Postura relativista sobre la conciencia

La conciencia, según la postura relativista, sería la guardiana de «mi código moral». Factores externos combinados, tales como la educación, la presión del grupo social o religioso, los medios de comunicación, la publicidad, serían las únicas fuentes generadoras de códigos morales. La conciencia de cada cual se sirve de su «código moral» para valorar positiva o negativamente determinados comportamientos. La conciencia actúa como el «guardián del código», de tal manera que cada vez que alguien infringe el código, sufre como una descarga de malestar, que sirve como indicador de la desviación de su conducta. La desviación es relativa al código que cada cual tiene asumido, y cuanto mayor sea la exigencia del código, más fácilmente surgirá el sentimiento de culpa. El relativismo rechaza como una injerencia ilegítima la de aquellas instancias «creadoras de códigos» que tratan de inculcarlo en sus seguidores, originando así un sentimiento de culpa, que aumenta en la misma proporción en que sus seguidores no respetan el código. Así, la misma palabra «formación» irrita mucho a la mentalidad relativista, porque supone la idea de que existe una forma de ser, que la educación contribuye a realizar. Pero, desde la perspectiva clásica, educar consistía en ayudar al niño a lograr la plenitud de su forma, física, intelectual y moral. Lo contrario, lo que defiende la mentalidad relativista, es que el hombre es un ser naturalmente amorfo, capaz de cualquier género de vida. Los géneros de vida serían como los trajes, donde cada cual elige el que quiere, porque todos se consideran aptos e igualmente legítimos para vestir nuestro comportamiento, «siempre que no hagan daño a los demás».

Crítica a la noción relativista de la conciencia

Ciertamente, la conciencia es como una especie de voz interior que todos sentimos, que nos ayuda a discernir lo que está bien y lo que está mal. También es verdad que buena parte de nuestra conciencia se ha forjado por el influjo de la educación, del grupo social, etc. Y también es cierto que la conciencia se puede manipular, esto es, se puede convencer a alguien de que determinado comportamiento que nos interesa está bien o mal moralmente. Pero, el problema fundamental de este modo de entender la conciencia es que la concibe como la instancia última de la moralidad, y no la instancia próxima. La conciencia presupone una cierta idea objetiva del bien propio y ajeno.

Funciona un poco como el sentido del dolor, que nos dice que algo no va bien en nuestro organismo. Es verdad que la educación recibida nos puede ayudar a soportar dolores y a saber identificarlos. Pero los dolores no son una creación del educador, no son fruto exclusivo de la educación recibida. Responden a una necesidad objetiva del organismo, que ninguno de nosotros elige. La educación modula nuestras reacciones para que se ajusten realmente a nuestras necesidades y a las de los demás, pero no nos impone dolores. Por naturaleza, tenemos una orientación hacia el bien, hacia la plenitud de la propia forma y hacia la plenitud de los demás. Por eso el niño entiende mucho mejor el bien que el mal, porque el bien va en la línea de su dinamismo natural objetivo. Es verdad que se le puede pervertir haciéndole creer que está bien lo que está mal, hasta el punto de deformar en él la sensibilidad moral. Cuando una persona tiene tan desafinada su sensibilidad moral que hace el mal sin remordimiento, decimos que es un sádico. Si además se hace daño a sí mismo, decimos que es un sadomasoquista. La conciencia, por lo tanto, es principio próximo de valoración, no último. La misma realidad de las cosas es el principio último de valoración al cual se deberían ajustar las conciencias. Una persona buena que tenga bien ajustada su conciencia es aquella a la que le sabe mal lo que realmente está mal, y a la que le sabe bien lo que realmente está bien. Es verdad que todos los hombres tienen el deber de actuar según su conciencia, pero también tienen el deber de procurar que se ajuste a la realidad, es decir, de formarla continuamente, mediante el diálogo con otras personas, el estudio y la observación de la realidad. Por lo tanto, ser fiel a un «código ético» no basta. Hace falta que el código ético sea el apropiado. Las normas morales no son un añadido posterior al ser del hombre. Las normas morales son la expresión de su misma constitución y de las acciones que ha de realizar u omitir para alcanzar la plenitud de su forma. La moral es la que nos permite juzgar la bondad o maldad de nuestros propios sentimientos. En una persona equilibrada moralmente, los sentimientos suelen estar afinados, le sentará bien el bien, y mal el mal. Pero no es el sentimiento la medida última de la bondad o maldad. El sentimiento hay que educarlo. Por otra parte, en contra de lo que defienden muchos relativistas, que exaltan el valor de la coherencia como valor moral por excelencia, podemos decir que la coherencia con uno mismo no es de por sí un valor moral. Uno puede ser un asesino en serie, y por muy consecuente que sea, no es una buena persona, sino todo lo contrario.

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