II Meditación: Explorando el Pensamiento de Descartes
II MEDITACIÓN
Nos encontramos ante un fragmento de la II Meditación del filósofo René Descartes, considerado el padre del racionalismo y un filósofo idealista.
En este fragmento de las Meditaciones Metafísicas, el eje central gira en torno al famoso «cogito ergo sum» o «pienso, luego existo» formulado por Descartes. En efecto, mediante esta afirmación, el filósofo alcanza una verdad indudable y absoluta: la existencia del «yo» como entidad pensante. Asimismo, se plantea una reflexión adicional sobre la naturaleza de ese «yo», es decir, sobre qué o quién es realmente ese ser que existe.
De este modo, Descartes plantea su principal interrogante metafísico: ¿qué es el «yo»? Ahora bien, para poder ofrecer una respuesta adecuada a esta cuestión, resulta imprescindible comprender su filosofía en su totalidad, comenzando desde sus fundamentos.
La Duda Metódica y el Descubrimiento del «Yo»
Para empezar, cabe preguntarse: ¿cómo llega Descartes a la certeza de que existe un “yo”, es decir, de que él mismo existe? La respuesta se encuentra en el método de la duda metódica, una estrategia que consiste en poner en cuestión todo conocimiento previo ante la posibilidad de que no sea completamente fiable. Ahora bien, ¿por qué razón debemos dudar de lo que creemos saber? A este respecto, Descartes ofrece varias justificaciones. En primer lugar, señala que los sentidos, aunque nos permiten experimentar el mundo físico, no son totalmente dignos de confianza. En efecto, pueden engañarnos: por ejemplo, al observar un objeto desde lejos podemos interpretarlo erróneamente, o podemos percibir movimientos de forma equivocada. En segundo lugar, Descartes plantea otra razón para justificar la duda: no podemos tener la total certeza de estar despiertos, ya que los sueños pueden parecer tan reales como la vigilia. Esta imposibilidad de distinguir con claridad entre soñar y estar despierto refuerza aún más la desconfianza hacia nuestros conocimientos. Por otra parte, introduce una tercera y más radical hipótesis: la posible existencia de un genio maligno, extremadamente inteligente y poderoso, que nos engaña constantemente, haciéndonos creer en una realidad que, en verdad, podría ser completamente falsa. Frente a todas estas dudas, Descartes llega a una revelación fundamental.
Para alcanzar estas conclusiones, Descartes tuvo que pasar por un proceso de duda, es decir, tuvo que pensar. Ahora bien, si dudaba, es porque efectivamente estaba pensando; y para que exista un pensamiento, debe necesariamente existir un ser que lo produzca. De ahí deduce su célebre afirmación: “pienso, luego existo”, con la que llega a una verdad absoluta e indudable: la existencia del “yo”. Sin embargo, surge entonces una nueva cuestión: ¿qué es ese “yo” que piensa? Descartes lo define como una sustancia pensante, o res cogitans, ya que lo único de lo que el ser humano puede estar completamente seguro es de que está pensando. Ahora bien, aunque esta certeza le permite afirmar su propia existencia, no le garantiza la existencia de todo lo demás. Así pues, se enfrenta al solipsismo, la idea de que solo se puede afirmar con certeza la existencia del propio yo. No obstante, Descartes logrará superar esta postura mediante una serie de argumentos teológicos, que más adelante desarrollaremos. El “yo”, entendido como sustancia finita pensante, está constituido por ideas, que Descartes clasifica en tres tipos.
Tipos de Ideas según Descartes
- En primer lugar, encontramos las ideas adventicias, que provienen de la experiencia del mundo físico. Estas, a su vez, se dividen en externas —las que recibimos a través de los sentidos— e internas —aquellas que sentimos dentro de nosotros, como el hambre, la sed o el calor. No obstante, estas ideas no son totalmente fiables, ya que, como se ha mencionado anteriormente, todo lo que procede del mundo sensible puede inducirnos al error.
- En segundo lugar, están las ideas ficticias, originadas en la imaginación humana. Estas surgen al combinar elementos de las ideas adventicias, como ocurre con la idea de un payaso, que podría construirse a partir de la idea de un caballo y un pájaro. Dado que estas combinaciones pueden no tener una correspondencia real en el mundo, tampoco ofrecen garantías de verdad.
- Por último, se encuentran las ideas innatas, que son aquellas que no derivan del mundo sensible ni de la experiencia, sino que han estado en la mente desde el nacimiento. Estas ideas fundamentales incluyen: el pensamiento, el mundo y Dios. En este contexto, el mundo es concebido como res extensa, es decir, la sustancia física, mientras que Dios es la res infinita, una sustancia perfecta cuya existencia Descartes intentará demostrar más adelante mediante argumentos de carácter teológico.
Argumentos Teológicos y la Superación del Solipsismo
Entre los argumentos teológicos que Descartes retoma para demostrar la existencia de Dios, destaca en primer lugar el argumento ontológico formulado por San Anselmo. Este sostiene que, al pensar en Dios, concebimos un ser infinito y absolutamente perfecto. Ahora bien, si intentamos imaginar algo aún más perfecto que Dios, no logramos concebirlo, ya que nuestra mente no puede ir más allá de esa perfección. Esto implica que Dios, al ser el ser más perfecto imaginable, debe necesariamente existir, pues la perfección máxima no sería tal si careciera de existencia. En segundo lugar, Descartes se apoya en el argumento de San Agustín, según el cual el ser humano posee una idea innata de Dios, es decir, una idea de un ser perfecto e infinito que no ha sido adquirida por experiencia. Por tanto, si dicha idea está presente en nosotros desde el nacimiento, es porque ha sido impresa en nuestra mente por un ser que realmente posee esas cualidades: Dios. A esto se suma un tercer argumento, más filosófico que teológico, que responde a la necesidad de superar el solipsismo. ¿Cómo escapar de la duda constante —como la hipótesis del genio maligno— y afirmar la existencia del mundo exterior? Aquí es donde entra en juego la naturaleza de Dios. Si aceptamos que Dios es un ser bondadoso y perfecto, no podría permitir que vivamos eternamente engañados. Por lo tanto, el mundo físico, la res extensa, debe existir realmente. Así, se establece un orden jerárquico de realidades: en primer lugar, Dios como ser supremo; en segundo lugar, el mundo como creación verdadera; y por último, el yo como sujeto pensante que accede al conocimiento a través de Dios. Una vez aclarada la existencia del yo, del mundo y de Dios, Descartes se enfrenta a nuevos interrogantes fundamentales. En primer lugar, surge la cuestión de cómo coexisten el cuerpo y el alma. Según el filósofo, ambas sustancias —la res cogitans (alma) y la res extensa (cuerpo)— interactúan a través de un punto concreto del cerebro: la glándula pineal. Sin embargo, este argumento resultó poco convincente para muchos pensadores posteriores, ya que no logra explicar satisfactoriamente cómo se relacionan dos sustancias de naturaleza tan distinta. De hecho, esta conexión sigue siendo objeto de debate y de duda incluso hoy en día.
Por otro lado, Descartes también se plantea el problema de la libertad humana. Si asumimos que el mundo está regido por leyes físicas y mecánicas inalterables, ¿somos realmente libres? Y en caso de que lo seamos, ¿cómo podemos ser moralmente responsables de nuestras acciones? Ante estas preguntas, Descartes ofrece una respuesta clara: la libertad reside en la capacidad de dudar. Es decir, sin libertad de pensamiento no podría existir la duda, y si no hay duda, no se puede afirmar la existencia del “yo”. Por tanto, la libertad es una condición necesaria para la propia existencia y para el ejercicio de la razón. Para concluir, es importante señalar cuál es la finalidad última de la filosofía de Descartes. Su proyecto filosófico no se limita a resolver dudas metafísicas, sino que busca establecer un conocimiento certero, verdadero y evidente, que sea absolutamente indudable. ¿Con qué objetivo? Alcanzar, en última instancia, la felicidad humana, entendida como el resultado de vivir guiados por la razón y la verdad. Con este propósito, Descartes establece una serie de reglas universales del método que permitan llegar a ese conocimiento firme.
Reglas del Método Cartesiano
- En primer lugar, la regla de la evidencia, que nos exige aceptar únicamente aquello que se presente a la mente de forma clara y distinta, sin lugar a dudas.
- En segundo lugar, la regla del análisis, mediante la cual descomponemos las ideas complejas en partes más simples para entenderlas mejor.
- A continuación, la regla de la síntesis, que consiste en reconstruir el conocimiento desde los elementos más sencillos hasta los más complejos, siguiendo un orden lógico.
- Y, por último, la regla de la enumeración, que consiste en revisar meticulosamente todo el proceso para asegurarnos de no haber omitido nada.
En la actualidad, es posible continuar planteando el problema de Descartes, con el fin de alcanzar nuevas conclusiones. Para ello, se podría, por un lado, evitar seguir un enfoque idealista y, por otro, procurar que la conclusión o las conclusiones resulten más exactas y rigurosas.
Descartes y Hume: Un Paralelo Idealista
Por otra parte, se puede establecer un paralelo entre Descartes y Hume, dos pensadores idealistas, aunque claramente distintos entre sí. En efecto, Descartes es un filósofo racionalista que deposita su confianza únicamente en la razón; en cambio, Hume adopta una postura empirista, basándose exclusivamente en las experiencias sensibles para alcanzar el conocimiento. Ahora bien, en este pasaje de Descartes se hace evidente su idealismo, rasgo que comparte con Hume; sin embargo, la vía que cada uno propone para llegar al conocimiento difiere notablemente. Así, Descartes sostiene la existencia de las ideas innatas, mediante las cuales busca demostrar la existencia de Dios, del mundo, entre otros. Por el contrario, Hume rechazaría esta noción, dado que, si para él la única fuente del conocimiento son los sentidos y las experiencias sensibles, entonces las ideas innatas, entendidas como espontáneas y no derivadas de la experiencia, no tendrían cabida.