David Hume (1711-1776), se propuso asentar “la Lógica, la Moral, la Crítica y la Política” sobre un nuevo fundamento: la “ciencia del hombre” y la teoría de la naturaleza humana. Famoso por su escepticismo en metafísica, insistíó, sin embargo, en que la naturaleza humana pone límites a nuestra capacidad de ser escépticos. En ética defendíó la realidad de las distinciones morales, a pesar de sostener, que en última instancia nuestros juicios en esta materia no tienen otro fundamento que el sentimiento humano. En todos los ámbitos del conocimiento, el interés de Hume es mostrar los límites de la razón y en explicar cómo nos formamos nuestros juicios. Para Hume la mente consiste nada más que en percepciones y éstas son de dos clases: impresiones e ideas. Las impresiones son sensaciones, sentimientos, emociones; las ideas son lo que llamamos pensamientos. Las ideas son de dos tipos: simples y complejas. Las ideas simples son copias de las impresiones, las ideas complejas son combinaciones de ideas simples y no necesitan reflejar ninguna combinación verdadera de impresiones, si lo hacen son recuerdos. Nunca tenemos una idea simple que no se derive de una impresión correspondiente y todas nuestras ideas complejas son construidas a partir de las ideas más simples derivadas de las impresiones. Esto es lo mismo que decir que no tenemos ideas innatas. Todas nuestras ideas se derivan de la experiencia. El Empirismo es un hecho empírico. Con este punto de partida y con las leyes que conforman “el cemento del universo”: semejanza, contigüidad y causa y efecto, Hume se propone bombardear la línea de flotación de la Metafísica y hundir sus tres principales baluartes: Mundo, Alma y Dios. Hume distingue dos tipos de razonamiento: demostrativo (deductivo) y probable. Ni uno ni otro pueden establecer la uniformidad de la naturaleza, para el primero porque la no uniformidad es concebible y por lo tanto “posible”; el segundo, no obstante, parte de esta premisa y por lo tanto, intenta probar lo que se presupone. Además, la relación de la que dependen las inferencias acerca del “mundo” es siempre de causa y efecto. No hay ninguna otra relación. Pero la experiencia sustenta el principio de causalidad. Advertimos que el efecto sigue necesariamente a la causa. ¿Qué es esta conexión necesaria? La explicación de la inferencia causal es subsumida por Hume bajo el principio general de la asociación de ideas. La vivacidad de la impresión se transfiere a la idea asociada (fuego y calor) y la repetición frecuente de la transición de impresión a idea asociada, la da la facilidad de la costumbre. Estos dos rasgos forman lo que llamaos una creencia. En consecuencia, cualquier libro, tal como la mayoría de las obras de Metafísica y Teología que no contenga ni demostraciones matemáticas ni razonamientos relativos a cuestiones de hecho, no pueden contener nada más que “sofismas e ilusión” y debe ser “condenado a las llamas”. Siguiendo su particular Trafalgar, para Hume el yo es una quimera. No hay nada describible además de las impresiones y las ideas. Éstas son ocurrencias tan distintas y numerosas, como las fotografías sucesivas en una peli. Pero no hay ni pantalla ni auditorio. Las percepciones están relacionadas según las leyes de asociación de idas. No hay ningún otro vínculo real entre ellas. El yo es una quimera, un collar imaginario en el que se han ensartado las cuentas. “No soy más que un haz de percepciones» , pero ¿quién o qué imagina el collar? Finalmente, de Dios no tenemos percepción sensible, no hay una idea de Dios asociada a la impresión de Dios. Por lo tanto, Dios no existe. Toda la metafísica cartesiana y su aparato racionalista se hunden a unas pocas millas náuticas de las costas de Cádiz. De un cañonazo, Hume derriba también la teoría contractualista que enlaza a Maquiavelo, Hobbes, Spinoza y Locke. De modo que, razona Hume, los contratos (esto es, los intercambios de promesas) y los gobiernos son sólo artificios útiles y deben su poder obligatorio a la utilidad, no tiene objeto intentar basarlos unos en otros, aparte de que el contrato social es un mito. Prometer es operar con la maquinaria de una convencíón según la cual por la costumbre general, si yo, después de decir “prometo hacerlo” no lo hago, no se vuelve a tener confianza en mí. En Ética, distinguíó los juicios éticos de los otros dos tipos de razonar. Los juicios éticos dependen de nuestras experiencias placenteras y no placenteras (hedonismo). Nada influye más en la acción voluntaria que el placer y el dolor. La razón por sí sola no puede influir en la conducta, sólo lo hace oblicuamente. La razón no puede decidir las razones morales, la verdad y la falsedad sólo pertenecen a los juicios demostrativos y probables. No hay ningún argumento lógico que pase del “es” al “debe” de descripción a valoración. Nuestro interés por la felicidad crea una obligación moral de ser justo. Y nuestro interés por nuestra felicidad nos lleva a establecer leyes y castigos que crea una obligación natural de ser justos. Y por “obligación” sólo ve Hume una especie de motivo. La imparcialidad de la aprobación moral genuina para Hume está fundada en la “simpatía”. Podríamos preguntarnos ¿Por qué la virtud y el vicio son tan importantes independientemente de las recompensas y castigos que reciben? La moneda común es la simpatía, esa preferencia que tenemos por la felicidad de cualquiera quedando igual las otras. Hume murió el 25 de Agosto de 1776, Adam Smith le dedicó el siguiente comentario: “En general, siempre lo he tenido, tanto en vida como desde su muerte, por la más cercana aproximación a la idea de hombre cabalmente sabio y virtuoso que la naturaleza de la fragilidad humana pueda permitir”.