Como se mencionó previamente, del ejercicio de la fuerza bruta no puede emanar ninguna ley justa (Kant, Rousseau…). Lo mismo sucede cuando el contrato social se establece entre una sola parte consigo misma, sin contar con la otra (por ejemplo, entre todos los hombres, excluyendo a las mujeres). Según la teoría formulada por Carole Pateman (profesora de Filosofía en la Universidad de Sidney, Australia), el origen de la discriminación sexual histórica en casi todas las culturas se explicaría, desde hace milenios, por la imposición de un pacto entre los hombres, quienes se empiezan a tratar como hermanos libres e iguales (pacto de fraternidad) para salir de la barbarie.
Este pacto, al excluir a las mujeres por el hecho de serlo, las discrimina por su sexo, que es algo biológico y no social. Si partimos de que una simple cuestión biológica (el sexo de nacimiento) está determinando nuestros derechos como seres libres e iguales, entonces se trata de un contrato sexual.
El Ámbito Público y Privado
Este contrato sexual presupone que el espacio público, aquel donde las personas desarrollamos nuestros derechos y deberes ciudadanos, nuestro trabajo remunerado, etc., —el estado civil, en suma— pasa a ser un ámbito exclusivamente de hombres libres. La mujer queda poco a poco relegada al ámbito de lo privado, al mundo doméstico (la casa, la familia, los hijos, la ausencia de derechos…). Este proceso se fue realizando durante mucho tiempo, hasta que se terminó aceptando como algo “natural” cuando, realmente, fue impuesto por la práctica social diaria y por las normas, pactos y leyes que favorecían la discriminación.
La Polis Griega y la Exclusión de la Mujer
Recordemos que, para Aristóteles, la polis era el lugar del hombre libre. La mujer y el esclavo, al ser excluidos de la polis, se quedan sin voz, sin voto y sin representación política. Tienen deberes y obligaciones domésticas, pero no tienen derechos de ciudadanía. Las labores domésticas de mujeres y esclavos eran entonces las más desdeñosas, las menos nobles. No eran seres libres, ni podían votar, ni participar en los asuntos de la polis, ni en las asambleas de una Atenas con más de 400.000 habitantes y sólo 20.000 hombres libres.
Las Leyes Medo-Asirias y el Velo
Mucho tiempo antes de que naciera Aristóteles, en el viejo imperio medio-asirio surgían las primeras legislaciones importantes de la historia de nuestro planeta. Igual que hoy en día se impone llevar un velo o un burka a las mujeres en algunos países integristas, en las viejas leyes medio-asirias ya se imponía el velo para las mujeres casadas y sus hijas. El velo era indicativo de que estas mujeres eran “intocables” porque el matrimonio con un hombre las hacía respetables. Por sí mismas no eran seres respetables ni tenían derechos de ningún tipo. La imposición del velo a las mujeres en las viejas leyes medo-asirias era un elemento diferenciador (jerarquizador), según el estatus social que adquirían gracias al matrimonio.
“La esposa, la concubina o la hija virgen velada era visiblemente reconocible por cualquier hombre como mujer bajo la protección de otro hombre. Por tanto, era inviolable e inviolada. A la inversa, la mujer sin velo quedaba registrada como desprotegida y por consiguiente era un bonito juguete para cualquier hombre… El artículo 40 de las Leyes Medo-Asirias institucionaliza un orden jerárquico entre las mujeres (…) el tema de clasificar a las mujeres en respetables y no respetables se ha convertido en una cuestión de estado” (Gerda Lerner, 1993: La creación del patriarcado).
El Legado del Contrato Sexual
No es de extrañar que tanto tiempo después, ya en época de Aristóteles o Platón, el contrato sexual impuesto desde hacía siglos estuviera en pleno apogeo, pues ya había convertido un simple hecho biológico (nacer hombre o mujer) en una cuestión legal que determinaba que alguien pudiera estudiar, tener un empleo, votar en las elecciones o ser respetado.
Ni siquiera los grandes legisladores atenienses (Solón, Pericles…), ni los líderes más revolucionarios (Napoleón), se percataron de esta situación de injusticia.
A su vez, el estado social, tal como lo hemos estudiado en todos los autores, se fue alejando de su propósito original (lograr la paz, la justicia o la moral), convirtiéndose en una fuente de esclavitud, desigualdad, xenofobia y guerra.
La Persistencia de la Discriminación
Incluso Kant cometió el error de excluir del voto a las mujeres y a los asalariados (1793, Sobre el tópico… y 1797: Metafísica de las Costumbres). Ello evidencia el enorme esfuerzo que nos cuesta a las personas —hombres y mujeres— desprendernos de los estereotipos sociales, de los prejuicios, de las falsas creencias y de la ignorancia, pues es evidente que aquellos filósofos y legisladores, a pesar de su talla intelectual, llegaron a considerar que la libertad, la igualdad y la ciudadanía dependían del sexo de las personas (que es algo biológico y no cultural) o de nuestro grado de riqueza. Desprendernos de estas falsas creencias, como nos enseña Platón, significa huir del conocimiento dóxico y aparente de las cosas, romper las cadenas de nuestra propia ignorancia y aprender a llegar al fondo de las cosas. Intentar ver lo esencial y no fiarnos de las apariencias cotidianas.