Del mismo modo, lo que recibimos está condicionado por lo que somos capaces de comprender y de organizar. Esa teoría cognoscitiva que resuelve una polémica de siglos es quizá la mayor aportación en el terreno de la epistemología de Kant. En la Crítica de la razón pura investigó si eran posibles el conocimiento matemático, el físico y el metafísico. Dicho de otro modo, si la matemática, la física y la metafísica eran posibles como ciencias, con pretensión de universalidad y necesidad. Según él, no debemos considerar el conocimiento desde sus objetos, sino de forma inversa. Los respectivos objetos pueden ser considerados sólo desde las condiciones que hacen posible nuestro conocimiento de ellos. Kant llamó a esta inversión «giro copernicano», por analogía con el audaz gesto de Nicolás Copérnico, que, en vez de considerar que el Sol giraba en torno a la Tierra, concluyó que ésta giraba alrededor del Sol. Realizar este movimiento nos permite darnos cuenta de que los objetos no son realidades independientes de nosotros. De hecho, la percepción de un objeto no es una recepción pasiva, sino una actividad. El objeto es constituido por el sujeto como cierta unidad sintética de muchas percepciones. Esta actividad sintética ejercida por el sujeto es lo que hace posible el objeto. El objeto es constituido, pues, por el sujeto, a partir de los datos de la intuición sensible. Pero sólo en cuanto objeto, no en cuanto a la cosa que sea en sí. Por ejemplo, veo unas manchas de colores que se hacen más grandes, escucho unos sonidos característicos —digamos, por ejemplo, ladridos—, huelo un olor específico, reúno todas estas sensaciones y digo: «Ahí viene un perro ladrando». Esas sensaciones son organizadas por mi mente de una determinada manera. Pero ¿es la única manera posible? En principio, no puedo saberlo.
Cuando percibo un objeto estoy produciendo una interpretación y síntesis de datos sensibles y no tiene sentido que me pregunte cómo sería ese objeto —ese perro o esa silla— independientemente de toda interpretación y síntesis. Por ejemplo, todo objeto espacial me parece tridimensional, pero ¿tendrá el espacio tres dimensiones o diecisiete? El hecho es que no puedo percibir un objeto en diecisiete dimensiones. Quizá pueda pensarlo teóricamente, pero no puedo percibirlo. Por esa razón, Kant introduce la distinción entre fenómeno y noúmeno. Fenómeno es la cosa en cuanto objeto para un sujeto; como ya he dicho, «noúmeno» es la cosa considerada en sí misma sin relación con ningún sujeto. Sólo lo que es fenómeno puede ser objeto de conocimiento científico. Ahora bien, los presuntos objetos de la metafísica, el alma, el mundo y Dios, no son fenómenos de nuestra experiencia, puesto que no se apoyan en intuición sensible alguna. La metafísica, pues, carece de cientificidad, supone un uso inadecuado de la razón, e implica razonamientos sofísticos. Pero las ideas metafísicas no surgen, sin embargo, arbitraria o caprichosamente, sino que se originan en la estructura misma de la razón, la que según Kant tiende siempre a subordinar cada condición a otra más general y tiende, así, a establecer sintéticamente una condición incondicionada, por horror al progreso al infinito.
Kant rechaza que haya un conocimiento metafísico válido, pero a la vez afirma que las cuestiones metafísicas derivan de la estructura misma de la razón —de modo que son al mismo tiempo inevitables e irresolubles—. Según Kant, la razón tiende —en un proceso que él llama «prosilogístico»— a subordinar siempre cada condición a otra más general. Por ejemplo, es lo que hace cada chico cuando empieza con el «¿por qué?». Todo padre sabe que ese «¿por qué?» no tiene fin. Hay un ejemplo famoso, según el cual se preguntó a un sabio oriental: Si el mundo está en el espacio, ¿por qué no se hunde en el vacío? La respuesta es: Porque está sobre el caparazón de una enorme tortuga. Se le repreguntó: Y la tortuga, ¿por qué no se cae? La respuesta: Porque está apoyada sobre cuatro inmensos elefantes. Otra pregunta: ¿Y los elefantes por qué no se caen? Respuesta: Porque no. Kant dice que la metafísica hace algo parecido al postular una condición incondicionada. Una causa primera, una finalidad última, etcétera. Todas las cosas tienen un origen, pero éste tiene a su vez un origen, y éste otro, y así hasta llegar a un primer origen de todo, que es Dios, y que no tiene origen. ¿Por qué? Porque sí. Este primer origen se pone por horror al progreso al infinito, es decir, por el peligro de que, una vez que entramos en esta cadena de interrogantes, ya no podamos salir de ella. Pero la razón necesita poder pasar a otros temas y entonces postula, por ejemplo, una primera causa, como el padre que, después de pasar un largo rato respondiendo a diversos «¿por qué?» de su hijo termina diciendo «Porque yo lo digo», o «Cuando crezcas lo entenderás». Esta ilusión trascendental no cesa jamás, pues es natural e inevitable. De tal modo, nunca podremos conocer los presuntos objetos de la metafísica, pero tampoco podremos dejar de preguntarnos acerca de ellos, o de suponerlos. La metafísica, según Kant, es imposible como ciencia, pero es ineludible como tendencia inherente al hombre. Kant dice de la metafísica: «En nada desmerece por el hecho de que sirva más para impedir errores que para ampliar el conocimiento, antes bien le da dignidad y prestigio por la censura que ejerce, la cual garantiza el orden universal y armonía —y aun bienestar— de la república de la ciencia, evitando que sus animosas y fecundas elaboraciones se aparten del fin principal, la felicidad universal».
El Imperativo Categórico y la Moral Kantiana
Según Kant, la moral está hecha de imperativos, de órdenes. Hay que hacer esto, aquello, o lo de más allá, y no hay que hacer esto o lo otro. Todos son imperativos, es decir, mandatos. La mayoría de los imperativos de nuestras vidas son condicionales. Por ejemplo, si quiero coger el avión debo levantarme temprano. Es un imperativo condicionado a algo que yo quiero hacer, si quiero llegar a tiempo al aeropuerto, a la hora que sale el avión, pues tengo que hacerlo, de lo contrario no necesito madrugar. Todo eso es un imperativo condicional, o, como también lo llama Kant, hipotético. Es una orden dada en función de una actividad que voy a realizar. Lo que Kant busca, como base de la moral, es qué imperativos hay que no tengan condiciones sino que tenemos que hacerlos sí o sí, no porque vayamos a conseguir tal o cual cosa sino porque somos seres humanos racionales. Un imperativo condicional tiene la forma «si quiero tal cosa, debo hacer tal otra» —por ejemplo, si quiero conservar mi crédito y mi buen nombre, debo devolver el dinero que me prestaron—, pero la moral no puede basarse en ese tipo de imperativos, sino en aquellos que plantean lo que debo hacer y no sólo lo que me conviene hacer. A veces lo que debo hacer y lo que me conviene coinciden —por ejemplo, en el caso de la devolución del préstamo—, pero frecuentemente se oponen. En tal caso, lo ético es lo que debo hacer y ninguna otra cosa. Pero ¿cómo saber en cada caso lo que debo hacer? Según Kant, porque mi conducta se debe adecuar a una máxima racional que se me presenta como imperativo categórico. Si cuando voy a hablar a alguien digo la verdad, puedo decir que deseo que todos los seres humanos en las mismas condiciones digan la verdad. Si miento, en cambio, no puedo convertir ese principio en ley universal; porque no quiero que me mientan a mí. Yo deseo mentir para obtener una ventaja, pero no quiero que los demás me mientan porque si no el diálogo sería imposible.
Por ejemplo, si quiero coger el avión debo levantarme temprano. Es un imperativo condicionado a algo que yo quiero hacer, si quiero llegar a tiempo al aeropuerto, a la hora que sale el avión, pues tengo que hacerlo, de lo contrario no necesito madrugar. Todo eso es un imperativo condicional, o, como también lo llama Kant, hipotético. Es una orden dada en función de una actividad que voy a realizar. Lo que Kant busca, como base de la moral, es qué imperativos hay que no tengan condiciones sino que tenemos que hacerlos sí o sí, no porque vayamos a conseguir tal o cual cosa sino porque somos seres humanos racionales. Un imperativo condicional tiene la forma «si quiero tal cosa, debo hacer tal otra» —por ejemplo, si quiero conservar mi crédito y mi buen nombre, debo devolver el dinero que me prestaron—, pero la moral no puede basarse en ese tipo de imperativos, sino en aquellos que plantean lo que debo hacer y no sólo lo que me conviene hacer. A veces lo que debo hacer y lo que me conviene coinciden —por ejemplo, en el caso de la devolución del préstamo—, pero frecuentemente se oponen. En tal caso, lo ético es lo que debo hacer y ninguna otra cosa. Pero ¿cómo saber en cada caso lo que debo hacer? Según Kant, porque mi conducta se debe adecuar a una máxima racional que se me presenta como imperativo categórico. Si cuando voy a hablar a alguien digo la verdad, puedo decir que deseo que todos los seres humanos en las mismas condiciones digan la verdad. Si miento, en cambio, no puedo convertir ese principio en ley universal; porque no quiero que me mientan a mí. Yo deseo mentir para obtener una ventaja, pero no quiero que los demás me mientan porque si no el diálogo sería imposible
La mentira no puede ser base de moralidad, porque es imposible que sea convertida en ley universal. Si todos mintieran, nadie creería ninguna afirmación, y entonces la mentira sería ineficaz. Como contrapartida, la verdad, que sí puede serlo. El principio verdaderamente moral es aquel que puede convertirse en una ley universal para todos los demás.
Nosotros no somos dueños de todas las consecuencias de nuestras acciones; dicho de otro modo, vemos permanentemente que hacemos cosas cuyos resultados son opuestos o, por lo menos, diferentes a lo que habíamos buscado. Entonces, eso nos puede inhibir y preguntarnos: «¿Para qué voy a intentar yo realizar tal o cual cosa si luego los resultados van a ser distintos a los que deseo?». Kant piensa que lo práctico, lo verdaderamente moral en cada uno de nosotros, es la buena voluntad. Es decir, lo único a lo que no podemos renunciar es a tener buena voluntad, y si actuamos ateniéndonos a ella, sean cuales sean las consecuencias, nadie puede reprocharnos moralmente nada. Pero ¿en qué se basa la buena voluntad moral? Toda moral está formada por imperativos. Tales imperativos rigen nuestras vidas — constantemente estamos dándonos órdenes a nosotros mismos de acuerdo con lo que queremos hacer.