Estas nociones aparecen en el apartado 1 del capítulo «La ‘razón’ en la filosofía» de El crepúsculo de los ídolos de Friedrich Nietzsche, donde el pensador critica la primera «idiosincrasia» de la filosofía típica occidental: el idealismo. En este apartado, ironiza el alemán sobre la opinión que «los filósofos» tienen de los sentidos y el cuerpo, a los que caracterizarían de engañadores y falsos, respectivamente. Esta primera idiosincrasia consistiría, utilizando el neologismo del alemán, en una suerte de «egipticismo», e.
Según Nietzsche, los filósofos odian el devenir, es decir, sienten un fuerte rechazo instintivo por las fuerzas cambiantes de la realidad. Parece, por tanto, que Nietzsche caracteriza a los filósofos como personas mediocres, débiles, con un instinto de temor y de calumnia. Podemos citar el ejemplo paradigmático de la filosofía platónica, con su «dualismo enfrentado». Frente a esta postura, la reivindicación nietzscheana de los sentidos y del cuerpo es una parte esencial de su filosofía, vinculada al vitalismo, a la crítica de la cultura occidental y de la filosofía. Nietzsche frente a una perspectiva que él tacha de antinatural. Además los sentidos son instrumentos de la vida, nos dan la auténtica realidad, nos mantienen unidos al mundo. El peligro está en tomar las ficciones del lenguaje por la realidad. Los conceptos y teorías científicas son ficciones, esquemas lingüísticos impuestos a la realidad para controlarla. Por eso, la verdad es una invención de los filósofos, seres insatisfechos con el mundo del devenir que anhelan el confortable mundo del ser.
La crítica de los conceptos metafísicos
Estas nociones aparecen en el apartado 4 del capítulo “La ‘razón’ en la filosofía” de El crepúsculo de los ídolos de Friedrich Nietzsche, donde el pensador critica la segunda “idiosincrasia” de la filosofía típica occidental: el idealismo. En este apartado, ironiza el alemán sobre los conceptos metafísicos en los que creen “los filósofos”, tirándolos de vacíos, humo o telarañas, resultado de su enfermedad mental; el más supremo (y más vacío) sería el concepto de Dios.
Esta segunda idiosincrasia consistiría entonces en idolatrar los conceptos metafísicos, tomándolos como lo más verdadero, ente realísimo y causa sui, según el propio texto. Así, los han puesto por encima de la realidad considerándolos como algo superior a ella. Ideas y en ellas estaba su fundamento. En consecuencia, el mundo sensible tiene que ser causado, mientras que los conceptos, como son superiores, no pueden proceder de lo inferior, ni de algo anterior, tienen que ser incausados o causa sui. De entre todos los conceptos, los más importantes por ser los más generales, serían los conceptos supremos, hasta llegar al más supremo por ser más perfecto, el concepto de Dios. El peligro está en tomar las ficciones del lenguaje por la realidad. Los conceptos y teorías científicas son ficciones, esquemas lingüísticos impuestos a la realidad para controlarla. Por eso, la verdad es una invención de los filósofos, seres insatisfechos con el mundo del devenir que anhelan el confortable mundo del ser.
El arte trágico y lo dionisíaco
Con la introducción de las nociones de “arte trágico” y de “lo dionisíaco”, Nietzsche recupera el tema principal de su obra juvenil, El nacimiento de la tragedia. En El Nacimiento de la Tragedia, Nietzsche explicaba la historia de la cultura griega como resultado de la contraposición entre dos impulsos o instintos originarios: el impulso del sueño y la bella apariencia, que él veía personificado en Apolo (lo apolíneo), dios de la medida, de la armonía, de la proporción, y el impulso de la embriaguez y de la intuición del fondo primordial de la naturaleza y de la vida, que él veía personificado en Dionisos (lo dionisíaco), dios de la naturaleza y de la orgiástica, del vino, de la música, de la danza, del sexo y de la violencia.
Para Nietzsche, la armonía de ambas fuerzas se daba en la tragedia griega clásica: la compasión del espectador hacia la figura del héroe (abocado a un terrible destino) era purificadora (catártica), pues se reconciliaba con la propia vida, también irracional y terrible. Esta catarsis o purificación constituye el “consuelo” que los griegos supieron darse para poder soportar, sin negarla, la existencia. Esta armonía decayó con la entrada en escena del “socratismo”, donde su optimismo supuso que la vida humana está inserta, no en un fondo terrible, sino en un orden moral objetivo, cuyo “conocimiento” basta para la felicidad. El socratismo no deja de ser un impulso apolíneo que se levanta sobre la negación de lo dionisíaco, de la vida, no sobre su aceptación y transfiguración, como hace el arte trágico. El cristianismo extenderá por Occidente esta visión decadente de la vida.
Todo lo contrario de lo que hace el artista trágico: éste crea también una apariencia, una ilusión, pero, en cambio, no niega la realidad. El texto afirma que “el artista trágico no es pesimista –dice precisamente sí a todo lo problemático y terrible, es dionisiaco…”. Esto significará que los aspectos de la realidad que el artista trágico ha de seleccionar habrán de ser precisamente los más problemáticos y terribles: la violencia, la crueldad, el dolor, la enfermedad, la vejez, la muerte… Incluso tendrá que reforzarlos, enfatizarlos o subrayarlos.
Y es que caben dos formas de dar sentido a los aspectos problemáticos y terribles de la existencia, dos interpretaciones que brotan de dos actitudes básicas: el pesimismo y la visión dionisíaca. El pesimismo ve en los aspectos problemáticos y terribles de la existencia razones o argumentos para un juicio negativo sobre la vida. La visión dionisíaca, en cambio, ve en los aspectos problemáticos y terribles de la existencia razones o argumentos para un juicio positivo sobre la vida en su conjunto o, mejor, razones para no juzgar la vida en su conjunto, sino simplemente para vivirla intensamente. Es el nuevo tipo humano que Nietzsche busca, el “superhombre”.
La perspectiva y la realidad
Comenzar señalando que podemos encontrar esta pareja de nociones en el capítulo X de El tema de nuestro tiempo de Ortega, cuando este narra el ejemplo del paisaje. Por eso el texto también afirma que la perspectiva es un componente más de la realidad. La realidad es lo que verdadera e indubitablemente existe, el mundo. Pero el mundo es siempre el mundo del yo, es decir, el mundo no existe con independencia del sujeto. Por ello mismo, tampoco es el mundo algo universal, eterno e invariable sino «mi mundo», el horizonte vital en el que el yo se halla inmerso o «circunstancia».
Esta es el mundo físico, la sociedad y la cultura, pero también el cuerpo y mente individuales. Nadie elige su mundo, le es dado, pero dentro de él se puede elegir. Por su parte, la perspectiva es el punto de vista del yo, desde la que cada uno capta una vertiente o cara de la realidad y consigue su parte de verdad. La realidad es así perspectivista y solo sumando cada perspectiva podemos obtener algo parecido a una «verdad total».