II. El Método Cartesiano
Descartes es el iniciador del racionalismo moderno. A él le siguieron grandes pensadores como Leibniz, Spinoza y Malebranche. Tras la crisis de la «razón escolástica» aparece un nuevo modelo de pensamiento, una nueva manera de pensar la realidad, que se denomina «razón moderna». Es una razón autónoma e independiente de cualquier imposición que provenga de la tradición, la autoridad (filosófica o teológica) o del sentido común. Se la concibe como única fuente de conocimiento válido y se apoya en sí misma como productora de ideas innatas, ajenas a la experiencia.
Fiel reflejo del espíritu y situación de su época, la filosofía de Descartes conforma un conjunto muy complejo de elementos diversos entre los que encontramos desarrollos científicos, meditaciones metafísicas o antropológicas, preocupaciones religiosas, etc. Todo ello relacionado entre sí por la aspiración de encontrar un método que, evitando los errores del pasado, permita construir un saber sólido y duradero.
Impresionado por la claridad, certeza, rigor y progreso de la ciencia matemática, el método que propone Descartes consistirá en una universalización del «método matemático»; es decir, en la búsqueda de postulados evidentes e indemostrables, conocidos por intuición (axiomas), que sirvan de principios para deducir el resto de verdades (teoremas) del sistema.
Al terminar mis estudios, nos cuenta Descartes, «tantas dudas y errores me embargaban que, habiendo intentado instruirme, me parecía no haber alcanzado resultado alguno si exceptuamos el progresivo descubrimiento de mi ignorancia».
Tenía entonces un gran deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso con el fin de avanzar con seguridad por la vida. Para ello, era preciso dar con un método fiable que comenzara por poner en tela de juicio las verdades que hasta ahora hemos admitido como verdaderas.
1. La Duda Metódica
El único camino era el de la razón. Su luz natural (lumen naturale) es, cree Descartes, infalible, con tal de que su funcionamiento se determina a sí misma a través de la pureza y la atención. La luz de la razón se oscurece cuando aparecen los prejuicios. Los «prejuicios» pueden proceder de la aceptación acrítica de los conocimientos derivados de los sentidos o de la imaginación, del estudio realizado sin el correspondiente orden, o de permitir que la memoria actúe como elemento suplantador de lo que debe ser objeto de intuición.
Para evitar errores es preciso aplicar la duda, rechazar como falso aquello que puede suscitar la más mínima sospecha. Pero esta duda, que podemos calificar de «duda metódica», ha de distinguirse de la duda escéptica, ya que, frente a esta, no se propone negar la posibilidad de alcanzar un conocimiento verdadero, más bien lo contrario, es un medio para edificarlo.
Descartes expone la duda metódica a través de cuatro hipótesis:
- Hipótesis del engaño permanente de los sentidos: en tanto que los sentidos nos han engañado alguna vez, no pueden ser nunca principio del conocimiento verdadero.
- Hipótesis del sueño: la nitidez con que se presentan algunos sueños hace difícil distinguir estos de la vigilia, por lo que no podemos determinar si tenemos noticia cierta de la existencia de la realidad exterior.
- Hipótesis del Dios engañador: existen verdades, como son las verdades matemáticas, que lo son en sueños y despiertos. Pero podría suceder que Dios, siendo todopoderoso, quisiera engañarnos haciéndonos asentir a la verdad de razonamientos que no lo son.
- Hipótesis del genio maligno: suponiendo que Dios no tiene razón alguna para engañarnos, podría suceder que un genio maligno, dotado de un inmenso poder, nos condujera siempre al engaño.
A pesar de lo fantásticas que puedan parecer, estas hipótesis funcionan como catalizador que nos permite plantear la posibilidad de encontrar un método capaz de llevarnos hacia una verdad que sea inaccesible a la duda.
2. Las Reglas del Método
El objetivo principal del método ha de ser la claridad y distinción, que nos permiten discernir lo verdadero de lo falso. Comenzando por la duda, Descartes nos da en su Discurso del Método cuatro reglas que el entendimiento debe tener presentes:
- Regla de la evidencia: No admitir como verdadera cosa alguna que no se presente como evidente. Es decir, evitar la precipitación y la prevención, admitiendo únicamente aquello que aparezca ante la mente de forma clara y distinta.
Por «claridad» de una idea entiende Descartes la visión directa, intuitiva, no de modo que su contenido no pueda confundirse con el de otra.
- Regla del análisis: Dividir cada una de las dificultades a examinar en tantas parcelas como sea posible y necesario para resolverlas como mayor facilidad. En definitiva, aislar o separar los aspectos simples de un problema para obtener la claridad y distinción necesarias para la comprensión del mismo.
- Regla de la síntesis: Conducir por orden las reflexiones, comenzando por los objetos más simples y fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos. Se trata de formar una cadena de intuiciones parciales, elementos simples, cuyo resultado será una intuición total evidente y libre de errores.
- Regla de la enumeración completa: Realizar recuentos tan completos y revisiones tan amplias que podamos estar seguros de no omitir nada. Consiste en la comprobación de todo el proceso para obtener una evidencia de todo el conjunto.
Todo el método se reduce al logro de una evidencia de la que poder deducir las demás. En este sentido, los dos modos de conocimiento que reconoce Descartes son la intuición y la deducción, lo que le convierte en el primer racionalista moderno. La intuición es un acto de la mente, único y singular, en el que se reconoce una representación como indubitable. La deducción consiste en la serie de actos que la mente ejecuta para inferir de la idea clara y distinta nuevas ideas.
Con el fin de garantizar la validez de estas reglas y del método que propone, es necesario encontrar una verdad tan evidente que su negación no sólo sea falsa, sino también contradictoria; sólo así, y partiendo de dicha idea, podremos aplicar estas reglas de forma que lleguemos al establecimiento riguroso de otras verdades por medio de pasos sucesivos evidentes. Con la duda, Descartes ha barrido todas las opiniones, ha dejado en suspenso toda certeza, todo menos las verdades de fe y las normas de moral. Las primeras porque, en tanto reveladas, exceden la capacidad de nuestra inteligencia y sería temeridad someterlas al débil análisis de la razón. Para acometer su examen y finalizarlo con éxito, dice Descartes, sería necesaria alguna extraordinaria asistencia del cielo y ser, pues, algo más que hombre. Las segundas para disponer de una guía práctica que no le mantenga irresoluto en sus acciones mientras construye un método que le lleve a la seguridad de las verdades absolutas. Como vemos, religión y moral empiezan a distanciarse, quedando la primera relegada al ámbito de la fe.
Salvadas la fe y la moral, Descartes se resuelve a mantener la duda con el fin de «rechazar la tierra movediza y la arena», los prejuicios, y hallar «la roca viva y la arcilla» de la evidencia, fingiendo que todas las cosas que hasta entonces había alcanzado su espíritu eran mera ilusión. Advierte, no obstante, que mientras se empeña en dudar de todo, algo se presenta como evidente a su espíritu, el hecho de que es un sujeto que duda. Hecho que le conducirá a la afirmación del «yo» como idea innata, a priori, independiente de la experiencia.
III. Metafísica
1. El Cogito
Podemos suponer que no sabemos nada cierto acerca de nuestro cuerpo, que nada seguro conocemos sobre el mundo, pero cuanto más dudemos de ello, más difícil será negar la existencia de un sujeto que duda, que piensa todo lo anterior. Esto es así hasta el punto de que si dejásemos de pensar, aunque todo lo imaginado por nosotros hubiese sido verdadero, no tendríamos razón alguna para creer que nosotros habíamos existido. Podemos, por tanto, concebirnos como una substancia cuya esencia o naturaleza reside en pensar, una substancia que existe de tal manera que no necesita de otra para existir. Al mismo tiempo que estoy seguro de mi pensamiento, dudo que exista el mundo, y dudo que exista mi cuerpo. De lo único que estoy cierto es que pienso, que tengo un alma que es independiente de mi cuerpo, puesto que pensamiento y cuerpo son pensados como cosas distintas por mí. Pienso, luego existo, cogito ergo sum, sería la conclusión.
El motivo por el que Descartes subraya la independencia del alma respecto del cuerpo es defender la libertad del hombre: la concepción mecanicista del mundo, de la materia, no deja espacio para la libertad, y todos los valores espirituales del ser humano que Descartes trata de defender no se pueden defender si no es liberando al alma del mundo, de su concepción mecanicista. Se afirma así que el alma está en una esfera autónoma e independiente de la materia.
Ahora bien, esta independencia de las substancias plantea el problema de la comunicación entre ellas. Cuerpo y alma son dos substancias separadas: el alma es una substancia que piensa, el cuerpo es una substancia extensa. Pero, al tiempo, están unidas. Hay un «yo» que las une: el mismo yo que piensa es el que sufre, el que habla, el que crece… Esa unidad, por una parte, ha de ser accidental; por otra, la experiencia indica que es una unidad íntima la que coordina a ambas substancias. ¿Podemos entonces afirmar la existencia del cuerpo?
En el cogito encuentra Descartes el principio buscado. La idea clara y distinta, base firme para construir todo el edificio de la filosofía. Ya San Agustín había hecho un análisis similar al afirmar en la Ciudad de Dios: «¿Pues qué si te engañas?; si me engaño soy». Pero Descartes irá más lejos.
Del hecho de que pienso se deduce la idea de substancia pensante o res cogitans. Ahora bien, ¿puede haber otras substancias, además de la pensante, que nos sea posible conocer con certeza? Es decir, una vez convencidos de poder afirmar nuestra existencia con seguridad, ¿habrá alguna idea clara y distinta que nos permita sostener la existencia del mundo en el que creo hallarme? Para Descartes será la idea de Dios la que garantice la verdad de nuestras apreciaciones sobre el mundo.
2. La Existencia de Dios
Del hecho de que dudamos se deduce que no somos perfectos. De serlo, en vez de dudar, conoceríamos. Comprendemos con claridad que conocer es más perfecto que dudar. Pero si somos imperfectos, ¿de dónde nos viene la idea de la perfección? De la nada no puede provenir; de nosotros mismos, seres imperfectos, tampoco; no queda más que una solución, su origen tendrá que encontrarse en alguna naturaleza más perfecta que nosotros que haya puesto la idea de perfección en el alma humana. Y esa naturaleza no puede ser otra que Dios. Parecido argumento encontramos ya en San Agustín.
La primera prueba que Descartes proporciona sobre la existencia de Dios se basa en la idea de infinitud. La segunda, siguiendo la línea de pensamiento iniciada en la primera, se apoya en la observación de que el yo que percibo como existente carece de algunas de las perfecciones que, sin embargo, conoce. Siendo así, será necesario que exista otro ser más perfecto del cual dependa el yo y del cual haya adquirido todo lo que sabe y tiene. Si el yo no fuera contingente, si existiese con independencia de cualquier otro ser, tendría aquellas perfecciones que le faltan: sería infinito, inmutable, omnisciente, todopoderoso. Perfecciones que podemos entender se dan en Dios.
Por último, si reflexionamos sobre la idea de Dios, encontramos que la existencia está contenida en ella. Del mismo modo que no se puede concebir un triángulo sin tres ángulos, es imposible concebir a Dios como un ser carente de existencia. En esta tercera prueba, claramente basada en el argumento ontológico de San Anselmo, la existencia de Dios, más que demostrada, es intuida: se presenta como una idea clara y distinta a la que debemos asentir. Ahora bien, si le aplicamos la duda cartesiana tendremos que plantearnos si no es «nuestro genio maligno» quien nos la presenta como tal verdad, cuando en realidad no lo es.
Ninguna de las pruebas lo es en rigor. Lo cierto es que la idea de perfección puede provenir de la proyección al infinito que el hombre hace de sus propias perfecciones o de las que observa en la naturaleza. Podemos concebir una gradación infinita sin necesidad de limitar dicha gradación postulando la existencia de un ser sumamente perfecto (recordar crítica de las vías tomistas).
Idéntica crítica se puede hacer a la idea de contingencia. Que debamos nuestro ser a otro no nos lleva de forma directa a la afirmación de un ser necesario del que todo depende. No hay motivo alguno, dirán, poco después de Descartes, Hume y Kant, para no afirmar una serie infinita de seres contingentes.
En cuanto al argumento ontológico, a la observación hecha con anterioridad, debemos añadir la que de nuevo harán los ilustrados Hume y Kant: de la idea de Dios no se puede pasar a la existencia del mismo, pues esta supone, como veremos en su momento, un salto ilegítimo del ámbito del orden ideal al real.
En cualquier caso, una vez demostrada la existencia de Dios, Descartes la convierte en garantía de que los objetos pensados por ideas claras y distintas son reales.
3. La Realidad del Mundo
«Si no conocemos que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurara de que tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas»
La razón nos dicta que todas nuestras nociones tienen un fundamento de verdad, porque no es posible que Dios, sumamente perfecto y veraz, haya colocado en nosotros ideas falsas con el sólo fin de mantenernos engañados y confusos. Demostrada la existencia de Dios (res infinita) y del alma (res cogitans) como substancias independientes, Descartes pasa a ocuparse de la existencia del mundo (res extensa). Coincide en su concepción con los científicos de su época: el mundo es una máquina que se reduce a materia o extensión y que recibe su movimiento de Dios. Dios es la primera causa del movimiento y conserva siempre la misma cantidad de movimiento en el mundo.
Como vemos, Descartes no parte de la certeza de Dios para llegar al hombre, como había sucedido durante la Edad Media. Más bien lo contrario, ahora se parte del hombre, de su certeza de sí para alcanzar la certeza de Dios. Esto supone un giro de 180°. Ya no es Dios el centro de la reflexión, sino el hombre; todo gira en torno a la razón y en torno a la fe. Este racionalismo se abrirá paso para dar lugar a la Ilustración: en el siglo XVIII imperará la diosa Razón, la razón natural con la que se intenta analizar la religión, el derecho, la naturaleza del hombre, etc.
Con Descartes empieza la primacía del sujeto sobre el objeto. Ahora bien, la autonomía de pensamiento que esperábamos encontrar en su epistemología queda sofocada por la teología. Es probable que esto suceda porque en realidad la duda metódica no es total: deja al margen la fe y las creencias, que al tiempo sirven para construir la nueva filosofía. Encerrado en el yo, Descartes recurre a Dios para recuperar el mundo, pero la existencia de ese Dios depende más de la fe que de la razón.
Filosofía Moderna III: Rousseau
I. La Crítica a la Ilustración
La figura de Rousseau, tanto en lo personal como en lo filosófico, es muy controvertida. Perteneció a la Ilustración y fue uno de los mayores representantes, lo que no le impidió ejercer una acendrada crítica de la idea de progreso ilustrada. De ahí que se pudiera pensar, sostiene Rousseau, que la extensión de las luces, de la civilización, no mejora necesariamente a la humanidad y ello a pesar de que la humanidad aspira y debe aspirar a la justicia, la libertad y la igualdad. Es más, parece que el progreso en campos como el de la ciencia, la política o la técnica, lejos de haber dado lugar a una humanidad moralmente más evolucionada, ha producido la degradación moral de los hombres y de sus sociedades.
La tarea está clara: en primer lugar, es necesario analizar críticamente el planteamiento superficial y peligroso que pretende identificar el progreso de las artes y de las ciencias con el auténtico progreso humano; en segundo lugar, es imprescindible investigar el origen de los males que dominan a la humanidad; y en tercer lugar, debemos intentar poner soluciones. El gran problema será, desde el principio, encontrar el modo de alcanzar y conciliar la auténtica libertad y la igualdad, porque es en la injusticia y la desigualdad a que están sujetos los hombres en donde radica el origen de los males que observamos en la sociedad. Para Rousseau, es evidente que la respuesta debe buscarse en el terreno de la política.
II. La Política
Ya desde sus primeras obras, el Discurso sobre las ciencias y las artes y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Rousseau empieza a trabajar con las ideas clave que desarrollará a lo largo de toda su creación. Estas ideas pueden resumirse en tres:
- El ser humano es bueno por naturaleza, amante de la justicia, la virtud y el orden. Todos sus primeros impulsos, sus impulsos naturales, son buenos (teoría del «buen salvaje»).
- Es nuestro orden social, nuestras organizaciones sociales corruptas, el que extiende y propicia una progresiva degeneración del hombre.
- Por tanto, es absolutamente necesario buscar un remedio, intentar instaurar organizaciones sociales y políticas legítimas que, atentas a la formación de los ciudadanos, permitan la regeneración del hombre.
1. El Planteamiento del Problema
En su primer discurso, sobre las ciencias y las artes, critica la identificación moderna del saber con el progreso moral, denunciando lo que él consideraba la complicidad de las ciencias y las artes en la corrupción de las costumbres. La cuestión está en saber si la condición humana antes de que el hombre fuera envilecido por una civilización degradante era o no superior desde el punto de vista moral y qué ha sido lo que ha provocado el estado de cosas vigente. Será en su segundo discurso a la academia de Dijon, sobre el origen de la desigualdad, donde dará respuesta a estas preguntas, remitiéndose al estado de humanidad previo a la civilización. Estado que Rousseau recrea, no como realidad histórica cronológicamente determinable, sino como hipótesis.
En el estado de naturaleza (hipótesis del «hombre natural» o «buen salvaje»), al no existir aún relaciones sociales, no habría ni vicios ni virtudes. A excepción de la piedad, entendida como un sentimiento que nos lleva a ponernos en el lugar del que sufre y que es previo a toda reflexión y todo cálculo. La única virtud originaria y natural sería pues la piedad. Tampoco existiría el Estado, ni el lenguaje, ni las reglas morales, ni la opresión, ni la propiedad, ni la desigualdad ni la infelicidad. Ahora bien, es indudable que ese estado de cosas ya no existe. Los hombres viven inmersos en complejas sociedades y culturas. La distancia entre el hombre natural y el social es radical.
Al aparecer la propiedad privada, el hombre natural perdió su inocencia. En ello radica la miseria de las sociedades actuales. El reconocimiento de la propiedad genera la desigualdad entre los hombres. Y así, mientras los ricos disfrutan de la abundancia que les permite la posesión de diversos bienes, los pobres se ven obligados a aceptar un pacto ilegítimo que les garantiza la conservación de lo poco que les dejan quienes se hallan en una situación ventajosa. El pacto en el que se funda la sociedad está, pues, viciado de partida. Es necesario instaurar un nuevo pacto que permita subsanar los males que caracterizan nuestra sociedad.
2. La Propuesta Rousseauniana: El «Contrato Social»
El Contrato social es, sin duda, la obra más importante de Rousseau. En ella no se propone averiguar cuál es el origen de la sociedad, sino descubrir cuál es el orden social legítimo, qué es lo que legitima a este orden social y, en definitiva, cuáles serían los principios universales de toda organización social o política.
Es un hecho que los hombres viven en sociedades, pero también que son sociedades que alienan al hombre, sociedades en las que el hombre pierde su libertad e igualdad naturales. Proponer un nuevo orden social en el que los hombres recobren la condición natural perdida debe ser nuestro principal objetivo. La cuestión es cómo determinar cuándo un poder es legítimo, es decir, bajo qué condiciones puede decirse que un hombre o varios hombres tienen autoridad legítima sobre sus semejantes. Puesto que por naturaleza ningún hombre tiene autoridad sobre otro, la solución no puede ser otra que el acuerdo entre todos.
Ahora bien, no todo acuerdo es válido. No es válido si para asegurar la tranquilidad y la convivencia igualitaria el pacto obliga al hombre a renunciar a su libertad. La sociedad no es legítima si esclaviza al hombre. Aunque el pueblo los acepte, el déspota, el tirano, el dictador no son legítimos. Su poder tiene su origen en el miedo o la necesidad y no en la voluntad libre de un pueblo. Para Rousseau renunciar a la libertad es renunciar a la condición de hombre, y nada hay que puede compensar esta pérdida.
El nuevo pacto debe encontrar la forma de conciliar tranquilidad y seguridad con libertad e igualdad, debe permitir que cada hombre sea dueño de sí mismo. Para ello, los individuos que pactan han de renunciar a sus intereses personales y seguir la voluntad general, que no es la voluntad de todos. La suma de las voluntades particulares que persiguen intereses privados, la acumulación partidista de votos, no puede dar lugar a un pacto legítimo; es la voluntad general, en tanto orientada al interés común que la dirige, la única capaz de fundamentar un contrato social adecuado. Ya que todos por igual deciden someterse al pacto, este rige por igual para todos, y puesto que al obedecer a la voluntad general el ciudadano se obedece a sí mismo, conserva su libertad.
Por los mismos motivos, es la voluntad general la que debe decretar las leyes que han de regir la sociedad. El pueblo es soberano, autor de todo decreto que pretenda ser legítimo. El legislador sería la persona que elabora y redacta la ley, pero sólo se hará ley cuando el pueblo la apruebe tras un sufragio libre. El gobierno no debe confundirse con el soberano o con el Estado. En cualquier caso, y de cara a evitar la corrupción, el legislador nunca podrá ser quien a la vez ejerza el poder ejecutivo.
Rousseau distingue dentro del Estado entre el poder ejecutivo, en el que descansa la fuerza del mismo, y el poder legislativo, sede de la voluntad. El poder legislativo pertenece al pueblo (soberano) y sólo a él. Pero no le corresponde el ejecutivo. Es necesario un agente que ejerza la fuerza pública de acuerdo con los mandatos de la voluntad general.
Respecto de cuál sea la mejor forma de gobierno, Rousseau mantiene una postura cauta. Según su criterio cada forma de gobierno es la mejor en ciertos casos y la peor en otros. Como regla general el gobierno democrático conviene a los Estados pequeños, el aristocrático a los medianos y la monarquía a los grandes. Lo que sí deja bien sentado es que el Estado debe ser laico, ajeno a cualquier religión. No debe existir religión nacional exclusiva, tolerándose todas aquellas que toleren a las demás y que en sus dogmas no contengan nada contrario a los deberes del ciudadano o que atenten contra su libertad. El Estado ha de ser indiferente respecto de las creencias de cada ciudadano y los dogmas de cada iglesia, no interviniendo en las creencias de nadie, pero no puede desinteresarse de la lealtad, el bienestar y la libertad de los ciudadanos.
III. La Educación
En su obra Emilio o De la educación, Rousseau presenta el modelo educativo que, a su juicio, debería ponerse en práctica para lograr hombres felices y buenos ciudadanos. Emilio es el nombre del niño protagonista que, desde el comienzo de su vida, queda a cargo de un preceptor. El preceptor ha de educar integralmente al niño hasta la madurez. Si el hombre por naturaleza es bueno, parece claro que la labor fundamental del preceptor consiste en evitar que esa naturaleza se corrompa, poniendo en práctica lo que Rousseau llamó «educación negativa».
La infancia constituye la etapa clave en el proceso educativo, por lo que es el momento en que la educación negativa cobra todo su protagonismo. En este momento no se debe enseñar la virtud ni la verdad, sino proteger al corazón del vicio y al espíritu del error. La educación negativa no tiene por objeto modificar la naturaleza del hombre cuando es niño, no pretende modificar sus tendencias innatas sometiéndole a nuevos principios y valores. Se trataría de no corromper al niño y seguir el camino que marca la naturaleza. La dificultad consiste, al vivir el niño en sociedad, en combinar estos dos factores, el natural y el cultural o social.
Emilio será educado en el campo, alejado de la influencia de la sociedad, de los libros e incluso de su familia. El preceptor deberá esforzarse para que vaya extrayendo lecciones de sus propias experiencias. Rousseau reacciona frente al modelo de educación de Locke, según el cual al niño había que educarle razonando. El razonamiento no es apropiado para la infancia. Lo importante es que el niño no adquiera hábito alguno que pueda enturbiar su natural inocencia, que desarrolle su libertad y que se haga fuerte; es decir, lo esencial es capacitar al niño para hacer aquello que realmente desea.
De los 12 a los 15 años hay que desarrollar una educación intelectual, orientando la atención del muchacho hacia las ciencias, pero a través de un contacto directo con las cosas. Entre los 15 y los 20 años, edad de la razón y las pasiones, el procedimiento debe cambiar. Es el momento de ordenar las pasiones del joven e instruirlo en el orden moral. Ahora debe centrarse en el amor al prójimo, en el sentido de la justicia y, por tanto, en la dimensión social y comunitaria.
De lo último de que se ocupa Rousseau en el Emilio es de la religión. Contrario al agnosticismo, el ateísmo y al materialismo de algunos filósofos, Rousseau defiende la «religión natural», ajena al fanatismo y la superstición propios de la religión tradicional (las iglesias). El único culto que pide Dios es un corazón sencillo que se mantenga al margen de dogmas y de tesis teológicas.
Siguiendo estas pautas, el alumno deberá conseguir lo más difícil: integrarse en la vida social y política cumpliendo una serie de condiciones imprescindibles. El alumno debe persistir en el deseo de alcanzar la verdad, debe saber ser tolerante y no ha de dejarse llevar por las pasiones.