Guillermo de Ockham (aprox. 1290-1349) es la última gran figura de la escolástica y, a la vez, la primera de la modernidad.
La cuestión fundamental en torno a la cual había nacido y se había desarrollado la escolástica, el acuerdo entre la revelación y la investigación filosófica, es declarado imposible por Ockham, que lleva al extremo la escisión entre razón y fe, reclamando la independencia de la filosofía. Paralelamente, en el ámbito institucional, defiende (lo que será un anticipo de la actitud más común de las democracias modernas) una neta separación entre Iglesia y Estado; tomando partido por el Emperador Luis IV de Baviera frente al Papado de Aviñón (Juan XXII), no reconociendo al Papa más que un papel moderador en el terreno exclusivamente espiritual.El texto que se nos propone comentar establece los límites del poder del Papa en relación con los derechos de lo que hoy podríamos llamar el poder del Estado (emperadores, reyes) y la sociedad civil (fieles e infieles que no se opongan a las buenas costumbres, etc.).El poder que Cristo concedíó a los Papas, vinculado a la afirmación evangélica lo que atareis en la tierra, quedará atado en el cielo, no es ilimitado.Los límites de dicha potestad se refieren a los derechos de emperadores, reyes, fieles e infieles que no se opongan a las buenas costumbres, al honor de Dios ni a los mandatos evangélicos.La razón de esa limitación en el poder del Papa, es que tales derechos eran anteriores al evangelio.Por tanto, cualquier actuación del Papa contra dichos derechos es inmediatamente nula por el mismo derecho divino.El punto de partida, implícito en el argumento que este texto propone, es que la única omnipotencia existente es la que corresponde a la voluntad divina, ella es la única referencia válida a la hora de juzgar, permitir o prohibir derechos y conductas. Si, pues, Dios quiso que, con anterioridad a la institución explícita de la ley evangélica, emperadores, reyes y demás hombres pudieran ejercer derechos legítimos, tales derechos siguen siéndolo hoy si no atentan contra el honor de Dios ni contrarían lo establecido luego como legítimo en la ley evangélica. El poder del Papa no puede estar, pues, sobre la voluntad divina y, en consecuencia, carece de autoridad sobre un Imperio cuya fundación es anterior a la de la Iglesia; esos son sus límites y cualquier iniciativa papal que pretenda sobrepasarlos es nula de todo derecho.En el ámbito de las relaciones entre razón y fe
Ockham reclamaba la total independencia entre ambas. Con ello no pretendía atacar al dogma cristiano, sino depurar la fe de toda adherencia filosófica, separar al cristianismo del helenismo, haciendo ver así el carácter autónomo y suprarracional de la fe. El mismo afán de pureza y autenticidad inspira su doctrina política. Ockham busca separar lo espiritual de lo temporal de manera análoga a como separó la filosofía de la fe y con la misma intención: no tanto defender los intereses del emperador, como garantizar la espiritualidad de la comunidad cristiana. En esta línea de defensa de la pureza de las fe contra el absolutismo papal, Ockham dice que la ley de Cristo es ley de libertad y que al Papado no le pertenece el poder absoluto (plenitudo potestatis) ni en materia espiritual (la infalibilidad no corresponde al Papa, ni siquiera al Concilio, sino a la Iglesia que Ockham define como la multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y los apóstoles hasta ahora) ni en materia política, pues el poder del Papa es ministrativus, no dominativus: fue instituido para provecho de los súbditos y no para que les fuese quitada la libertad que el propio Cristo vino a perfeccionar, no a abolir. En su escrito Sobre el poder de los emperadores y los papas Ockham se vuelve contra el ejercicio del poder mundano de la Iglesia con argumentos similares a los del presente texto.Ockham combate con estas tesis el Papado de Aviñón. Un Papado rico, autoritario y despótico al que Ockham y la orden franciscana oponen la tesis de la pobreza de Cristo y de los apóstoles, que ni quisieron formar un reino o dominio temporal ni quisieron, siquiera, tener ninguna propiedad. Esta tesis, a su vez, fue condenada como herética por el Papa Juan XXII. El Papado de Aviñón sosténía, contra el emperador Luis de Baviera, que la autoridad imperial procede de Dios pero siempre a través del Papa que, en consecuencia, tenía poder absoluto, tanto en las cuestiones espirituales como en las temporales. Guillermo de Ockham muestra, tal como aparece en el texto, lo infundado de esta tesis observando que el Imperio no ha sido fundado por el Papa; fue fundado por los romanos, fue luego transferido a Carlomagno y de los francos pasó a la nacíón alemana, cuyo pueblo tiene derecho de elección imperial, pues, como dice el texto, tales derechos existían antes de la institución explícita de la ley evangélica y pudieron usarse lícitamente. Queda excluida, pues, toda jurisdicción del Papado sobre el Imperio, Ockham admite, sustancialmente, que ambos poderes son independientes. Esta actitud le valíó, por lo demás, la condena del Papa Juan XXII y la orden de encarcelamiento, orden que eludíó huyendo a Múnich y refugiándose en al corte del emperador Luis de Baviera.
La cuestión fundamental en torno a la cual había nacido y se había desarrollado la escolástica, el acuerdo entre la revelación y la investigación filosófica, es declarado imposible por Ockham, que lleva al extremo la escisión entre razón y fe, reclamando la independencia de la filosofía. Paralelamente, en el ámbito institucional, defiende (lo que será un anticipo de la actitud más común de las democracias modernas) una neta separación entre Iglesia y Estado; tomando partido por el Emperador Luis IV de Baviera frente al Papado de Aviñón (Juan XXII), no reconociendo al Papa más que un papel moderador en el terreno exclusivamente espiritual.El texto que se nos propone comentar establece los límites del poder del Papa en relación con los derechos de lo que hoy podríamos llamar el poder del Estado (emperadores, reyes) y la sociedad civil (fieles e infieles que no se opongan a las buenas costumbres, etc.).El poder que Cristo concedíó a los Papas, vinculado a la afirmación evangélica lo que atareis en la tierra, quedará atado en el cielo, no es ilimitado.Los límites de dicha potestad se refieren a los derechos de emperadores, reyes, fieles e infieles que no se opongan a las buenas costumbres, al honor de Dios ni a los mandatos evangélicos.La razón de esa limitación en el poder del Papa, es que tales derechos eran anteriores al evangelio.Por tanto, cualquier actuación del Papa contra dichos derechos es inmediatamente nula por el mismo derecho divino.El punto de partida, implícito en el argumento que este texto propone, es que la única omnipotencia existente es la que corresponde a la voluntad divina, ella es la única referencia válida a la hora de juzgar, permitir o prohibir derechos y conductas. Si, pues, Dios quiso que, con anterioridad a la institución explícita de la ley evangélica, emperadores, reyes y demás hombres pudieran ejercer derechos legítimos, tales derechos siguen siéndolo hoy si no atentan contra el honor de Dios ni contrarían lo establecido luego como legítimo en la ley evangélica. El poder del Papa no puede estar, pues, sobre la voluntad divina y, en consecuencia, carece de autoridad sobre un Imperio cuya fundación es anterior a la de la Iglesia; esos son sus límites y cualquier iniciativa papal que pretenda sobrepasarlos es nula de todo derecho.En el ámbito de las relaciones entre razón y fe
Ockham reclamaba la total independencia entre ambas. Con ello no pretendía atacar al dogma cristiano, sino depurar la fe de toda adherencia filosófica, separar al cristianismo del helenismo, haciendo ver así el carácter autónomo y suprarracional de la fe. El mismo afán de pureza y autenticidad inspira su doctrina política. Ockham busca separar lo espiritual de lo temporal de manera análoga a como separó la filosofía de la fe y con la misma intención: no tanto defender los intereses del emperador, como garantizar la espiritualidad de la comunidad cristiana. En esta línea de defensa de la pureza de las fe contra el absolutismo papal, Ockham dice que la ley de Cristo es ley de libertad y que al Papado no le pertenece el poder absoluto (plenitudo potestatis) ni en materia espiritual (la infalibilidad no corresponde al Papa, ni siquiera al Concilio, sino a la Iglesia que Ockham define como la multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y los apóstoles hasta ahora) ni en materia política, pues el poder del Papa es ministrativus, no dominativus: fue instituido para provecho de los súbditos y no para que les fuese quitada la libertad que el propio Cristo vino a perfeccionar, no a abolir. En su escrito Sobre el poder de los emperadores y los papas Ockham se vuelve contra el ejercicio del poder mundano de la Iglesia con argumentos similares a los del presente texto.Ockham combate con estas tesis el Papado de Aviñón. Un Papado rico, autoritario y despótico al que Ockham y la orden franciscana oponen la tesis de la pobreza de Cristo y de los apóstoles, que ni quisieron formar un reino o dominio temporal ni quisieron, siquiera, tener ninguna propiedad. Esta tesis, a su vez, fue condenada como herética por el Papa Juan XXII. El Papado de Aviñón sosténía, contra el emperador Luis de Baviera, que la autoridad imperial procede de Dios pero siempre a través del Papa que, en consecuencia, tenía poder absoluto, tanto en las cuestiones espirituales como en las temporales. Guillermo de Ockham muestra, tal como aparece en el texto, lo infundado de esta tesis observando que el Imperio no ha sido fundado por el Papa; fue fundado por los romanos, fue luego transferido a Carlomagno y de los francos pasó a la nacíón alemana, cuyo pueblo tiene derecho de elección imperial, pues, como dice el texto, tales derechos existían antes de la institución explícita de la ley evangélica y pudieron usarse lícitamente. Queda excluida, pues, toda jurisdicción del Papado sobre el Imperio, Ockham admite, sustancialmente, que ambos poderes son independientes. Esta actitud le valíó, por lo demás, la condena del Papa Juan XXII y la orden de encarcelamiento, orden que eludíó huyendo a Múnich y refugiándose en al corte del emperador Luis de Baviera.