Apariencia y realidad ¿Hay en el mundo algún conocimiento tan cierto que ningún hombre razonable pueda dudar de él? Este problema, que a primera vista podría no parecer difícil, es, en realidad, uno de los más difíciles que cabe plantear. Cuando hayamos examinado los obstáculos que entorpecen el camino de una respuesta directa y segura, nos veremos lanzados de lleno al estudio de la filosofía —puesto que la filosofía es simplemente el intento de responder a tales problemas finales, no de un modo negligente y dogmático, como lo hacemos en la vida ordinaria y aun en el dominio de las ciencias, sino de una manera crítica, después de haber examinado lo que hay de embrollado en ellos, y suprimido la vaguedad y la confusión que hay en el fondo de nuestras ideas habituales. En la vida diaria aceptamos como ciertas muchas cosas que, después de un análisis más riguroso, nos aparecen tan llenas de evidentes contradicciones, que sólo un gran esfuerzo de pensamiento nos permite saber lo que realmente nos es lícito creer. En la indagación de la certeza, es natural empezar por nuestras experiencias presentes, y, en cierto modo, no cabe duda que el conocimiento debe ser derivado de ellas. Sin embargo, cualquier afirmación sobre lo que nuestras experiencias inmediatas nos dan a conocer tiene grandes probabilidades de error. En este momento me parece que estoy sentado en una silla, frente a una mesa de forma determinada, sobre la cual veo hojas de papel manuscritas o impresas. Si vuelvo la cabeza, observo, por la ventana, edificios, nubes y el Sol. Creo que el Sol está a unos ciento cincuenta millones de kilómetros de la Tierra; que, a consecuencia de la rotación de nuestro planeta, sale cada mañana y continuará haciendo lo mismo en el futuro, durante un tiempo indefinido. Creo que si cualquiera otra persona normal entra en mi habitación verá las mismas sillas, mesas, libros y papeles que yo veo, y que la mesa que mis ojos ven es la misma cuya presión siento contra mi brazo. Todo esto parece tan evidente que apenas necesita ser enunciado, salvo para responder a alguien que dudara de que puedo conocer en general algo. Sin embargo, todo esto puede ser puesto en duda de un modo razonable, y requiere en su totalidad un cuidadoso análisis antes de que podamos estar seguros de haberlo expresado en una forma totalmente cierta. Para allanar las dificultades, concentremos la atención en la mesa. Para la vista es oblonga, oscura y brillante; para el tacto pulimentada, fría y dura; si la percuto, produce un sonido de madera. Cualquiera que vea, toque la mesa u oiga dicho sonido, convendrá en esta descripción, de tal modo que no parece pueda surgirdificultad alguna; pero desde el momento en que tratamos de ser más precisos empieza la confusión. Aunque yo creo que la mesa es «realmente» del mismo color en toda su extensión, las partes que reflejan la luz parecen mucho más brillantes que las demás, y algunas aparecen blancas a causa de la luz refleja. Sé que si yo me muevo, serán otras las partes que reflejen la luz, de modo que cambiará la distribución aparente de los colores en su superficie. De ahí se sigue que si varias personas, en el mismo momento, contemplan la mesa no habrá dos que vean exactamente la misma distribución de colores, puesto que no puede haber dos que la observen desde el mismo punto de vista, y todo cambio de punto de vista lleva consigo un cambio en el modo de reflejarse la luz. Para la mayoría de los designios prácticos esas diferencias carecen de importancia, pero para el pintor adquieren una importancia fundamental: el pintor debe olvidar el hábito de pensar que las cosas aparecen con el color que el sentido común afirma que «realmente» tienen, y habituarse, en cambio, a ver las cosas tal como se le ofrecen. Aquí tiene ya su origen una de las distinciones que causan mayor perturbación en filosofía, la distinción entre «apariencia» y «realidad», entre lo que las cosas parecen ser y lo que en realidad son. El pintor necesita conocer lo que las cosas parecen ser; el hombre práctico y el filósofo necesitan conocer lo que son; pero el filósofo desea este conocimiento con mucha más intensidad que el hombre práctico, y le inquieta mucho más el conocimiento de las dificultades que se hallan para responder a esta cuestión. Volvamos a la mesa. De lo establecido resulta evidentemente que ningún color parece ser de un modo preeminente el color de la mesa, o aun de una parte cualquiera de la mesa; ésta parece ser de diferentes colores desde puntos de vista diversos, y no hay razón alguna para considerar el color de alguno de ellos como más real que el de los demás. Sabemos igualmente que aun desde un punto de vista dado, el color parecerá diferente, con luz artificial, o para un ciego para el color, o para quien lleve lentes azules, mientras que en la oscuridad no habrá en absoluto color, aunque para el tacto y para el oído no haya cambiado la mesa. Así, el color no es algo inherente a la mesa, sino algo que depende de la mesa y del espectador y del modo como cae la luz sobre la mesa. Cuando en la vida ordinaria hablamos del color de la mesa, nos referimos tan sólo a la especie de color que parecerá tener para un espectador normal, desde el punto de vista habitual y en las condiciones usuales de luz. Sin embargo, los colores que aparecen en otras condiciones tienen exactamente el mismo derecho a ser considerados como reales; por tanto, para evitar todo favoritismo nos vemos obligados a negar que, en sí misma, tenga la mesa ningún color particular.Lo mismo puede decirse de la estructura del material. A simple vista se pueden ver sus fibras, pero al mismo tiempo la mesa aparece pulida y lisa. Si la miráramos a través del microscopio veríamos asperezas, prominencias y depresiones, y toda clase de diferencias, imperceptibles a simple vista. ¿Cuál es la mesa «real»? Nos inclinamos, naturalmente, a decir que la que vemos a través del microscopio es más real. Pero esta impresión cambiaría, a su vez, utilizando un microscopio más poderoso. Por tanto, si no podemos tener confianza en lo que vemos a simple vista, ¿cómo es posible que la tengamos en lo que vemos por medio del microscopio? Así, una vez más nos abandona la confianza en nuestros sentidos, por la cual hemos empezado. La figura de la mesa no nos da mejor resultado. Tenemos todos la costumbre de juzgar de las formas «reales» de las cosas, y lo hacemos de un modo tan irreflexivo que llegamos a imaginar que vemos en efecto formas reales. Sin embargo, de hecho —como tenemos necesidad de aprender si intentamos dibujar—, una cosa ofrece aspectos diferentes según el punto de vista desde el cual se la mire. Aunque nuestra mesa es «realmente» rectangular, parecerá tener, desde casi todos los puntos de vista, dos ángulos agudos y dos obtusos; aunque los lados opuestos son paralelos, parecerá que convergen en un punto alejado del espectador; aunque son de longitud, el más inmediato parecerá el más largo, no se observan comúnmente estas cosas al mirar la mesa, porque la experiencia nos ha enseñado a construir la forma «real» con la forma aparente, y la forma «real» es lo que nos interesa como hombres prácticos. Pero la forma «real» no es lo que vemos; es algo que inferimos de lo que vemos. Y lo que vemos cambia constantemente de formas cuando nos movemos alrededor de la habitación; por tanto, aun aquí, los sentidos no parecen darnos la verdad acerca de la mesa, sino tan sólo sobre la apariencia de la mesa. Análogas dificultades surgen si consideramos el sentido del tacto. Verdad es que la mesa nos da siempre una sensación de dureza y que sentimos que resiste a la presión. Pero la sensación que obtenemos depende de la fuerza con que apretamos la mesa y también de la parte del cuerpo con que la apretamos; así, no es posible suponer que las diversas sensaciones debidas a la variación de las presiones o a las diversas partes del cuerpo revelan directamente una propiedad de de la mesa, sino, a lo sumo, que son signos de alguna propiedad, que tal vez causa todas las sensaciones, pero que no aparece, realmente, en ninguna de ellas. Y lo mismo puede aplicarse, todavía con mayor evidencia, a los sonidos que obtenemos golpeando sobre la mesa. Así, resulta evidente que la mesa real, si es que realmente existe, no es la misma que experimentamos directamente por medio de la vista, el oído o el tacto. La mesa real, si es que realmente existe, no es, en absoluto, inmediatamente conocida,sino que debe ser inferida de lo que nos es inmediatamente conocido. De ahí surgen, a la vez, dos problemas realmente difíciles; a saber: 1º ¿Existe en efecto una mesa real?; 2º En caso afirmativo ¿qué clase de objeto puede ser? Para examinar estos problemas nos será de gran utilidad poseer algunos términos simples cuyo significado sea preciso y claro. Daremos el nombre de datos de los sentidos a lo que nos es inmediatamente conocido en la sensación: así, los colores, sonidos. Olores, durezas, asperezas, etc. Daremos el nombre de sensación a la experiencia de ser inmediatamente conscientes de esos datos. Así, siempre que vemos un color, tenemos la sensación del color, pero el color mismo es un dato de los sentidos, no una sensación. El color es aquello de que somos inmediatamente conscientes, y esta conciencia misma es la sensación. Es evidente que si conocernos algo acerca de la mesa, es preciso que sea por medio de los datos de los sentidos —color oscuro, forma oblonga, pulimento, etc.— que asociamos con la mesa; pero por las razones antedichas, no podemos decir que la mesa sea los datos de los sentidos, ni aun que los datos de los sentidos sean directamente propiedades de la mesa. Así, suponiendo que haya una mesa, surge el problema de la relación de los datos de los sentidos con la mesa real. A la mesa real, si es que existe, la denominaremos un «objeto físico». Por tanto, hemos de considerar la relación de los datos de los sentidos con los objetos físicos. El conjunto de todos los objetos físicos se denomina «materia». Así, nuestros dos problemas pueden ser planteados de nuevo del siguiente modo: 1º¿Hay, en efecto, algo que se pueda considerar como materia? 2º En caso afirmativo ¿cuál es su naturaleza? El primer filósofo que puso de relieve las razones para considerar los objetos inmediatos de nuestros sentidos como no existiendo independientemente de nosotros fue el obispo Berkeley (1685-1753). Sus Tres diálogos de Hilas y Filonous, contra los escépticos y ateos, se proponen probar que no hay en absoluto nada que pueda dominarse materia, y que el mundo no consiste en otra cosa que en espíritus y sus ideas. Hilas ha creído hasta ahora en la materia, pero no puede competir con Filonous, que le lleva implacablemente a contradicciones y paradojas y da, al fin, a su negación de la materia casi la apariencia de algo de sentido común. Los argumentos que emplea son de valor muy desigual: algunos, importantes y vigorosos; otros, confusos y sofísticos. Pero a Berkeley corresponde el mérito de haber mostrado que la existencia de la materia puede ser negada sin incurrir en el absurdo, y que si algo existe independientemente de nosotros no puede ser objeto inmediato de nuestras sensaciones. Dos problemas van envueltos en la pregunta de si existe la materia, y, esimportante ponerlos en claro. Entendemos comúnmente por materia algo que se opone al espíritu, algo que concebimos como ocupando un espacio y radicalmente incapaz de cualquier pensamiento o conciencia. Principalmente en este sentido, niega Berkeley la materia; es decir, no niega que los datos de los sentidos, que recibimos comúnmente como signos de la existencia de la mesa, sean realmente signos de la existencia de algo independiente de nosotros, pero sí que este algo sea no mental, esto es, que no sea ni un espíritu ni ideas concebidas por algún espíritu. Admite que algo debe continuar existiendo cuando salimos de la habitación o cerramos los ojos, y que lo que denominamos ver la mesa nos da realmente una razón para creer que algo persiste aun cuando nosotros no lo veamos. Pero piensa que este algo no puede ser, en su naturaleza, radicalmente diferente de lo que vemos, ni puede ser absolutamente independiente de toda visión, aunque lo deba ser de nuestra vista. Así es llevado a considerar la mesa «real» como una idea en el espíritu de Dios. Tal idea tiene la requerida permanencia e independencia de nosotros, sin ser —como sería de otro modo la materia— algo completamente incognoscible, en el sentido de que podría ser sólo inferida, nunca conocida de un modo directo e inmediato. Otros filósofos, a partir de Berkeley, han sostenido que, aunque la mesa no dependa, en su existencia, del hecho de ser vista por mí, depende del hecho de ser vista (o aprehendida de alguna otra manera por la sensación) por algún espíritu —no necesariamente el espíritu de Dios, sino más a menudo el espíritu total colectivo del universo—. Sostienen esto, como lo hace Berkeley, principalmente porque creen que nada puede ser real —o en todo caso, nada puede ser conocido como real— salvo los espíritus, sus pensamientos y sentimientos. Podemos presentar como sigue el argumento en que fundan su opinión: «Todo lo que puede ser pensado, es una idea en el espíritu de la persona que lo piensa; por lo tanto, nada puede ser pensado excepto las ideas en los espíritus: cualquiera otra cosa es inconcebible, y lo que es inconcebible no puede existir». En mi opinión tal argumento es falso: e indudablemente los que lo sostienen no lo exponen de un modo tan breve y tan crudo. Pero, válido o no, el argumento ha sido ampliamente desarrollado en una forma o en otra, y muchos filósofos, tal vez la mayoría de ellos, han sostenido que no hay nada real, salvo los espíritus y sus ideas. Tales filósofos se denominan «idealistas». Cuando tratan de explicar la materia, dicen, o como Berkeley, que la materia no es otra cosa que una colección de ideas, o como Leibniz (1646-1716), que lo que aparece corno materia es, en realidad, una colección de espíritus más o menos rudimentarios. Pero aunque estos filósofos nieguen la materia como opuesta al espíritu, sin embargo, en otro sentido, admiten la materia. Recordemos los dos problemas quehemos planteado, a saber: 1º ¿Existe, en efecto, una mesa real? 2º En caso afirmativo ¿qué clase de objeto puede ser? Ahora bien: Berkeley y Leibniz admiten que hay una mesa real, pero Berkeley dice que consiste en ciertas ideas en el espíritu de Dios, y Leibniz afirma que es una colonia de almas. Así, ambos responden afirmativamente al primero de nuestros problemas y sólo divergen sus opiniones de las del común de los mortales en la contestación al segundo problema. De hecho, casi todos los filósofos parecen convenir en que existe una mesa real; casi todos convienen en que, aunque los datos de los sentidos —color, forma, pulimento, etc.— dependan en algún modo de nosotros, sin embargo, su presencia es un signo de algo que existe independientemente de nosotros, algo que difiere, tal vez, completamente de nuestros datos de los sentidos y que, no obstante, debe ser considerado como la causa delos datos de los sentidos siempre que nos hallemos en una relación adecuada con la mesa real. Ahora bien; es evidente que este punto, en el cual los filósofos están de acuerdo —la opinión de que existe una mesa real —, sea cual fuere su naturaleza, es de importancia vital y vale la pena de considerar las razones de esta aceptación, antes de pasar al problema ulterior, sobre la naturaleza de la mesa real. Por consiguiente, nuestro capítulo inmediato será consagrado a las razones para suponer que existe, en efecto, una mesa real. Antes de proseguir adelante, bueno será, por el momento, considerar lo que hemos descubierto hasta aquí. Nos hemos percatado de que si tomamos un objeto cualquiera, de la clase que suponemos conocer por los sentidos, lo que los sentidos nos dicen inmediatamente no es la verdad acerca del objeto tal como es aparte de nosotros, sino solamente la verdad sobre ciertos datos de los sentidos, que, por lo que podemos juzgar, dependen de las relaciones entre nosotros y el objeto. Así, lo que vemos y tocamos directamente es simplemente una «apariencia», que creemos ser el signo de una «realidad» que está tras ella. Pero si la realidad no es lo que aparenta ¿tenemos algún medio de conocer si en efecto existe una realidad? Y en caso afirmativo ¿tenemos algún medio para descubrir en qué consiste? Tales preguntas son desconcertantes, y es difícil saber si no son ciertas aun las más raras hipótesis. Así, nuestra mesa familiar, que generalmente sólo había despertado en nosotros ideas insignificantes, aparece ahora como un problema lleno de posibilidades sorprendentes. Lo único que sabemos de ella es que no es lo que aparenta. Más allá de este modesto resultado, tenemos la más completa libertad conjetural. Leibniz afirma que es una comunidad de almas; Berkeley dice que es una idea en el espíritu de Dios; la grave ciencia, no menos maravillosa, nos dice que es una colección de cargas eléctricas en violenta agitaciónEntre estas sorprendentes posibilidades, la duda sugiere que acaso no existe en absoluto mesa alguna. La filosofía, si no puede responder a todas las preguntas que deseamos, es apta por lo menos para proponer problemas que acrecen el interés del mundo y ponen de manifiesto lo raro y admirable que justamente bajo la superficie se oculta, aun en las cosas más corrientes de la vida cotidiana.