Principio de inmanencia hume

Aunque nuestro pensamiento parece poseer una libertad ilimitada, en realidad está reducido a límites muy estrechos, ya que todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa.
Hume varía la terminología empleada por Locke. Los contenidos de la conciencia son de dos tipos: impresiones o ideas. La distinción entre ambas radica en el grado de «fuerza o vivacidad». Las impresiones son, efectivamente, «nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos o amamos, u odiamos, o deseamos o queremos» (Invest., 2); las ideas son «menos intensas». Justamente es el «principio de inmanencia» (denominación que no es de Hume) el que obliga a no distinguir las percepciones como «inmediatas y mediatas» (a las cosas), sino por una característica propia como es la «vivacidad»: las percepciones se distinguen en sí mismas, sin referencia alguna a las cosas. Por tanto, sólo conocemos directamente nuestras representaciones mentales, no las cosas. Y Hume critica a Locke por haber empleado el término «idea» en sentido excesivamente general y ambiguo. Pues para el autor «Todas nuestras ideas no son sino copias de nuestras impresiones, es decir, que nos es imposible pensar algo que no hemos sentido previamente con nuestros sentidos internos o externos». El principio de «copia» permite a Hume construir un criterio de discriminación que utiliza con mucha frecuencia.

Según Hume, la negación de las ideas innatas no significa nada más que esto: que las ideas son copias de las impresiones. Si «innato» significa «simultáneo a nuestro nacimiento», según el autor, por supuesto que no hay ideas innatas; pero si «innato» significa «natural», entonces todas nuestras percepciones son innatas. En cambio, si por «innato» se entiende «lo que es original y no copiado», entonces sólo las impresiones pueden ser llamadas «innatas» (Invest., 2). Por supuesto esto implica la negación de las ideas generales: «Hablando con propiedad, no existen las ideas generales y abstractas, sino que todas las ideas generales no son, en realidad, sino ideas particulares vinculadas a un término general, que recuerda en determinados momentos otras ideas particulares que se asemejan en ciertos detalles a la idea presente en la mente. Así, cuando se pronuncia el término “caballo”, inmediatamente nos figuramos la idea de un animal blanco o negro, de determinado tamaño y figura; pero como ese término usualmente se aplica a animales de otros colores, figuras y tamaños, estas ideas aunque no actualmente presentes en la imaginación son fácilmente recordadas, y nuestro razonamiento y conclusión proceden como si estuvieran actualmente presentes» (Invest. 12).

No obstante, las ideas no se encuentran desconectadas en la mente. Por un lado, la imaginación tiene un gran poder y libertad para mezclar y combinar a su gusto. Pero existen también, en las ideas en sí mismas, «una especie de atracción, que tiene en el mundo efectos tan extraordinarios como en el natural, aunque sus causas sean en gran parte desconocidas» (Tratado, i, 1, 4). Esta «atracción» es «como una fuerza suave que normalmente prevalece» (ibíd
.) E igual que Newton, Hume la reduce a leyes: semejanza, contigüidad y causa

Efecto


El hecho de la asociación de las ideas ya fue conocido por Platón y Aristóteles, y resurgió con Hobbes y Locke, pero es Hume quien mejor lo sistematizó e hizo un mayor uso. Que no existan más que estas tres leyes, es algo que Hume considera difícil de demostrar. Los ejemplos que aduce son los siguientes: una pintura conduce naturalmente nuestros pensamientos a su original (semejanza); la mención de la habitación de un edificio lleva a preguntar naturalmente acerca de las demás (contigüidad en el espacio; también podría ser contigüidad temporal); y si pensamos en una herida resulta difícil no pensar naturalmente en el dolor consiguiente (causa-efecto).

Para Hume «Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden dividirse naturalmente en dos grupos: relaciones de ideas y cuestiones de hecho (matters of fact).» (Invest. 4) La distinción se inspira en Leibniz: «Hay dos clases de verdades: las de razón y las de hecho. Las verdades de razón son necesarias y su opuesto es imposible; las verdades de hecho son contingentes y su opuesto es posible» (Monadología, 33). Según el racionalista, las verdades de razón no se refieren a la realidad y son innatas. Son tautologías y se basan en el «principio de identidad» si son afirmativas, o en el de «contradicción» si son negativas. Todas las verdades matemáticas y las leyes lógicas son de este tipo. En cambio las verdades de hecho se refieren a la realidad y se basan en el principio de razón suficiente. Por supuesto, Hume modifica la distinción desde sus principios empiristas. Igualmente, tiene matices distintos en la distinción de Kant entre juicios a priori y juicios a posteriori. Según Hume, «A las relaciones de ideas pertenecen las ciencias de la geometría, álgebra y aritmética, y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativa cierta. Que “el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados” es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo […] Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del Universo. […] Las cuestiones de hecho, segundo objeto de la razón humana, no son averiguadas de la misma manera; ni la evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es siempre posible, ya que jamás implica contradicción y puede ser concebido por la mente con la misma facilidad que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que “el Sol no saldrá mañana”, no es una proposición menos inteligible que su contraria, ni tampoco implica contradicción alguna. En vano, pues, intentaríamos mostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría contradicción y jamás podría ser concebida por la mente.» (Invest. 4) Por ello, a las relaciones de ideas corresponden razonamientos demostrativos; en cambio, a las cuestiones de hecho sólo corresponden razonamientos probables.

Inmediatamente después de establecer la distinción entre relaciones de ideas y cuestión de hecho, Hume investiga «la naturaleza de la evidencia acerca de cualquier existencia real y cuestión de hecho». De momento, concede sin más que bastan las impresiones y la memoria (los recuerdos son «ideas») para asegurar la realidad del presente y de nuestro pasado. El problema está en el futuro, ya que sobre él no podemos tener ninguna impresión (y, obviamente, tampoco recuerdos). Y, sin embargo, hay acontecimientos futuros que parecen absolutamente evidentes. Por ejemplo, si se observa que una bola de billar se dirige hacia otra, estamos seguros de que la segunda se moverá. Esta evidencia se basa en «Todos los razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de nuestra memoria y sentidos» (Invest. 4). En efecto, sé que la segunda bola se moverá porque sé que la primera, al chocar, será causa de ese movimiento. Pero saber que el choque es causa del movimiento (o bien, saber que el fuego quema) no puede descubrirse por la razón, sino únicamente por la experiencia. Hume explica esto diciendo que «el efecto es totalmente distinto de la causa, y que, por tanto, no puede descubrirse en ella». Es decir, que el sólo examen racional de una cosa en sí misma no permite descubrir los efectos de que puede llegar a ser causa (por ejemplo, que el agua ahoga), sino que hay que acudir siempre a la experiencia. Si he experimentado repetidamente que una bola de billar mueve a la otra, o que el fuego quema, todo me inducirá a creer que en situación semejante volverá a suceder lo mismo. Pero esto implica un presupuesto de enormes consecuencias: el futuro será como ha sido el pasado. Presupuesto que es absolutamente indemostrable. Recuérdese, en efecto, que según Hume los «razonamientos demostrativos» sólo se dan en las relaciones de ideas, e implican que lo contrario es imposible. Ahora bien, en los acontecimientos naturales («cuestiones de hecho») lo contrario siempre es posible: el sol podría no salir mañana (no es inconcebible, ni contradictorio). Es, pues, imposible demostrar que «el futuro será como ha sido el pasado». La razón que me induce a esperar esto es la costumbre. La costumbre es la que me induce a la creencia de que volverá a repetirse el mismo acontecimiento. Mi seguridad en el futuro no se basa, pues, en la razón, ni es una seguridad absoluta; no es sino una creencia muy probable, y muy firme, sin duda, basada en la costumbre o el hábito. Hay que notar que Hume ha hecho aquí, en realidad, un análisis del aprendizaje (cómo, por ejemplo, aprende un niño que el fuego quema). Pero su intención explícita es evidente: sobre «cuestiones de hecho» ni el adulto ni el científico va mucho más allá. La certeza posee, únicamente, una base psicológica.

El análisis precedente muestra hasta qué punto reduce Hume el papel de la razón y le señala límites muy estrechos. No podemos tener certeza «racional» sobre las «cuestiones de hecho», sino únicamente creencia (belief). En su existencia en el mundo, la creencia es la guía del ser humano, sin que pueda aspirar a un conocimiento racional objetivo y cierto. La creencia no es sino un sentimiento de tipo particular que acompaña a una asociación de ideas. Pero no de cualquier asociación de ideas, sino de una asociación que «se impone a la mente, convirtiéndola en principio regulador de nuestras acciones» (Invest., 2). Según Hume, he experimentado repetidas veces, por ejemplo, la conjunción de las «impresiones» de fuego y quemadura. Entonces, si vuelvo a contemplar el fuego, se me impondrá, sin necesidad de razonamiento alguno, la «idea» de quemadura. Y esta asociación fuego-quemadura (causa-efecto) será acompañada por un sentimiento vivísimo la creencia, que hace aparecer la quemadura como algo tan real y evidente como si se tratar de una «impresión». Es decir, si una «impresión» por su intensidad y vivacidad nos indica lo que es real, una «idea» sobre el futuro, al estar acompañada por la «creencia», posee prácticamente la misma intensidad y vivacidad, y nos hace obrar en consecuencia. Dicho sencillamente: al ver (en la «impresión») el fuego, parece como si estuviéramos «viendo» también (en la «idea») la quemadura, e instintivamente retiramos la mano. Gracias al hábito y la creencia ha podido subsistir la humanidad, y en ello no nos diferenciamos mucho de los animales.

Para Hume las matemáticas versan sobre relaciones de ideas (ideas de números, figuras, etc.) y, por tanto, permiten realizar razonamientos demostrativos absolutamente seguros y ciertos a priori. Pero la concepción de Hume de las matemáticas es «psicologista»: «la necesidad de que dos por dos sea igual a cuatro, o de que los tres ángulos de un triángulo sean iguales a dos rectos, reside tan sólo en el acto del entendimiento mediante el cual consideramos y comparamos esas ideas» (Tratado,i, 3. 14). Es decir, las verdades matemáticas no son verdades «en sí mismas» independientemente de que se las piense o no, y de cómo se las piense, sino que se fundamentan exclusivamente en leyes psicológicas (la ley de asociación de ideas por semejanza). Si las leyes psicológicas del pensamiento fueran otras es decir, si pensáramos de otro modo, las verdades matemáticas serían también otras. La física versa sobre hechos, que reduce a leyes; su finalidad es «enseñarnos cómo controlar y regular acontecimientos futuros por medio de sus causas» (es decir, hacer previsiones sobre el futuro). Ahora bien, en la época de Hume era corriente concebir las leyes físicas como leyes necesarias, es decir, leyes que establecen una conexión necesaria entre la causa y el efecto. Y así, pues, todo aquello que Hume dice acerca de la asociación causa-efecto es aplicable a la física. Pero Hume lleva sus análisis un poco más lejos y decide examinar dos de los conceptos fundamentales de la física de entonces: la idea de «conexión necesaria» y también la idea de «fuerza». Hume echa mano de su criterio de discriminación que emplea cuando encuentra una idea ambigua comprobando de qué impresión deriva esa idea. Al aplicar este recurso, descubre que estas ideas no se corresponden con ninguna «impresión». Ni siquiera la introspección nos permite descubrir experiencia alguna de «fuerza» o de «conexión necesaria». Por más que examinamos la naturaleza no podemos observar sino que un suceso sigue a otro. Pero es imposible observar qué clase de conexión existe entre la supuesta causa y su efecto, y menos todavía la fuerza en virtud de la cual actúa la causa. Por ello, palabras como «fuerza» o «conexión necesaria» carecen totalmente de sentido. La física debe, pues, abstenerse de utilizar estas expresiones. Ahora bien, si es imposible establecer una conexión necesaria entre la causa y el efecto, las leyes físicas no pueden considerarse como leyes necesarias, sino únicamente como leyes probables. Pero ello es suficiente para que podamos manipular la realidad.

Hume se muestra particularmente terminante en el rechazo de la metafísica, considerándola un saber «abstruso, dogmático y que conduce a la superstición». Y piensa que «una pequeña dosis de pirronismo podría aplacar el orgullo» de los pensadores dogmáticos. Hume, en efecto, adopta un escepticismo moderado inspirado en Pirrón. No es un escepticismo previo, sino un escepticismo consecuente, fruto de un análisis de nuestras facultades mentales. Es decir, si lo que conocemos son nuestras percepciones, y no las cosas directamente, nada nos asegura racionalmente la existencia de un mundo exterior. Pero resultaría absurdo y nocivo para la vida negar la existencia del mundo y actuar en consecuencia (escepticismo absoluto). La vida misma se encarga de eliminar este escepticismo. Y la viveza de las impresiones basta para fundar la creencia en un mundo exterior. Este escepticismo moderado tiene, según Hume, una doble ventaja: nos cura del dogmatismo de los metafísicos y al hacernos reconocer las limitaciones de nuestro entendimiento nos impide abordar cuestiones abstrusas. La más abstrusa de todas es la que se refiere al problema de la substancia, ya sea la substancia corpórea (el sujeto de las cualidades percibidas) o espiritual (el yo, sujeto de la actividad mental). Hume no hace aquí ninguna concesión, al contrario de Locke, quien admite la existencia de la substancia, aun cuando la considera como algo desconocido. En cambio para Hume, a nuestra idea de «substancia» o «yo» no corresponde impresión alguna. Por tanto, no hay tampoco tal idea, sino únicamente un término sin significación alguna. La palabra «substancia» no designa sino un conjunto de percepciones particulares que nos hemos acostumbrado a encontrar juntas. Por tanto, el concepto clave de la metafísica (Platón, Aristóteles, Descartes) carece de valor, y la metafísica es una ilusión.

Hume estudia la moral en el Tratado (libro iii), y más tarde le dedica una obra independiente, la Investigación sobre los principios de la moral. El principal problema que plantea es el siguiente: «recientemente se ha suscitado una discusión relativa a la fundamentación general de la moralidad: si deriva de la razón o del sentimiento» (Sec.i). Hume reconoce que la razón juega un papel importante, ya que es ella quien puede analizar nuestras acciones y descubrir sus consecuencias beneficiosas o no para sociedad y el propio individuo. Pero ello no basta. El puro análisis racional nos deja siempre indiferentes, pues no nos induce a preferir una acción en lugar de otra, y es incapaz de impulsar a la acción. «Aquí se necesita que se muestre un sentimiento, en orden a dar preferencia a lo útil por encima de las tendencias perniciosas. Este sentimiento no puede ser otro que cierta sensibilidad ante la felicidad de la humanidad y el repudio de su miseria; […] por consiguiente, la razón nos instruye aquí en las varias tendencias de las acciones, y la humanidad establece una distinción a favor de aquéllas que son útiles y beneficiosas» (ibíd., Apénd. I). «La hipótesis que nosotros abrazamos escribe Hume es clara. Es la hipótesis que sostiene que la moralidad se determina mediante el sentimiento. Y define la virtud como “cualquier acción o cualidad mental que le produce a un espectador el sentimiento agradable de aprobación; y vicio, lo contrario”» (ibíd.) Ahora bien, esto no convierte a la ética de Hume en un relativismo individualista, en el sentido de que cada uno consideraría bueno o malo aquello que arbitrariamente le agrada o gusta en cada momento, sin que hubiera posibilidad de un acuerdo con los demás seres humanos. El sentimiento de que habla Hume es un sentimiento universal, compartido por todos por igual: «La noción de moralidad implica cierto sentimiento, común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y hace que cada hombre o la mayor parte de los hombres coincidan en la misma opinión o decisión relativa a ella. Implica también cierto sentimiento tan universal y comprensivo como para hacerlo extensivo a toda la humanidad y hacer de las acciones y la conducta, incluso las de las personas más remotas, un objeto adecuado para el aplauso o la censura» (ibíd. ix). De modo que no es cualquier sentimiento el que nos dice qué hay que preferir y hacer, sino únicamente un sentimiento que es universal: el sentimiento de humanidad. De este modo, la ética de Hume es emotivista. Y se inspira probablemente en F. Hutcheson, a quien Hume debió de leer siendo bastante joven. Hume rechaza todos los intentos de fundar la ética en la razón. En particular, rechaza la pretensión de fundar la moralidad en la «naturaleza» del ser humano (pretensión que más tarde recibirá el nombre de «falacia naturalista»). En efecto, a partir de lo que el ser humano «es» no es posible deducir lo que debería ser o hacer: este paso del «ser» al «deber ser» es lógicamente injustificable. Lo mismo sucede si se analiza lo que una acción humana es en sí misma, o cuáles son sus consecuencias: eso tampoco nos puede decir que esa acción debería ser o no aprobada moralmente y realizada. Para ello es preciso «dirigir al reflexión sobre uno mismo y ver si se encuentra en nosotros un sentimiento de desaprobación hacia la acción en sí» (Tratado, iii, 1, 1) Pero la ética de Hume también es una ética utilitarista. En efecto, lo que despierta el sentimiento de aprobación o reprobación ante una acción es el descubrimiento de la utilidad el carácter beneficioso o no para la humanidad de la acción considerada.

La teoría política de Hume es mucho más consecuente con el empirismo que la de Locke: los supuestos «estado de naturaleza» y «pacto social» no son sino ficciones indemostrables. Es la utilidad de los hombres lo que explica la formación de las sociedades a partir de la célula familiar. Y no hay que buscar fundamentación transcendente a la legitimidad del poder: éste es un hecho que se funda, a su vez, en hechos (usurpación, transmisión hereditaria, elección…). La teoría política, por tanto, de Hume es un utilitarismo (que será seguido por Adam Smith y J. Bentham) y un positivismo. La misma utilidad e interés justifican la creencia religiosa. Hume preludiando en esto a Kant realiza una crítica radical de las pruebas de la existencia de Dios: no se puede demostrar que encierre contradicción afirmar que «Dios no existe» (contra el argumento ontológico de San Anselmo), ni el principio de causalidad que Hume ha criticado permite descubrir la existencia de un Dios único y personal (prueba cosmológica). Y estudiando la «Historia natural de la religión», Hume afirma que el politeísmo precedió al monoteísmo y que éste tiene el peligro de conducir a la intolerancia. «Ser un escéptico filosófico es el primer paso y el más esencial para ser un cristiano sincero y creyente: ésta es la proposición que yo recomendaría» (Diálogos sobre la religión natural). Así, Hume termina volviendo a la gran constante de su pensamiento: un escepticismo moderado que quiere salvarnos del dogmatismo y la superstición.

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