Ortega, en la última etapa de su pensamiento, que Ferrater Mora sitúa a partir de 1923, se dedica a insistir en los aspectos técnicos de su filosofía; y es precisamente en esta época cuando desarrolla con más amplitud su posición ante el conocimiento que se conoce con el nombre de raciovitalismo. Históricamente, en el mundo occidental, y desde Grecia, el conocimiento se ha entendido solamente como el resultado de la actividad del pensamiento cuando se orienta a conocer la naturaleza de las cosas, naturaleza que permanece invariable a través de la variabilidad de los fenómenos, de las apariencias; además se ha creído que esta orientación del pensamiento viene dada por la forma de ser del hombre, es una consecuencia de su propia naturaleza.Esta forma de funcionar el pensamiento, ocupándose del conocimiento de la naturaleza de las sustancias, de las cosas es producto de la razón pura, que es la que ha utilizado la filosofía hasta el presente.Sin embargo, frente a esta razón pura o razón física se encuentra, según Ortega, la “razón vital”, la “razón histórica”. Esta razón es la que el hombre utiliza cuando su pensamiento no está dirigido a conocer esa naturaleza abastracta e inmutable de las cosas, sino la vida, esa vida que tenemos que hacer en una circunstancia determinada, esa vida que tenemos que inventar. El pensamiento es, pues, una función de la vida creadora y no una expresión de nuestra naturaleza. La “razón vital” es la razón que medita sobre la estructura de la vida misma. En definitiva, el raciovitalismo consiste en afirmar que el conocimento es de naturaleza racional y que la vida constituye su tema central. No es, pues, una nueva teoría de la razón, sino el reconocimiento de que, cualquiera que sea la idea que se tenga de la razón, el hombre no tiene más remedio que admitir que la razón se halla siempre arraigada en la vida.Así planteado, la vida es quehacer desde la razón, y si la vida es un “dar y darse cuenta” de lo que hay, no puede vivirse desde el capricho, desde la no justificación. Ese modo de vivir es el modo de vivir inauténtico. Y ésta, la autenticidad, es otra de las preocupaciones de Ortega. La autenticidad es la fidelidad absoluta a lo que un sujeto realmente es. No encontramos una explicación sistemática de cómo es posible ser lo que no se es, pero ya desde sus primeros escritos Ortega muestra que este circunstancia es posible y que debe eliminarse de la vida: el auténtico imperativo moral es el de la necesidad de ser fiel a la tarea propia. Además, su propuesta de autenticidad no involucra sólo la esfera de la
vida individual, también abarca la vida colectiva: del mismo modo que cada individuo se enfrenta al reto de ser fiel a su propio ser, también la sociedad en su conjunto puede traicionar su destino o ser coherente con él. En función de sus peculiaridades históricas y culturales, cada época tiene una tarea fundamental que realizar y un destino, todo tiempo tiene una misión. Cuando los hombres no se preocupan por realizarla y continúan con las formas espirituales del pasado no viven “a la altura de los tiempos”. Ortega considera que nuestra misión o el tema de nuestro tiempo no es otro que superar los principios básicos de la modernidad. En relación a esto, Ortega considera que el principio en el que se inspira y organiza la Edad Moderna es la idea de la racionalidad y de la subjetividad, y si este principio es superado por otra idea más básica estaríamos ante una nueva época, y los pueblos que no se han integrado en la modernidad “tendrían probabilidades de resurgir en el tiempo nuevo. España acaso despertaría otra vez plenamente a la vida y a la historia”. Lo peculiar de el racionalismo y el idealismo, las dos teorías antitéticas del conocimiento que constituyen la tradición moderna, lo plantea Ortega en el texto que comentamos y, ante esto, el autor considera que ninguna de estas dos oposiciones es correcta, que es preciso encontrar una solución a la disputa entre el racionalismo y elrelativismo, entre el idealismo y el realismo. Para expresar su propuesta de una nueva idea del mundo, superadora de la modernidad, Ortega nos presenta lo que se conoce como la metáfora de los «dioses conjuntos»: en la Antigüedad se rendía culto a dioses que nacían, vivían y morían juntos, que eran inseparables y participaban de un destino común. Pues bien, lo mismo ocurre con la realidad; la realidad tiene dos caras, el mundo y el yo, la subjetividad y las cosas, y ambos extremos se necesitan mutuamente. Ni la realidad es una mera construcción del sujeto (este sería el exceso del idealismo), ni la realidad es algo independiente y anterior al sujeto (el exceso del realismo). Son dos extremos que se necesitan y no pueden darse uno sin el otro, ni separados el uno del otro. La tradición supeditaba el sujeto al objeto, la modernidad el objeto al sujeto; pero ni yo ni el mundo son seres substanciales, ambos se encuentran en correlación: «yo soy el que ve el mundo y el mundo es lo visto por mí». La verdad radical es la coexistencia, la interdependencia de mí con el mundo, por lo tanto, la vida. Vida, que como ya hemos expresado anteriormente, sólo puede acometerse con garantías de autenticidad desde un nuevo paradigma de la razón: la razón vital e histórica.