Karl Marx se apropia de la dialéctica hegeliana, pero la reformula desde una perspectiva materialista. Mientras que Hegel concibe la historia como el desarrollo del Espíritu Absoluto y de la conciencia, Marx sustituye este idealismo por una comprensión materialista de la historia, donde las condiciones materiales de existencia determinan la evolución social. La lucha de clases sustituye al conflicto de ideas como motor histórico. La alienación, un concepto central en Hegel, es reinterpretada por Marx en términos económicos: el trabajador no solo está alienado de su conciencia, sino también del producto de su trabajo, de su actividad y de sus semejantes en el sistema capitalista. Si bien Marx toma de Hegel el método dialéctico, rechaza su teleología idealista. En su visión, la historia no avanza hacia una realización metafísica del espíritu, sino mediante contradicciones materiales que desembocan en la transformación de los modos de producción. En este sentido, el materialismo histórico de Marx representa una inversión de la dialéctica hegeliana: en lugar de que la realidad derive de las ideas, las ideas emergen de las estructuras económicas y sociales. De esta manera, el concepto de alienación en Marx adquiere un significado profundamente ligado a las relaciones de producción, mientras que en Hegel la alienación es un proceso espiritual vinculado al desarrollo de la autoconciencia. Asimismo, para Hegel la dialéctica es un proceso idealista que culmina en la realización del Espíritu Absoluto, mientras que para Marx la dialéctica histórica implica la transformación de la realidad material mediante la lucha de clases. Esta diferencia esencial marca la distancia entre un enfoque metafísico y uno eminentemente materialista, lo que hace que Marx considere la *praxis* revolucionaria como un elemento central de la historia. Además, el concepto de alienación en Hegel refleja la separación del individuo respecto al Espíritu y su propio desarrollo, mientras que en Marx la alienación es un fenómeno estructural vinculado al capitalismo.
Simone de Beauvoir, desde una perspectiva feminista existencialista, comparte con Marx la crítica a las estructuras de opresión, pero amplía su análisis al ámbito de género. Mientras que Marx explica la alienación y la explotación en términos de la lucha de clases y la propiedad privada, Beauvoir introduce la subordinación de la mujer como una dimensión fundamental de la injusticia histórica. Si bien el marxismo sostiene que la opresión de la mujer se basa en la estructura económica y la dinámica del capital, Beauvoir argumenta que la dominación masculina también se perpetúa a través de construcciones culturales, simbólicas y filosóficas que relegan a la mujer a la otredad. Uno de los puntos de convergencia entre Marx y Beauvoir es la importancia de la independencia económica como vía de emancipación. Para el marxismo, la abolición de la propiedad privada y la eliminación de la explotación del proletariado conducirían a una sociedad sin clases. Para Beauvoir, la liberación femenina exige no solo transformaciones económicas, sino también una revisión profunda de los mitos y discursos que perpetúan la subordinación de la mujer. En este sentido, el concepto de «el Otro» en Beauvoir puede relacionarse con el fetichismo en Marx: ambos revelan cómo los sistemas de dominación convierten a ciertos grupos en objetos de poder, despojándolos de su subjetividad y agencia. Además, Beauvoir también cuestiona cómo el capitalismo, al reproducir roles de género opresivos, perpetúa la explotación tanto económica como simbólica. Si bien el análisis de Beauvoir no se centra exclusivamente en la economía, reconoce que la subordinación femenina está intrínsecamente ligada a las dinámicas de producción y consumo, lo cual complementa la crítica marxista del capitalismo como un sistema que oprime tanto a mujeres como a proletarios.
Marx y Kant representan tradiciones filosóficas marcadamente diferentes, pero ciertos puntos de contacto pueden identificarse en torno a cuestiones éticas y epistemológicas. Mientras que Kant aborda la moral desde una perspectiva trascendental y racional, formulando el imperativo categórico como norma universal, Marx rechaza cualquier principio moral abstracto desvinculado de las condiciones materiales de la existencia. Para Kant, la libertad radica en la autonomía moral, donde la voluntad racional sigue leyes universales. Marx, en cambio, concibe la libertad como una realidad concreta que solo puede alcanzarse mediante la superación de las condiciones materiales de explotación. Desde esta perspectiva, la emancipación en Marx no proviene de la realización de un deber moral, sino de la transformación revolucionaria de las relaciones económicas y sociales. Aunque Kant sitúa la moralidad en el ámbito de la razón pura, Marx la contextualiza históricamente, criticando la moral burguesa como un conjunto de valores ideológicos que justifican la explotación capitalista. Así, mientras que para Kant la moral es un fin en sí mismo, para Marx es un medio para la liberación concreta del proletariado. La libertad kantiana, entendida como obediencia a la ley moral autoimpuesta, contrasta radicalmente con la libertad marxista, que implica la emancipación de las condiciones materiales de opresión. Además, el concepto kantiano de dignidad humana como valor intrínseco contrasta con la concepción marxista, que enfatiza cómo el capitalismo degrada la dignidad humana al convertir al trabajador en una mercancía. Para Kant, el individuo es un fin en sí mismo, mientras que en el capitalismo criticado por Marx, los seres humanos son medios para la acumulación de capital. Esta diferencia fundamental refleja cómo la ética de Kant y el materialismo de Marx ofrecen visiones profundamente divergentes sobre la realización de la libertad y la justicia social.
R.L, una destacada teórica marxista y revolucionaria, desarrolló y amplió varias ideas fundamentales de M, especialmente en lo referente a la lucha de clases, la estrategia revolucionaria y la emancipación del proletariado. Coincidía con M en la necesidad de la revolución proletaria para superar el capitalismo, pero discrepaba con algunas interpretaciones leninistas sobre la centralización del partido. Para L, la espontaneidad de las masas desempeñaba un papel crucial en la revolución, mientras que en el marxismo-leninismo la organización del partido de vanguardia era prioritaria. L sostenía que la liberación del proletariado no podía depender exclusivamente de una élite política o de una estructura partidaria rígida, ya que esto podía llevar a la burocratización y a la pérdida de la conexión con las necesidades reales de los trabajadores. En su visión, el proceso revolucionario debía surgir directamente de la conciencia y la participación activa de las masas, evitando que la lucha se convirtiera en un mecanismo autoritario impuesto desde arriba. Esta perspectiva la llevó a enfatizar la importancia de la autoorganización de la clase trabajadora como garantía de un socialismo genuinamente democrático. Para L, la lucha de clases no solo implicaba un enfrentamiento económico, sino también un proceso político donde las masas desarrollaban su conciencia a través de la práctica y la acción colectiva. La dinámica revolucionaria, por tanto, no era un simple cambio de estructuras políticas, sino un proceso vivo en el que los trabajadores asumían el control de su destino. Frente a la rigidez organizativa de algunos sectores del movimiento socialista, L defendía un enfoque abierto y flexible, donde la creatividad y la voluntad de las masas desempeñaran un papel central. Aunque compartía con M la crítica al capitalismo y la necesidad de su superación, L abordaba la emancipación desde una perspectiva menos estructurada y más centrada en la acción colectiva espontánea. Creía que la transformación social debía estar en manos de los propios trabajadores, ya que solo ellos podían garantizar una verdadera liberación sin caer en nuevas formas de dominación burocrática o autoritaria. Esta perspectiva destaca el compromiso de Luxemburgo con un socialismo profundamente democrático y participativo, en el que la emancipación no sea impuesta, sino construida colectivamente. Así, su visión del marxismo mantiene la centralidad de la lucha de clases, pero enfatiza la importancia de la participación democrática y la autoorganización del proletariado en la construcción del socialismo. A diferencia de otros marxistas que defendían la centralización y la disciplina partidaria estricta, L abogaba por una dinámica revolucionaria abierta, flexible y profundamente democrática, donde la emancipación de la clase trabajadora no fuera impuesta desde arriba, sino construida colectivamente desde abajo.
1. M comienza estableciendo un principio fundamental de su pensamiento: la producción social de la vida es el eje que estructura la sociedad. En este contexto, los seres humanos no existen de forma aislada, sino que establecen relaciones de producción que no dependen de su voluntad individual, sino que surgen de la necesidad de organizar el trabajo y los recursos en función del desarrollo de las fuerzas productivas. Este argumento contradice las visiones idealistas que sostienen que el cambio histórico se debe a la evolución del pensamiento o la moral. En lugar de ello, M sostiene que el ser social determina la conciencia, es decir, las condiciones materiales en las que vive un individuo moldean su forma de pensar, sus valores y su visión del mundo. La superestructura no es autónoma, sino que responde a los intereses de la clase dominante, quienes controlan la base económica. Un ejemplo concreto de esta relación es el sistema capitalista. En este modo de producción, la ideología dominante refuerza la propiedad privada, la competencia y la meritocracia como principios incuestionables. Sin embargo, según Marx, estas ideas no son universales ni naturales, sino productos de un sistema que busca justificar la explotación del proletariado. El hecho de que la mayoría de las personas acepten estas ideas sin cuestionarlas muestra la influencia de la superestructura en la conciencia social. En resumen, este primer párrafo establece que las sociedades no se organizan según principios abstractos de justicia o libertad, sino que su estructura responde a la base económica. El pensamiento y la ideología son reflejos de las relaciones materiales de producción, y no al revés.
2. M introduce un aspecto central de su teoría: el cambio histórico no es armónico ni progresivo, sino que se da a través de contradicciones internas en el modo de producción, lo que inevitablemente conduce a la revolución social. Cada sociedad desarrolla sus fuerzas productivas hasta un punto en el que entran en conflicto con las relaciones de producción existentes. Es decir, las reglas que organizan la economía y la propiedad, en lugar de fomentar el crecimiento, comienzan a frenar el desarrollo de las capacidades productivas. En este momento, el sistema se vuelve insostenible y se abre una época revolucionaria. Un ejemplo de esto es la transición del feudalismo al capitalismo. Durante siglos, el sistema feudal se basó en la relación entre señores y siervos, donde la producción estaba orientada principalmente a la autosuficiencia local. Sin embargo, con el desarrollo del comercio y la manufactura, este sistema se volvió un obstáculo para la expansión de la producción y el capital. La burguesía, que era una clase emergente en la estructura feudal, derribó el orden anterior mediante revoluciones políticas, instaurando un nuevo sistema basado en la propiedad privada y la acumulación de capital. El capitalismo, sin embargo, no es el fin de la historia. M señala que también contiene sus propias contradicciones internas. La explotación del proletariado y la búsqueda incesante de ganancia llevan a crisis económicas cíclicas, en las que la producción entra en conflicto con la capacidad de consumo de la población. La tendencia a la concentración de la riqueza en pocas manos, la pauperización del proletariado y el desempleo masivo son síntomas de que el capitalismo está agotando sus posibilidades de desarrollo. En este contexto, la revolución proletaria se vuelve inevitable. A diferencia de las revoluciones anteriores, en las que una nueva clase dominante tomaba el poder, la revolución socialista abolirá las clases sociales y establecerá un sistema en el que los medios de producción sean gestionados colectivamente. M subraya que la superestructura también cambiará con esta transformación. La ideología, las leyes y la organización política deberán ajustarse a la nueva base económica. Esto implica el fin de la propiedad privada de los medios de producción, la desaparición del Estado como instrumento de opresión de clase y el desarrollo de una sociedad comunista sin explotación. En síntesis, este párrafo explica cómo las revoluciones no son eventos accidentales, sino la consecuencia lógica de las contradicciones internas de un sistema de producción que ha llegado a su límite.
3. M introduce una perspectiva más amplia sobre el desarrollo de la historia. Aclara que, para comprender las revoluciones, es necesario distinguir entre los cambios materiales en la estructura económica y la forma en que las personas toman conciencia de estos conflictos. Es decir, aunque las condiciones materiales sean las que impulsan la transformación social, las ideas y la lucha política son el medio a través del cual se realiza este cambio. En este punto, M establece un principio fundamental: ninguna sociedad desaparece antes de haber agotado todas sus posibilidades de desarrollo. Un sistema económico no puede ser reemplazado arbitrariamente; para que una nueva sociedad emerja, es necesario que las condiciones materiales para su existencia ya hayan madurado dentro de la sociedad anterior. Este principio explica por qué el comunismo no puede imponerse por decreto, sino que es el resultado de una evolución histórica. El capitalismo, aunque contradictorio y explotador, ha desarrollado las fuerzas productivas a un nivel sin precedentes: la producción mecanizada, la globalización y la interconectividad han creado las condiciones para una economía planificada y basada en la cooperación, en lugar de la competencia. Sin embargo, las relaciones de producción capitalistas impiden que estas fuerzas productivas sean utilizadas en beneficio de toda la sociedad. M divide la historia en diferentes modos de producción:
- Modo de producción asiático: sociedades basadas en el control centralizado del excedente.
- Modo antiguo (esclavismo): basado en la explotación directa de esclavos.
- Modo feudal: donde los siervos trabajaban la tierra bajo el control de los señores.
- Modo capitalista: en el que los trabajadores venden su fuerza de trabajo a los propietarios del capital.
Según M, el capitalismo es la última forma de sociedad basada en la explotación de clase. Su superación marcará el fin de la «prehistoria de la humanidad» y dará inicio a una sociedad verdaderamente libre, donde las relaciones económicas no estén determinadas por la opresión y la explotación, sino por la cooperación y la satisfacción de las necesidades colectivas.
Karl M vivió en el siglo XIX (1818-1883), periodo marcado por la Revolución Industrial y el auge del capitalismo. Durante esta época, la economía política inglesa se consolidó, y con ella, el sistema capitalista basado en la explotación del proletariado. La industrialización trajo consigo grandes cambios: el éxodo rural, la urbanización acelerada y la concentración de riqueza en manos de la burguesía. Mientras tanto, las condiciones de los trabajadores eran extremadamente precarias, con jornadas laborales extenuantes, bajos salarios y falta de derechos laborales. En este contexto, surgieron diversas corrientes de pensamiento que buscaban entender y transformar la realidad social. M estuvo influenciado por la dialéctica de Hegel, el socialismo utópico francés y la filosofía materialista alemana. Su obra se enmarca en un contexto de luchas sociales y transformación económica, donde la burguesía consolidaba su poder mientras el proletariado sufría condiciones de vida precarias. Además, los movimientos obreros comenzaron a organizarse en busca de mejores condiciones de vida y trabajo, lo que dio lugar a la formación de sindicatos y partidos socialistas. M y Engels participaron activamente en estos movimientos, formulando una teoría que explicaba el desarrollo histórico en términos de lucha de clases.
Tesis M sostiene que no es la conciencia la que determina el ser social, sino que es la realidad material la que moldea la conciencia de las personas. Esto significa que las condiciones económicas y las relaciones de producción influyen directamente en las ideas, valores y creencias de una sociedad. La estructura económica de una sociedad condiciona la superestructura. En este sentido, la lucha de clases es el motor del cambio histórico, ya que cada sistema económico contiene contradicciones internas que conducen a su transformación.
La relación entre *infraestructura* y *superestructura* es central en la teoría marxista del materialismo histórico. La *infraestructura* constituye la base económica de una sociedad y comprende los medios de producción (fábricas, tierras, herramientas, tecnología) y las relaciones de producción (quién posee los medios de producción y quién trabaja en ellos). La *superestructura*, por otro lado, está compuesta por las instituciones, ideologías, leyes, sistemas políticos y valores culturales que emergen de la base económica y la justifican. M sostiene que la *infraestructura* determina la *superestructura*, lo que significa que los modos de producción de una sociedad condicionan sus creencias, leyes y cultura. Por ejemplo, en el feudalismo, la economía se basaba en la explotación agraria y la propiedad de la tierra estaba en manos de los señores feudales. Esta base económica generó una superestructura en la que la Iglesia y la monarquía legitimaban el orden jerárquico, reforzando la sumisión de los siervos. En el capitalismo industrial, la *infraestructura* cambió: las fábricas y el capital financiero se convirtieron en los motores de la economía, desplazando el dominio de la nobleza y dando paso al poder de la burguesía. Esta transformación trajo consigo una superestructura basada en el liberalismo, que promueve la idea de la libre competencia y la meritocracia como justificantes del nuevo orden económico. En el socialismo, la *infraestructura* se modificaría nuevamente, reemplazando la propiedad privada de los medios de producción por la propiedad colectiva. Esto impactaría la *superestructura*, eliminando la ideología de la competencia y promoviendo valores de igualdad y cooperación. Un ejemplo de esta relación se encuentra en el desarrollo del capitalismo digital. La *infraestructura* económica ha cambiado con la aparición de gigantes tecnológicos como Google y Amazon, que basan su producción en datos y plataformas digitales. Como resultado, la *superestructura* ha evolucionado hacia una cultura de consumo digital, la mercantilización de la información y nuevas formas de control social mediante algoritmos y vigilancia masiva. Este ejemplo demuestra cómo la *infraestructura* sigue determinando los valores y prácticas de la sociedad, estableciendo nuevas formas de explotación y dominación ideológica. En conclusión, la *infraestructura* y la *superestructura* no son entidades separadas, sino que están interconectadas en un proceso dinámico. Los cambios en la base económica generan transformaciones en la ideología, la política y la cultura, lo que explica por qué las sociedades evolucionan a lo largo del tiempo. Esta relación dialéctica entre economía y cultura es clave para entender cómo las ideas y valores de una sociedad están profundamente arraigados en su estructura económica y cómo solo un cambio en la infraestructura puede traer consigo una transformación real en la superestructura.