DEMOCRACIA Y RELATIVISMO
a) Planteamiento relativista de la democracia
Actualmente son muchos los que, con Kelsen, defienden que la ausencia de una verdad absoluta, o al menos la imposibilidad de conocerla racionalmente, es el fundamento de la democracia. Sería, por tanto, la común ignorancia sobre el bien objetivo lo que funda la igual posición de todos a la hora de determinar el contenido de la ley. El único límite para establecer el contenido de la ley será el principio de mayoría y el respeto al procedimiento establecido según las reglas formales de la democracia.
b) Crítica al planteamiento relativista de la democracia
La democracia presupone valores. Para empezar, los derechos humanos. La democracia se sostiene no sólo sobre el valor de la igualdad, sino principalmente sobre la común dignidad de los hombres. Un régimen verdaderamente democrático, antes de caracterizarse por la prevalencia de la opinión mayoritaria, se define por el respeto que tiene hacia todo ser humano. La democracia, por lo tanto, no se sostiene sobre la ausencia de valores. La democracia presupone un núcleo ético no relativista, y este núcleo está formado por los derechos humanos. Estos derechos son como las fronteras de la democracia, dentro de los cuales han de jugar las mayorías, sin salirse de su respeto y promoción. Los Parlamentos pueden debatir sobre el mejor modo de protegerlos y promoverlos, pero no pueden abolirlos, so pena de renunciar a ser verdaderamente democráticos. Uno es demócrata, ante todo, en la medida en que respeta la común dignidad de todos los seres humanos.
Si en una sociedad de doce personas hay diez sádicos, ¿prescribe el consenso que los dos no sádicos deben ser torturados? O en una sociedad donde triunfa el Estado Islámico, ¿qué validez tiene el consenso respecto al asesinato en masa de los no musulmanes? El consenso sólo es legítimo cuando se funda sobre unas normas básicas sobre las que no se discute. Por eso dice Aristóteles, al tratar sobre los límites del discurso, que quien discute si se puede matar a la propia madre no merece razones sino azotes. Para entrar en el debate público, hace falta un mínimo de sensatez. No se discute sobre si hay que proteger los derechos humanos, sino sobre el mejor modo de hacerlo. Y quien diga que no hay que protegerlos, lo mejor es protegernos de él.
Si la razón queda excluida como exigencia del debate público, nada puede impedir que la mayoría intente avasallar a las minorías. El relativismo, al separar por completo la voluntad y la verdad, confía las decisiones políticas a la pura voluntad, y a un equilibrio de intereses contrapuestos. El relativismo vuelve a poner en primer plano la máxima de Hobbes: auctoritas, non veritas facit legem. Es la autoridad, el poder puro y duro, no la verdad, el único fundamento de la ley. Pero la fuerza sin razón se transforma en violencia. Da igual que sea la fuerza de la mayoría. Incluso, peor todavía, porque entonces tiene más fuerza. Puede aplicarse aquí lo que dice Tomás de Aquino sobre las pasiones no moderadas por la razón, que compara con un caballo que, si es ciego, cuanto más corre, tanto más violentamente tropieza y se daña.
La democracia, como foro de diálogo, presupone la verdad. Allí donde no hay verdad, no hay debate. Si se dan posiciones diversas que entran en confrontación dialógica, es porque se presupone que hay razones que pueden tener más peso que las demás. La opinión de muchos tiene valor, no porque sean muchos, sino porque se presume que hay más probabilidad de acierto cuando la realidad se contempla desde diferentes perspectivas. Un jurista del siglo XIII, Sinibaldo dei Fieschi, que luego fue el Papa Inocencio IV, hizo célebre la máxima latina per plures melius veritas inquiritur, la verdad se alcanza más fácilmente a través de muchos. Pero esto no significa que por ser cuatro, y no dos, tengan razón, sino que tienen más posibilidad de tenerla, presuponiendo que todos sean igualmente capaces. Por principio, la democracia vive de la confianza en la posibilidad de un entendimiento racional. Donde no hay posibilidad de argumentar sobre algo que precede y vincula la voluntad de los interlocutores, no hay más que un conflicto de exigencias y deseos, en el que se termina imponiendo el que tenga más fuerza. El debate democrático no puede consistir sólo en un mero ajustamiento y confrontación de intereses, sino en ajuste de intereses que al mismo tiempo sea búsqueda colegiada de una verdad objetiva que encauce los intereses de todos.
En las primeras líneas del De Interpretatione, Aristóteles sostiene que las lenguas que hablan los hombres son expresión de los pensamientos, y éstos, a su vez, se refieren a las cosas reales y verdaderas, que son las mismas para todos. La realidad pura y dura es el espacio común en el cual los seres humanos podemos encontrarnos y de donde surge la comunicación. La verdad es primariamente las cosas mismas en cuanto se abren al conocimiento y a la comunicación; y por relación con las cosas mismas, también se llama verdad a los pensamientos y los discursos que hablan de ellas. La palabra ―dice Aristóteles― existe para hacer manifiesto lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la familia y el Estado. En el verdadero debate intelectual no se vence a nadie, se con-vence, se vence con el interlocutor una realidad que de algún modo se resiste a ser conocida. Entre personas normales que dialogan sobre un asunto, todas tratan de conocer mejor el asunto sobre el que debaten, y si uno aporta un argumento lógico y convincente, todos lo aceptan, y quien estaba en contra, desecha el suyo, para aceptar lo que dice el otro, y esto nadie lo ve como una victoria de uno sobre el resto, sino como una ganancia para todos. El diálogo ―como bien dice José María Barrio― «es praxis cooperativa, no punitiva».
Vemos, por lo tanto, al contrario de lo que dice Kelsen, que el fundamento de la democracia no es el relativismo, sino la capacidad de verdad y de entendimiento racional entre los hombres. Es precisamente la comunidad de los valores formada y puesta de manifiesto por el discurso racional, lo que da lugar a la comunidad política y hace posible la democracia.
Cuando las normas no se pueden justificar con razones, sino sólo con la fuerza de la mayoría, los ciudadanos no encontrarán otro motivo para obedecer que el temor a la sanción. Y esto, a la postre, no sostiene ningún ordenamiento jurídico. En contra del positivismo, el Derecho no mantiene su eficacia por la amenaza de la sanción, sino porque la mayoría de los ciudadanos tienen unos criterios de base moral y religiosa, que les motivan para ser justos con los demás. Identificar como justo todo lo que dice el Derecho y reducir lo justo a lo que dice el Derecho es, además de injusto, imposible. Entre otras razones porque muy pocos conocen el contenido del derecho vigente. El humus cultural sobre el que se funda la moral es anterior y da soporte también al mismo Derecho.