Es necesario probar la existencia de Dios sin hacer referencia al mundo exterior como un objeto realmente existente. Si una de las funciones de la prueba es disipar mi duda hiperbólica acerca de la existencia real de cosas distintas de mi pensamiento, me encerraría en un círculo vicioso si basara mi prueba en el supuesto de que existe realmente un mundo extramental correspondiente a mis ideas.
La Demostración a Partir de las Ideas
La demostración debe resultar del análisis de mis ideas. El «cogito ergo sum» nos da la seguridad de que las ideas existen en mi pensamiento como actos del mismo, ya que son yo mismo como sujeto pensante, pero no nos da seguridad del valor real de su contenido objetivo.
Se comienza por examinar las ideas que se tienen en la mente. Entre todas estas ideas no hay ninguna diferencia si se consideran desde el punto de vista de su realidad subjetiva, esto es, como actos del pensamiento. Ahora bien, todas esas ideas son, de algún modo, «causadas» y «es manifiesto que tiene que haber al menos tanta realidad en la causa como en el efecto». Las ideas que representan a otros hombres o cosas naturales no contienen nada tan perfecto que no pueda ser producido por mí. Pero, por lo que se refiere a la idea de Dios, es difícil que pueda haberla creado yo mismo.
La cuestión es si la idea de Dios, que encuentro en mi mente, podría haber sido producida por mí mismo. Descartes afirmó que la causa de una idea debe siempre tener al menos tanta perfección como la representada por la idea. Por esto, la causa de la idea de una sustancia infinita no puede ser más que una sustancia infinita y, por tanto, la simple presencia en mí de la idea de Dios demuestra que no estoy solo en el mundo, demuestra la existencia de Dios.
Esta demostración tiene como modelo las demostraciones escolásticas, que a diferencia de ellas no parte de las cosas sensibles para llegar a la causa primera, sino que parte de la simple idea de Dios y pasa inmediatamente de su contenido representativo a su causa.
La Demostración a Partir de la Finitud del Yo
En segundo lugar, puedo llegar a conocer la existencia de Dios, según Descartes, por la misma consideración de la finitud de mi yo. Yo soy finito e imperfecto, como se demuestra por el hecho mismo de que dudo. En el acto de dudar, en el «cogito ergo sum», y de reconocerse imperfecto, el hombre se relaciona necesariamente con la idea de la perfección y, por tanto, con la causa de esta idea, que es Dios.
De algún modo, la idea de lo infinito debe ser anterior a la de lo finito, porque ¿cómo podría yo conocer mi finitud y limitaciones si no me comparo con la idea de un ser perfecto e infinito? Así, esta segunda prueba está fundada en el reconocimiento por parte del hombre de su propia limitación.
Puede parecer que la idea del ser perfecto e infinito es actualizada antes que la idea del yo y que, entonces, la primacía del «cogito ergo sum» es sustituida por la primacía de la idea de lo perfecto. Pero Descartes puede presuponer la idea de lo perfecto sin perjuicio de la primacía del «cogito ergo sum» como proposición existencial fundamental, porque aunque la idea de lo perfecto preceda a aquella proposición, la afirmación de la existencia de Dios no la precede. Así, su punto de vista no incluye la aludida sustitución de la primacía del cogito como primer y básico principio, sino que se trata de que una comprensión posterior más adecuada del yo revela que este es un yo pensante que posee la idea de lo perfecto, con lo que no resulta anteriormente actualizada. La afirmación de mi yo como duda (imperfección) es, por eso, simultáneamente la afirmación de Dios (perfección), aunque la conciencia de lo segundo sea posterior a la conciencia de lo primero. La misma conciencia de mí como ser cogitante «implica» la conciencia de Dios, por la cual tengo conciencia de mi ser cogitante.
La Garantía de la Verdad
Se plantea la cuestión de si las demostraciones cartesianas de la existencia de Dios son válidas, porque la existencia de Dios no ha sido demostrada hasta la conclusión de las pruebas, y mientras no ha sido demostrada, no podemos estar seguros de que sean verdaderas aquellas proposiciones. Así pues, antes de estar ciertos de que Dios existe, tendríamos que estar ciertos de que todo lo que percibimos clara y distintamente es verdadero. La función fundamental que Descartes reconoce en Dios es la de constituir la garantía de toda verdad y, por tanto, el concepto cartesiano de Dios está, en principio, desprovisto de todo carácter religioso.