El hombre como imagen de Dios

Introducción

S. Agustín (354-430) vive en el momento en el que se desmorona el Imperio Romano Occidental, amenazado desde fuera por los pueblos bárbaros y desde dentro por una intensa crisis política, económica y social. Es el representante más destacado de la Patrística y tiene una gran influencia en el pensamiento medieval. Sus grandes preocupaciones fueron Dios y el alma, que el hombre libre y con una voluntad firme pueda llegar a Dios.

El conocimiento: la introspección y la teoría de la iluminación

Desarrollo

La teoría del conocimiento agustiniana, como en general su filosofía, resulta ser una síntesis de elementos cristianos y neoplatónicos. En cuanto cristiano presenta la verdad a partir de la revelación, desde lo que sabemos por fe. Por otro lado, dice como Platón que la verdad está en el interior del hombre, aunque rechaza la teoría de la reminiscencia como explicación de esa presencia, sustituyéndola por la de la iluminación divina. Las nociones básicas de esta teoría son, pues, las de “introspección”, iluminación” y “verdades eternas”. Veámoslo.

Para el cristianismo la verdad no es el resultado de los logros de la razón, sino de la revelación. Este problema será central en la filosofía escolástica y hasta la eclosión de la filosofía moderna la razón será puesta al servicio de la fe y la filosofía quedará supeditada a la teología. El debate entre el papel que deben jugar la fe y la razón seguirá presente hasta nuestros días.

En San Agustín no es posible encontrar una demarcación clara entre la razón y la fe, ni parece preocuparle, todavía, este problema. Para él, la verdad es la verdad de la fe. La razón, sin embargo no queda excluida, su función consiste en complementar a aquélla. Fe y razón son así fuentes de conocimiento verdadero, aunque diferentes. La razón, como le ocurríó a él mismo, puede aproximarnos a aceptar los contenidos de la fe. Pero es la fe quien nos permite ver con claridad las verdades que aún no pueden comprenderse. Una vez aceptadas esas verdades, la fe orienta la investigación de la razón y ésta puede contribuir al esclarecimiento de lo que ya creemos por fe. Consecuentemente, y al contrario de otros autores cristianos, en especial los de la Escolástica, Agustín no hace problema de las relaciones entre razón y fe, sino que éstas se complementan.

Como para él la felicidad humana se encuentra en la contemplación de la Verdad, que es la verdad cristiana, y en vivir de acuerdo a ella, toda su vida se mostró como alguien que persigue incansablemente el conocimiento. Y la primera batalla la libra contra el escepticismo (postura filosófica que mantiene la imposibilidad del conocimiento afirmando que de todo es posible dudar). Agustín, que durante una época anterior a su conversión al cristianismo fue escéptico, comienza su teoría del conocimiento combatíéndolo. En una reflexión que recuerda lo que siglos más tarde dirá Descartes, advierte que aunque me engañe, “si me engaño, existo”.

La búsqueda de la verdad no se detiene en esta primera certeza. Descubrimos verdades eternas, ideas que son absolutas e inmutables (por ejemplo, las ideas y verdades matemáticas). Éstas no pueden tener su origen en el conocimiento de los objetos sensibles, pues son inmutables y lo sensible siempre está cambiando, sino que las encontramos en el interior del hombre, en la intimidad de la conciencia. Las descubrimos mediante la introspección, mediante la autorreflexión: “no salgas fuera, vuélvete a ti mismo; la verdad habita en tu interior”.

Pero aunque las descubrimos en el alma, tampoco pueden tener su origen en ella, pues son superiores al alma, que simplemente las descubre y ha de aceptarlas1. Nuestra alma es de naturaleza contingente y mudable, mientras que estas verdades son necesarias e inmutables. ¿Cómo han llegado al alma, entonces, tales verdades? Platón resolvía un problema semejante (el problema de cómo está en nosotros el conocimiento de las Ideas absolutas) mediante la teoría de la reminiscencia: a través de la investigación recordamos el conocimiento de las Ideas adquirido en una existencia anterior. Pero San Agustín, que como cristiano no acepta que el alma tenga esa existencia previa, explica el que el alma humana conozca alguna de esas verdades por una iluminación divina. Su origen está en Dios mismo, quien las ha puesto en el alma humana. Y lo que nos permite conocer tales verdades es la acción Dios, que ilumina nuestras almas: Dios actúa como un sol que ilumina nuestras mentes.

Por otro lado, la constatación de la naturaleza mutable del hombre y la presencia en el ama de verdades inmutables y necesarias constituye una verdadera prueba racional de la existencia de Dios, ya que el fundamento de tal verdad no puede ser nuestra alma mudable, sino la mente divina2.

De lo expuesto se deduce que existen al menos dos niveles de conocimiento: 1/ La forma más alta de conocimiento que le cabe al hombre en esta vida, la sabiduría (sapientia) que consiste en la contemplación de las Ideas o verdades absolutas. 2/ La forma más baja de conocimiento, que sería la que nos proporcionan las sensaciones, el conocimiento sensible, que no es propiamente conocimiento y que el hombre comparte con los animales. 3/ Pero, entre ambas, existe una forma intermedia de conocimiento en la que el alma juzga (emite juicios) los objetos sensibles y los compara con su conocimiento de las Ideas Eternas; éste es el nivel del conocimiento racional que S. Agustín llama ciencia (scientia), pero que, en la medida en que supone el uso de los sentidos y se refiere a objetos sensibles, es inferior a la pura contemplación de las Ideas Eternas.

En resumen:


En su teoría del conocimiento (en general en toda su filosofía) hay elementos cristianos y neoplatónicos. Al contrario de otros autores cristianos, en especial los de la Escolástica, Agustín no hace problema de las relaciones entre razón y fe, sino que éstas se complementan.

Agustín se mostró como alguien que incansablemente busca la Verdad, en cuya contemplación se halla la felicidad humana. Esta verdad (las verdades eternas e inmutables) existe (polémica contra el escepticismo) y la encontramos en nuestro interior, la descubrimos mediante la introspección
. Pero tal verdad no puede tener su origen ni en la realidad sensible ni en el alma, pues es superior a ambas, sino en Dios, quien la ha puesto en nuestra alma. Para que podamos conocerla se hace necesaria la acción de Dios (teoría de la iluminación
), quien obra como un sol que ilumina nuestras mentes.

Hay pues un conocimiento superior, la sabiduría, que tiene por objeto la verdad eterna y uno inferior, el conocimiento sensible. En medio, la ciencia, el conocimiento racional mediante el que referimos las Ideas eternas a la realidad sensible.

Dios y la creación del mundo

Desarrollo

El Dios del que habla San Agustín es el Dios cristiano, el Dios de la Trinidad. Frente al politeísmo de la cultura clásica, el cristianismo defendíó de forma vigorosa el monoteísmo. Este Dios único es todopoderoso y radicalmente distinto del mundo, al que creó desde la nada. Es además providente, es decir, se ocupa del mundo, especialmente de los seres humanos, con quienes se comporta como un padre, interviniendo de modo directo en la historia en socorro de ellos.

Dios creó el mundo desde la nada. La creación un acto voluntario (lo hizo cuando quiso, como quiso y porque quiso) y positivo, pues lo creó por amor, para que el hombre tuviera necesidad de Él y para comunicar a sus criaturas el bien que Él posee.

Para explicar la Creación Agustín echa mano, modificándola (parte de esa modificación ya está en la filosofía neoplatónica de Plotino), de la teoría platónica de las Ideas. Las Ideas están en la mente de Dios, con quien forman una unidad sustancial, y a ellas acude, como el demiurgo platónico, para crear el mundo. Todos los seres presentes, pasados y futuros preexisten en las Ideas divinas, que se encuentran en su mente como modelos o arquetipos de todas las cosas posibles, como “el plan de un mueble es concebido por el carpintero antes de fabricarlo”. A partir de ellas Dios creó todo a la vez: creó la materia informe y caótica y con ella creó todos los seres que existieron, existen y existirán, en ella depositó los gérmenes de los que irán saliendo las cosas que posteriormente vayan apareciendo en el mundo3. Es así la creación simultánea, puesto que Dios interviene de una vez, y sucesiva, porque sigue ocurriendo en el tiempo según el orden determinado por Dios a través de esos gérmenes, las razones seminales4.

Como las ha creado, Dios se manifiesta en el mundo en las cosas creadas; pero donde realmente le encuentra el ser humano es en su interior. El hombre encuentra a Dios en su interior como algo a lo que tiende, como una inquietud, como el único amor capaz de saciar su ansia de felicidad. De manera que lo que nos lleva a Dios en San Agustín no es tanto un procedimiento racional como esta inquietud existencial. De hecho, no realizó un esfuerzo sistemático por elaborar pruebas racionales que demuestren la existencia de Dios, aunque sí haya en su obra diversos argumentos que podamos considerar como tales. Principalmente, la constatación de la naturaleza mutable del hombre y la presencia en ella de verdades inmutables y necesarias, pues el fundamento de tal verdad no puede ser nuestra alma mudable, sino la mente divina.

Hay todavía otros argumentos en su obra que apelan a Dios como fundamento del orden y la belleza del mundo o al consenso que existe entre los hombres, pues en todos hay un cierto conocimiento de Dios. En cambio, le supone un verdadero reto explicar cómo es compatible la existencia de Dios, sumo Bien, con el mal que hay en el mundo.

En cuanto a lo que podemos conocer de la esencia divina, es bien poco si sólo usáramos la razón. Esa presencia suya que sentimos es excesiva para el entendimiento humano: Dios nos resulta incomprensible e inefable. Lo cual no quiere decir que no podamos saber nada de Él. Lo que sabemos de Dios lo sabemos de un modo fundamentalmente negativo. Así, si las criaturas son cambiantes, Dios debe ser inmutable. Y así podemos atribuirle otras perfecciones: es la Perfección pura, es el Bien sumo, es absolutamente simple, es único… Dios es el Ser: “sólo aquel que no cambia ni puede cambiar es verdaderamente el Ser”. Pero aunque dedica numerosos escritos a la cuestión, Agustín generalmente lo hace desde la perspectiva de la fe.


El ser humano

Desarrollo

Como el resto de su filosofía, su concepción del hombre se encuentra fuertemente teñida de platonismo, del que adopta su dualismo y la primacía del alma sobre el cuerpo: “el hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno”. Por supuesto, rechaza las teorías platónicas de la preexistencia del alma, la transmigración, la pluralidad de almas en el hombre y que la uníón con el cuerpo sea consecuencia de un pecado anterior. En el alma distingue entre la razón inferior (que tiene por objeto el conocimiento de lo sensible para satisfacer nuestras necesidades) y la razón superior (que tiene por objeto la Sabiduría y donde tiene lugar la iluminación que hace posible su elevación hacia Dios).

El hombre fue creado a imagen de Dios. Su alma espiritual es simple e inmortal, pues al no tener partes no se puede corromper ni descomponer. Distingue en ella tres potencias principales, la memoria, la inteligencia y la voluntad, en las que ve Agustín la imagen de la Trinidad.

Ve al hombre desde el prisma del pecado original, a consecuencia del cual nuestra naturaleza ha quedado incompleta. “En Adán ha pecado toda la humanidad” y el hombre es, así, un ser empecatado, con un fuerte tirón hacia el mal: el género humano es una “masa condenada” y únicamente por la misericordia y la gracia divina puede librarse de la condenación.

Este pesimismo antropológico tiene importantes consecuencias, además de en su ética y en su filosofía de la historia, en la cuestión del origen del alma. Sobre este punto, su posición osciló entre la afirmación de que Dios crea cada alma individual con ocasión de la concepción de un nuevo ser humano (lo que explica mal cómo se trasmite el pecado original) y la de que las almas de los hijos provienen de las de los padres (traducianismo), doctrina que explicaría con dificultad la simplicidad y espiritualidad del alma. En general, se inclina por esta última respuesta, aunque se confiesa incapaz de dar una solución adecuada.

Agustín, por fin, señala la primacía de la voluntad y del amor sobre el conocimiento, pues es el amor quien nos mueve. Y puesto que Dios nos ha creado libres, ese amor podemos dirigirlo a Dios, el único que puede saciar nuestra ansia de felicidad, o apartarnos de Él dirigíéndolo a bienes mudables y materiales.

La ética: el problema del mal y la libertad


Desarrollo

La ética de los filósofos griegos fue intelectualista, pues en lo fundamental relaciona la vida virtuosa con el saber y la educación, de modo que cuando conocemos qué es el bien, no podemos sino elegirlo5. En cambio, la ética cristiana, en especial la de San Agustín, afirma que aunque sepamos qué es el bien y qué el mal, es la voluntad libre (el libre albedrío) quien elige uno u otro. Esto plantea el problema del mal y el sentido de la libertad.

La voluntad humana, según San Agustín, tiende necesariamente a la felicidad. La satisfacción de esa necesidad sólo la puede encontrar en el amor a Dios, que es el Bien inmutable, actuando de acuerdo de con la ley divina. Sin embargo, el hombre puede obrar mal, entregándose a bienes mudables y materiales, sin subordinarlos al Bien Supremo, y alejándose de Dios. Ese alejamiento es resultado de una elección libre, de modo que cuando el hombre obra mal y se aparta de Dios, verdadero objeto de su felicidad, comete un pecado del que él mismo es responsable y por el que habrá de responder ante la justicia divina.

Además, el hombre tiene su naturaleza viciada por el pecado original, que le inclina hacia el mal, de manera que por sus propias fuerzas no puede realizar el bien y alcanzar la salvación. Frente al daño del pecado original, San Agustín subrayó la absoluta necesidad de la gracia divina para poder hacer el bien y vivir de acuerdo con los mandamientos. La gracia es un don que Dios concede al hombre sin ningún mérito de su parte, gratuitamente (de ahí, precisamente su nombre: gratia). Sin embargo, la acción de la gracia (que no obliga a que actuemos bien, sino que nos da una especial fortaleza para ponernos en el camino de la salvación) no suprime la libertad del hombre6.

Hay todavía un problema importante relacionado con el sentido de la libertad, que es abordado en el fragmento de texto de la PAU (Del libre arbitrio), y que es ¿por qué Dios nos ha creado libres si con ello podemos obrar mal y condenarnos? Según San Agustín, Dios no quiere el mal; no nos hace libres para que podamos elegirlo y pecar, sino para que podamos elegir vivir rectamente y amar a Dios. Sólo si proceden de la voluntad libre del hombre las acciones buenas pueden ser dignas de alabanza y premiadas por la justicia divina y las malas castigadas.

Sobre la naturaleza del mal, Agustín siguió siendo joven la doctrina maniquea. El maniqueísmo sosténía que el mundo está gobernado por dos principios antagónicos y eternos que luchan entre sí: el Bien (el reino de la luz) y el Mal (el reino de las tinieblas). De este modo, el mal tendría un carácter positivo y es difícilmente compatible con la existencia de un Bien supremo, Dios. Pero tras su conversión al neoplatonismo y al cristianismo, polemizó con aquél y negó entidad al mal: el mal no es algo positivo, sino una privación, una carencia de Bien. Al no ser algo real, el origen del mal no puede ser atribuido a Dios. Dios sólo comunica a las criaturas el ser y la bondad.

Tenemos, por fin, que diferenciar entre el mal físico y el mal moral. Una enfermedad, por ejemplo, es un mal, pero es un mal físico. Con el mal físico que padecemos la justicia divina castiga el pecado del hombre. Pero el verdadero mal es el mal moral, que consiste la acción del hombre contraria a la ley de Dios, en el pecado, que el hombre realiza libremente.

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