Hablar de ética implica necesariamente abordar la cuestión de la moral, términos que, por lo general, en el lenguaje común significan lo mismo. En el lenguaje diario no se diferencia entre los términos «moral» y «ética», utilizando ambos sin distinción para hacer referencia a normas, conductas y comportamientos del ser humano. Sin embargo, desde un punto de vista filosófico, los dos términos no son sinónimos.
Efectivamente, en contexto filosófico, la ética y la moral tienen diferentes significados. La moral son las costumbres, normas, tabúes y convenios establecidos por cada sociedad, mientras que la ética está relacionada con el estudio fundamentado de los valores que guían el comportamiento humano en la sociedad. La relación entre ética y moral estriba en que ambas son responsables de la construcción de la base que guiará la conducta del hombre, determinando su carácter, su altruismo y sus virtudes, y de enseñar la mejor manera de actuar y comportarse en sociedad.
Definición de Ética
La palabra ética viene del griego ethos, que significa ‘forma de ser’ o ‘carácter’. La ética es una rama de la filosofía que estudia y sistematiza los conceptos del bien y el mal, así como otros relacionados. Esta disciplina tiene como objetivo definir de forma racional qué constituye un acto bueno o virtuoso, independientemente de la cultura en la que se enmarque.
La ética estudia los principios que deben regir la conducta humana al tratar de explicar las reglas morales de manera racional, fundamentada, científica y teórica. Se puede decir que la ética es, en este sentido, una teorización de la moral, que incluso ayuda a definir criterios propios sobre lo que ocurre a nuestro alrededor. Así pues, el concepto de ética puede significar el conocimiento extraído de la investigación del comportamiento humano al intentar explicar las reglas morales de forma racional.
Aunque normalmente la ética respalda o justifica las prácticas morales, otras veces puede entrar en contradicción con ellas. Un individuo puede valerse de su ética para cuestionar valores morales y estar en desacuerdo con determinados planteamientos, pero también a través de ella puede apoyar y reflejar otros valores en su vida cotidiana. Es decir, puede enfrentarse a estos valores morales o apoyarlos.
En otras palabras, la ética es entendida generalmente como un ejercicio interno, teórico, cuyo fin es el de definir qué es lo que hace que algo sea moral. Es por esto que se le considera como un estudio de la moral (práctica, exterior y compartida socialmente).
Definición de Moral
La palabra moral deriva de la palabra latina morālis, que significa ‘relativo a las costumbres’. La moral, por lo tanto, se centra en la práctica, en las expresiones concretas del comportamiento que derivan del sistema de valores y principios.
En otras palabras, la moral es el conjunto de reglas que se aplican en la vida cotidiana y todos los ciudadanos las utilizan continuamente. Estas normas guían a cada individuo, orientando sus acciones y sus juicios sobre lo que es correcto o incorrecto, es decir, bueno o malo dentro de una escala de valores compartida por el grupo social.
Así entendida, la moral es el conjunto de valores y reglas definidas por determinado grupo o cultura, que es común a todos sus miembros. Cuando hablamos de moral, las definiciones de lo que es correcto o incorrecto dependen del lugar donde el individuo se encuentra, de la tradición, la cultura, la educación y la vida cotidiana.
Teorías Éticas en la Historia de la Filosofía
Intelectualismo Moral
El intelectualismo moral tiene su origen en la Grecia antigua, con Sócrates y su discípulo Platón. Con la llegada de la democracia a Atenas aparecen los llamados sofistas, que mantienen una doctrina de relativismo moral basada en el concepto de convención. Sócrates se opone a esta idea desde su propio pensamiento moral, hoy conocido como intelectualismo. Desde el punto de vista del intelectualismo moral, el bien supremo sólo es alcanzable mediante el conocimiento. Es necesario conocer la idea del bien para poder obrar bien. Según esta teoría, no hay personas “malas”, sino ignorantes. Quien hace el mal lo hace por ignorancia. Quien sabe y conoce qué es el bien ya no dejará de practicarlo, porque se dará cuenta de que ese es el verdadero camino hacia la felicidad.
Es una teoría claramente optimista, pues rechaza la idea de que se pueda obrar mal a propósito. De acuerdo con el intelectualismo moral, deberían sustituirse las cárceles por escuelas. Además, rechaza la idea del relativismo moral apoyada por los sofistas: desde el punto de vista intelectualista, existe un bien único que puede (y debe) llegar a ser conocido.
El intelectualismo plantea paradojas intuitivamente muy alejadas del pensamiento actual. Por ejemplo, según esta concepción, una persona que obra mal sabiendo que está obrando mal (y, por tanto, pudiendo obrar bien si quisiera) no sería una mala persona, pues es capaz de hacer el bien. Sin embargo, su importancia histórica es clara al subrayar la importancia de la educación en la formación de una sociedad ética y justa.
El Eudemonismo de Aristóteles
El sistema filosófico de Aristóteles es teleológico, es decir, concibe la naturaleza en términos de finalidad. Todos los seres tienen un fin, un objetivo a cuya realización tienden. Esta idea orienta todas sus teorías sobre la naturaleza. En el campo de la ética, Aristóteles considera que el fin del ser humano es alcanzar la felicidad (eudemonia).
Para Aristóteles, la realización de la finalidad de cada ser consiste en cumplir con aquello que es más propio a su naturaleza. Así pues, para el ser humano, la felicidad se alcanzará mediante la actividad que es más natural al ser humano, la más propiamente humana. La actividad más propia del hombre, aquella que más corresponde a su naturaleza específica porque le distingue de los demás seres, es, sin duda, la actividad intelectual. En consecuencia, la forma más perfecta de felicidad para el hombre es la actividad contemplativa, el puro conocimiento. La felicidad humana tendrá que ver más con la actividad del alma (mente) que con la del cuerpo; y, de entre las actividades del alma, con aquella que corresponde a la parte más típicamente humana: el alma intelectiva o racional.
Por otra parte, la virtud práctica, correspondiente a las pasiones, deseos y apetitos, consiste en la moderación y la realización siempre del término medio, individual, entre dos extremos igualmente viciosos, uno por exceso y otro por defecto.
Epicureísmo
La base de la ética de Epicuro es que lo bueno es todo lo que produce placer. Según Epicuro, el placer es un bien inherente a nuestra naturaleza, y estamos destinados a buscar el placer. En completa contraposición a las teorías de Sócrates, Platón y Aristóteles, que defendían la tesis de la razón sobre las pasiones e impulsos, para Epicuro el único criterio de verdad lo proporciona el cuerpo, y es el placer el medio que permite alcanzar la felicidad.
Epicuro explica el placer como ausencia de dolor, y para evitar el dolor, debemos buscar los placeres elementales no desenfrenados, sin rendirnos a la esclavitud de la necesidad. Desde la perspectiva de la ética de Epicuro, el auténtico placer es el placer calculado, producto de un gran autocontrol y de una buena madurez intelectual. Este placer lo alcanzamos cuando conseguimos el pleno dominio de nosotros mismos, de nuestros propios deseos y afecciones. Así pues, este placer está más relacionado con la moderación, la tranquilidad y la ausencia de necesidades y preocupaciones que con el exceso o la indulgencia. Además, el epicureísmo desaconseja la actividad política y la participación ciudadana.
Esta aparente falta de responsabilidad social se explica por su momento histórico. El epicureísmo es un producto del período helenístico: el imperio de Alejandro Magno había puesto fin a la estructura política de los estados griegos. La pérdida de la democracia y de la participación en las decisiones de la sociedad supone la eliminación de una parte esencial de las vidas de los ciudadanos griegos. El sentido de sus vidas quedaba inevitablemente alterado, por lo que las escuelas morales de este período, como la de Epicuro, trataron de dar cuenta de la nueva situación.
Hume: Emotivismo Moral
Ya en el siglo XVIII, Hume señala que el fundamento de los juicios morales no es racional, sino que se encuentra en los sentimientos que diferentes actos despiertan en quien los juzga. Para Hume, el juicio moral está relacionado con la experiencia estética, pues se trata de un juicio de gusto más que de hecho. Afirmar que algo es bueno o malo equivaldría a decir que nos gusta o no nos gusta.
Esto está íntimamente relacionado con las concepciones de Hume sobre el conocimiento humano, encuadradas dentro de la corriente llamada empirismo. Para el empirismo, todo conocimiento procede de la experiencia y de los sentidos. La mente es una página en blanco que se va llenando desde el nacimiento con los datos que nos proporcionan nuestros sentidos. De acuerdo con esta idea, no existe ninguna experiencia sensorial posible en cuestiones morales. No podemos percibir sensorialmente lo bueno o lo malo.
Asimismo, Hume considera que los fines últimos de las acciones humanas no dependen de la razón sino del sentimiento. La razón sirve para decidir los medios que nos permitirán llegar a ciertos fines, pero no es capaz de decirnos cuáles son esos fines. Lo que se desea por sí no lo dicta la razón sino el sentimiento y el afecto humano, el placer y el dolor.
Utilitarismo
Los teóricos del utilitarismo clásico fueron filósofos ingleses como Jeremy Bentham o muy especialmente John Stuart Mill. Los utilitaristas consideran que una acción será tanto más benigna moralmente cuanto más placer genere a la mayor cantidad posible de gente. Como su nombre indica, su contenido esencial es definir la corrección de toda acción por su utilidad, es decir, por los resultados o consecuencias producidos por ella. De ahí que esta doctrina se conozca también con el nombre de consecuencialismo.
Desde este punto de vista, decidir si una acción es buena o mala comportaría llevar a cabo un cálculo de placeres. La base de la conciencia moral del utilitarismo es este principio de utilidad, que trata de alcanzar «la mayor felicidad para el mayor número de personas». La mayor cantidad posible de placeres para el individuo y su comunidad. De esta forma, las cualidades, definidas empíricamente, pueden ser aprobadas o rechazadas según su tendencia a aumentar, o no, la felicidad.
El utilitarismo presenta varios problemas. En primer lugar, se trata de una doctrina especialmente exigente. Quienes cuentan con poder para decidir sus acciones en términos de cálculos de felicidad tienen, además, la posibilidad de justificar decisiones “dudosas” de acuerdo con el utilitarismo. En efecto, el utilitarismo es consecuencialista, es decir, supone que el fin justifica los medios. Desde el punto de vista utilitarista se pueden justificar todas las formas de opresión, persecución, genocidio, esclavismo o discriminación que se dirijan a minorías siempre y cuando la mayoría se vea favorecida.
La Ética Formal de Kant
Kant aspiraba a elaborar una propuesta que pudiera servir para todos los seres humanos, sin importar su situación ni el lugar o el momento en que viviera cada uno. Pero esto solo puede lograrse prescindiendo del contenido material de la ética (es decir, de normas concretas que debemos seguir) y elaborando, en su lugar, una teoría ética formal.
Kant llama a todas las éticas anteriores “éticas materiales”. La gran diferencia entre las éticas materiales y las formales es que las éticas materiales dicen qué debo hacer, mientras que una ética formal indicará cómo debo actuar. Las éticas materiales plantean, según Kant, imperativos hipotéticos de la forma “haz X para obtener Y” (por ejemplo, “busca los placeres para obtener la felicidad”). Son hipotéticos porque requieren la aceptación de que ese Y es, efectivamente, el bien, y como tal, lo que deseamos conseguir. Kant se propone formular un imperativo categórico, es decir, válido para todas las personas en todos los casos.
La teoría de Kant propone que cada persona elabore sus propias reglas de manera autónoma. Al tratarse de una ética formal, esta teoría no nos dice cuál debe ser el contenido de estas reglas.
Lo único que nos indica Kant es el procedimiento que debemos seguir cuando elaboramos las normas para asegurarnos de que estas reglas sean válidas. Si quiero que las normas individuales de conducta que autónomamente he elegido resulten éticamente válidas, debo asegurarme de que las he elaborado siguiendo el procedimiento adecuado. Este procedimiento puede enunciarse de varias maneras, aunque tal vez la más clara sea la siguiente: “Elige siempre normas de conducta que puedas querer que se conviertan en leyes universales”. En otras palabras, actúa como quieras que actúe todo el mundo. Kant llamaba imperativo categórico a este requisito básico que todas las máximas individuales deben satisfacer. Esta formulación del imperativo categórico insiste en la importancia de elegir reglas de conducta que puedan ser universales.
De acuerdo con la propuesta kantiana, cuando estamos pensando en las reglas de comportamiento que vamos a escoger, tenemos que hacer un esfuerzo por imaginar qué es lo que ocurriría si todas las personas se comportasen del mismo modo. ¿Sería deseable un mundo en el que todos se guiasen por las mismas normas de conducta que nosotros hemos elegido? Si la respuesta es negativa, entonces esas normas de conducta no son válidas, porque no son universalizables.
Además de la formulación anterior, existen otras maneras distintas de enunciar el imperativo categórico kantiano. Una forma alternativa de expresar la condición que nuestras normas deben cumplir es la siguiente: “Elige siempre normas de conducta que respeten la dignidad de la persona y que traten a los demás como fines en sí mismos y no solo como medios”.
En la ética kantiana, la razón desempeña un papel fundamental: Kant insiste en la importancia de la autonomía del individuo, que debe ser quien elabore racionalmente sus propias reglas. Para ser válidas, estas deben ajustarse al imperativo categórico. Sin embargo, esta condición no nos dice cuál debe ser el contenido específico de las reglas, sino que únicamente nos señala el procedimiento para elaborarlas. Por eso, la propuesta de Kant no es una ética material, sino formal.
La teoría de Kant es considerada deontológica: insiste en la necesidad de cumplir siempre con nuestro deber, sean cuales sean las consecuencias. De hecho, Kant creía que no somos responsables de las posibles consecuencias de nuestros actos, ya que muchas veces los efectos de nuestro comportamiento escapan a nuestro control. De lo que sí somos moralmente responsables es de cumplir con nuestra obligación. Por eso, la actitud éticamente correcta consiste en actuar siempre respetando el deber, que para Kant se basa en elegir normas que podamos querer que se conviertan en universales y que al mismo tiempo respeten la dignidad de todos los seres humanos.
Nietzsche y la Crítica a la Moral Tradicional
Nietzsche es un autor vitalista: entiende por vida el conjunto de todas las manifestaciones de la realidad y además la posiciona como único criterio de valor. Para este autor, toda la moral tradicional defendida en Occidente por la tradición filosófica y la religión es antinatural porque va contra los instintos vitales, negando y oprimiendo la vida misma. Al identificar una infravaloración de la vida en la cultura de su tiempo, Nietzsche considerará que la civilización occidental se encuentra en decadencia, y se propondrá llevar a cabo una crítica de todos los principios de la cultura occidental mediante un método genealógico, es decir, rastreando sus orígenes.
En primer lugar, Nietzsche sitúa el origen del error en la filosofía antigua. Califica la moral socrático-platónica de antinatural, porque niega el valor de lo instintivo, sensorial y corporal. Pero la victoria definitiva de esta actitud antivital llega con el triunfo del cristianismo. El cristianismo oprime la vida y todos los instintos y deseos humanos considerándolos pecados y convirtiendo la vida humana en una mera preparación para la vida eterna, al tiempo que considera “virtudes” sentimientos como la obediencia o el sacrificio.
Para Nietzsche, esto es el resultado de la inversión de los valores de la Antigüedad. En el mundo antiguo, “bueno” era sinónimo de noble, bello, poderoso o aristocrático, mientras que lo malo era lo débil y vulgar. El cristianismo termina con esta moral de señores imponiendo en su lugar una enfermiza moral de esclavos basada en el resentimiento y el rencor.
No obstante, a partir de la Ilustración y del desarrollo del pensamiento de la modernidad, y con el avance de la ciencia, tiene lugar un acontecimiento de enormes consecuencias: la muerte de Dios. Con esto se refiere a que la religión ya no actúa como guía moral de los seres humanos. Esto tiene una consecuencia terrible: el nihilismo. Nihilismo significa no creer en nada, no defender ningún valor. Al perder a Dios se pierde el eje moral que fundamenta todos los valores, por lo que el ser humano se hunde en una existencia vacía.
La muerte de Dios, no obstante, presenta una oportunidad para que el ser humano se libere de la carga de la moral tradicional. Nietzsche defiende la transvaloración de todos los valores, que en el fondo sería la recuperación de la antigua moral de señores.
Esto ocurrirá con la llegada del superhombre, que podrá ejercer su impulso creativo libremente, creando valores nuevos que ocupen el hueco de los caídos valores tradicionales, igual que un artista creando su obra. Si hasta ahora la cultura ha valorado todo lo opuesto a la vida partiendo de una moral enfermiza y decadente, la transvaloración de todos los valores supondrá recuperar la inocencia primitiva para valorar y afirmar de nuevo la vida.