areté) que le es propia:
Permitir el descanso o cortar, por lo que son una “buena” cama o un “buen” cuchillo. La virtud, pues, se identifica con cierta capacidad o excelencia propia de una sustancia, o de una actividad (por ejemplo, una profesión). Del mismo modo, el hombre ha de tener una función propia: si actúa conforme a esa función, será un hombre “bueno”; en caso contrario, será un “mal” hombre. La felicidad consistirá, por tanto, en actuar en conformidad con la función propia del hombre; y en la medida en que esa función se realice, podrá el hombre alcanzar la felicidad. Si sus actos le conducen a realizar esa función, serán virtuosos; en caso contrario serán vicios que lo alejarán de su propia naturaleza, de lo que en ella hay de carácterístico o excelente y, con ello, de la felicidad. Así pues, la felicidad va asociada a aquellos fines que son más adecuados a la naturaleza humana, aquellos que tienen que ver con el mejor desarrollo de todas las potencialidades del alma. La vida buena, propiamente humana, consiste, por tanto, en el cultivo de las virtudes morales (valentía, templanza, y sobre todo justicia) y las dianoéticas o intelectuales (episteme o ciencia, sophía o sabiduría, inteligencia intuitiva o nôus, techne o arte, phronesis o prudencia) porque lo que es propio de cada uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para cada uno. Esto significa que el hombre encontraría su felicidad suprema en la vida contemplativa, propia del sabio; pero, dado que, como ser corporal, tiene necesidades físicas, psíquicas y sociales, sólo puede aspirar a una felicidad limitada y razonable, la propia de un hombre prudente, que exige la posesión de virtudes morales con el fin de atemperar los impulsos propios y el trato con los otros, así como la posesión de determinados bienes corporales (salud, fortaleza, etc.) y externos (medios económicos, justicia, etc.), lo que nos remite al problema político. {La felicidad de la vida contemplativa conduce de alguna forma más allá de lo puramente humano: nos pone en contacto con la divinidad, mientras que la vida conforme a las virtudes éticas no puede sino proporcionar una felicidad humana.} En resumen, el Estagirita cree que el bien supremo del hombre es la felicidad, siendo ésta la máxima virtud. Pero a diferencia de su maestro Platón, para quien el Bien es único, la felicidad (o el bien en Aristóteles) consiste en el ejercicio perfecto de cada actividad propia del hombre. En este sentido, hay muchos tipos de bien, unidos cada uno de ellos a una virtud distinta. Es necesario partir de la experiencia propia y de los hechos para alcanzar el máximo grado de perfección y virtud en cualquier actividad. De este modo, se alcanza la felicidad o la bondad, a la que se llega por muchos caminos. Cinco son las carácterísticas fundamentales que conforman la doctrina teoría ética aristotélica. En primer lugar, es teleológica, porque toda acción humana tiene un propósito, la voluntad siempre desea un bien, un fin. En segundo lugar, es eudemonista, porque concibe la felicidad como el bien supremo de la voluntad, entendiendo por aquélla la actividad del alma según la virtud. Es, además, naturalista, pues la felicidad se logra actuando conforme a nuestra naturaleza desiderativa, racional y social. En cuarto lugar, no es intelectualista, al sostener que la virtud más adecuada a la naturaleza desiderativa y racional del alma humana es la prudencia, que es una virtud de la razón práctica, directamente relacionada con las virtudes morales. Por último, es comunitarista porque afirma que no hay nunca felicidad individual sin una comunidad política justa. Esto indica la subordinación que hace Aristóteles de la ética a la política, pues la consecución del bien individual se produce en la polis, y forma parte de la consecución del bien común o social. El ser humano, además de racional, es social; de ahí que la vida buena pivote sobre la justicia, la sabiduría práctica (la prudencia) y la amistad como cohesión entre los miembros de la comunidad. La justicia y la prudencia serán, por tanto, virtudes fundamentales para el buen gobierno de la polis y, en definitiva, para la felicidad individual del ciudadano. El hombre sabe que sus necesidades, satisfacciones y realizaciones solo pueden ser posibles integrado en su comunidad y guiado por la areté (virtud) para alcanzar la felicidad. El ciudadano (polités) es aquél que puede participar en los juicios y en el poder, quedando excluidos los esclavos y los extranjeros