EL EMOTIVISMO: David Hume
Hume es una de las figuras claves del pensamiento moderno, que sienta nuevas bases para justificar el relativismo ético dominante hasta nuestros días. Con Hume, la filosofía del Derecho y del Estado vuelve a enmarcarse dentro de la filosofía general. Su filosofía del conocimiento entronca con la de Locke, pero Hume lleva sus implicaciones al ámbito moral, del derecho y de la religión. Para Hume, la ciencia es el conocimiento de la probabilidad de que algo suceda basado en la experiencia. De la observación de un fenómeno que se da muchas veces, podemos concluir que en las mismas circunstancias es previsible que vuelva a suceder, pero nunca podremos afirmar nada como necesario, porque nunca hay experiencia completa de todos los acontecimientos posibles. Dicho con otras palabras, no caben evidencias de razón universalmente válidas, sino sólo una gran probabilidad. En definitiva, para Hume no hay verdades necesarias: sólo hay experiencia de cosas pasadas y expectativas más o menos probables de su repetición. Proyectada esta teoría del conocimiento sobre el estudio del hombre, la antigua noción de naturaleza humana ya no tendría sentido, o mejor dicho, no tiene sentido el que la naturaleza humana imponga sus normas, porque el hombre no tiene una normatividad propia impresa en su naturaleza. No hay acciones “propias” de la naturaleza humana, sino acciones de individuos particulares, que nos gustan más o menos. Por ejemplo, para Hume no tendría sentido decir que el hombre es por naturaleza monógamo, porque semejante afirmación sería una cuestión de hecho meramente estadística. Para Hume, los juicios de valor, como «lo bueno» y «lo malo», no son operaciones estrictamente racionales, sino juicios relativos al grado de coincidencia de la acción que se valora con los propios sentimientos. Una acción será tanto mejor moralmente cuanto más sentida sea, y peor, cuanto más contradiga los propios sentimientos. De este modo, el Empirismo reemplazó la lógica racionalista de las ideas inmutables del entendimiento humano por las sensaciones, consideradas éstas como lo único realmente cierto. El Empirismo desarrolló, sobre todo a partir de la obra de Hume, lo que algunos llaman “emotivismo” o “teoría emotivista del valor”, según la cual los juicios morales, como por ejemplo, “asesinar está mal”, son expresiones del sentimiento del hablante, más que afirmaciones sobre la naturaleza objetiva del acto de asesinar. Si contemplamos a una persona matando a otra, ¿acaso vemos valores? Vemos sólo hechos. Los valores no los vemos: los ponemos nosotros. Y los ponemos porque los sentimos. Experimentamos rechazo o malestar, e inconscientemente proyectamos nuestros sentimientos sobre el asesino y su acción. Desde esta perspectiva, la moral es siempre una proyección subjetiva y relativa al sujeto que produce el juicio moral. No existe nada bueno ni malo en sí mismo, sino sólo expresiones de sentimientos. Todo dependerá de nuestra sensibilidad. Hume trata de convencernos de que los juicios morales se basan en apreciaciones puramente sentimentales. Quien defienda, por ejemplo, la bondad de la monogamia, sólo podrá aducir preferencias emotivas, quizá inducidas por el grupo social, pero no puede alegar razones. En el dominio de la moral, el sentimiento es rey, y la razón es sólo un instrumento a su servicio, que le ayuda a elegir los medios más eficaces para satisfacer el deseo que dicta el corazón. «La razón —dice Hume— es, y sólo debe ser, la esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas».10 Así se explica el que hoy tanta gente se refiera a la moral como “sentimiento moral” en lugar de “conocimiento moral”. Hume influyó decisivamente sobre el positivismo lógico y sobre la subsiguiente filosofía analítica, que han sido las filosofías dominantes en el mundo anglosajón durante el Siglo XX, y que a su vez han influido en el resto del mundo. Un axioma de la filosofía analítica, aceptado como algo obvio, fue la diferencia radical entre hechos y valores. Los hechos son objetivos, pero los valores no. Esta idea se infiltró como por ósmosis en el pensamiento contemporáneo, y así se generalizó el uso del término valores para referirse a la moral, en lugar de los términos clásicos de virtudes, leyes o bienes. Expresiones tales como “mi código ético”, “tu tabla de valores”… manifiestan una separación radical entre el contenido de la moral y la estructura natural del ser humano, como si los valores fueran algo completamente independiente de la estructura natural del ser humano. Se puede objetar a Hume que cuando, por ejemplo, una persona dice que un asesinato es algo malo, no está queriendo decir simplemente que le irrita -como podría decir que le irrita un mosquito que se le ha metido en un ojo–, o que le cae gordo el asesinato, o que las injusticias le son completamente antipáticas, sino que quiere decir que esa acción es objetivamente mala, con independencia de lo que uno sienta hacia ella. Hume quiso atenuar el relativismo de su teoría ética con el argumento de que el sentimiento moral es norma de conducta correcta cuando quien juzga no es parte interesada, o juzga como si no lo fuera. Pero sigue en pie la crítica, pues incluso la parte no interesada también lo juzga desde sus sentimientos personales. Para Hume, la única función de la razón sería la de servir a esos sentimientos, estableciendo los medios para satisfacerlos. Para Hume, el vicio es toda aquella disposición humana que produce incomodidad en el sujeto portador de dicha disposición; en cambio, la virtud es toda aquella disposición del carácter que causa una honda satisfacción a quien la posee. Entre las virtudes distingue las “naturales”, que son aquellas innatas, y las virtudes “artificiales”, producidas por las “convenciones” resultado de necesidades sociales. Para Hume, la justicia es una virtud artificial. La justicia deriva de una situación de bienes escasos, porque si hubiera abundancia de bienes, no habría necesidad de delimitar la propiedad; y lo mismo si no existiese nada. Por lo tanto, la justicia nace de la relación entre la escasez de bienes con los deseos que de ellos tienen los hombres. Dicho con otras palabras, la justicia nace de la necesidad de fijar reglas en aras de la paz social, para estabilizar las propiedades y asegurar la eficacia de los tratos y convenios sobre ellas. Si bien es verdad que para Hume el hombre tiene como virtud natural la simpatía o humanidad, esta virtud no llega hasta el punto de que los hombres sean capaces de renunciar a todos sus bienes por los demás: uno piensa primero en sus propias necesidades y en las de los suyos, lo cual es fuente de conflictos si no existiera la convencíón de la justicia. Precisamente, el gobierno y el Derecho se justifica por la necesidad de que se viva la justicia; esto es, para que cada uno no desee más bienes que los suyos propios, y sea compelido a obrar a favor de la comunidad en su conjunto.