En el siglo XX, la pregunta por lo que significa el pensar se nos abre con la obra de Heidegger. Desde Heidegger sabíamos explícitamente que «filosofar es pensar».
Lo que sigue ahora, como siempre, es aclarar este enunciado, por eso se hace pertinente volver a hacerse la pregunta ¿qué significa pensar?, porque supuestamente todos pensamos.
Pero los acontecimientos que vienen sucediendo en nuestro tiempo, en nuestro continente y en el mundo desde principios de este siglo, muestran claramente que no todo el mundo piensa, aunque tenga cerebro, libros publicados.
Con la cabeza habitualmente razonamos acerca de cualquier cosa, indistintamente de que sea o no fundamental, pero, cuando ejercemos lo que significa el pensar, pensamos en lo que «da que pensar».
Lo que «da que pensar» nos motiva y obliga a no tomar cualquier respuesta rápida o fácilmente, porque precisamente lo que «da que pensar» nos anuncia que detrás de lo pensado hay algo no sólo complejo sino preocupante, que puede en determinado momento cuestionar no sólo nuestras ideas sino hasta nuestra propia existencia.
Por eso es bueno detenerse en la pregunta ¿qué es aquello que da que pensar?, para saber a qué atenerse cuando nos toca una situación digna de ser meditada, razonada y, en este caso, pensada. Cuando llegamos a esta situación, podemos darnos cuenta de que solamente «lo grave da que pensar», pero entonces ya no estamos hablando de algún problema trivial, simple o interesante, sino de algo profundo.
Esto quiere decir que solamente cuando nos enfrentamos a un problema grave, nos enfrentamos a lo que significa el pensar, porque sólo «lo grave da que pensar».
Ahora bien, podemos soslayar la gravedad del problema y dejar de pensar, pero, si reconocemos su gravedad, también estamos reconociendo que ese problema es digno de ser pensado.
Por eso cuando la razón llega a lo que significa el pensar, no puede despachar fácilmente el problema a ser pensado, por la gravedad del problema, y por eso mismo la razón ahora debe abocarse a pensar.
Esto quiere decir que para que el pensar acontezca, la razón tiene que abocarse a la gravedad del problema.
Pero sólo de acuerdo a la gravedad del problema. Porque no todo es grave, ni todo lo grave es gravísimo, por eso es menester distinguir con cuidado entre las gravedades situacionales o coyunturales y las gravedades epocales.
Dicho de otro modo, si lo grave es lo que da que pensar, «lo gravísimo» da mucho más que pensar, al pensar; o sea, que cuanto más grave sea lo pensado, tanto más profundo y radical se convierte el pensar.
Sólo cuando con la razón estamos al interior de una situación gravísima, entonces podemos pensar.
Ahora bien, entonces podemos preguntarnos ya no sólo por lo que significa el pensar, sino por el qué del pensar, que es aquello que en definitiva piensa el pensar cuando piensa.
Por eso ahora podemos transformar la pregunta: ¿qué es lo gravísimo de nuestra época?
O, si no, para aclarar más la pregunta: ¿qué es lo que da que pensar de tal modo que la tematización de lo gravísimo profundice a tal grado el pensar?
O, si no, ¿cómo podemos pensar de tal modo que el pensar ahora ilumine con sentido lo gravísimo de nuestra época?
Esta pregunta, en su formulación clásica, fue planteada por Heidegger en la década de los cincuenta del siglo XX, cuando descubría que en su época lo más grave era que la generación de su tiempo todavía no pensaba. En opinión de Heidegger, la filosofía de su tiempo había perdido la capacidad de pensar y por eso ni siquiera se daba cuenta de que ya no pensaba, lo cual, en su opinión, era gravísimo para la filosofía y para la humanidad.
El Pensar y la Razón Calculadora
El pensar, cuando piensa, tematiza con la razón la realidad toda «desde» algún lugar.
Heidegger afirmaba esto en una época en la cual la razón calculadora (o sea, matemática, la que ha desarrollado con bastante éxito la ciencia natural y la tecnología como cuantificación de la realidad) se imponía en el mundo y en la academia de tal modo que ya estaba empezando a desplazar y a negar las reflexiones relativas a las consecuencias negativas que cualitativamente produce la civilización dominada por la razón calculadora.
Porque la razón calculadora, o instrumental, sólo calcula, o sea, que cuantifica y describe solamente una dimensión de la realidad, aquella que puede ser cuantificada.
Y cuando la razón confunde esta dimensión de la realidad con toda la realidad, entonces no sólo reduce la realidad, sino que también reduce y empobrece la razón y la humanidad, y así fue desapareciendo poco a poco lo que significa el pensar, como ejercicio propio de la razón que piensa los fundamentos.
Ahora, a principios del siglo XXI, ¿qué será lo gravísimo? ¿Qué será aquello que no solamente obliga a la razón a ser profundamente crítica, sino inclusive a transformarse?
Parece que nunca como antes en la historia de la humanidad los problemas se hubiesen globalizado de tal modo que ahora aquello que pasa en algún lugar repercute a la humanidad toda.
De ahí que sólo ahora se haya hecho evidente que pensar un problema en nivel radical implica pensar, en última instancia, en toda la humanidad.
Heidegger pensaba de otro modo cuando se interrogaba acerca de lo que es la filosofía. Decía él que, cuando pensamos o interrogamos acerca de lo que la filosofía es, ella nos conduce por la forma o manera de pensar hacia lo griego, porque la filosofía, en su esencia, es griega.
Pero no sólo eso, sino que afirmando que la filosofía es griega, en realidad lo que se está afirmando es que sólo Occidente es originariamente filosófico.
Así, «la proposición la Filosofía es en su esencia griega, no dice más que: el Occidente y Europa, y solamente ellos, son en su curso histórico más profundo originariamente filosóficos».
Si esto fuese así, toda cultura o civilización no occidentales no serían originariamente filosóficas, esto es, la pregunta por lo que la filosofía sea, o por lo que el pensar sea, ya no podría conducirnos a nuestros propios orígenes, sino inevitablemente a los orígenes griegos.
Por ello, en general todo aquel que no es occidental, cuando piensa, piensa desde Occidente.
Y así los no occidentales pasan y pasamos a segundo plano para el preguntar acerca de lo que significa el pensar.
Pero el problema ahora no es solamente occidental, como decía Heidegger, ni tampoco solamente latinoamericano, sino radicalmente humano, es decir, que atañe a la humanidad toda.
Porque es cierto que la pregunta por el sentido, hace referencia al destino, pero ahora la forma de la pregunta ya no se dirige, como en Heidegger, a la existencia europeo-occidental o, como en nuestro caso, a la existencia latinoamericana, sino a la existencia de la humanidad, o mejor dicho, a la existencia de la vida.
El Pensar desde América Latina
El problema del sentido o del destino ahora ya no se aclara recurriendo sólo al sentido del presente en relación al futuro, sino volviendo a la historia desde este presente, pero ya no a la visión que la modernidad tiene de la historia en general y de la nuestra en particular, sino a aquella historia negada, encubierta y excluida de nuestra propia historia por esta misma modernidad. Esto es, ahora la forma de la pregunta nos conduce por otros caminos distintos de los que atravesó la Europa moderna.
Ahora la forma de la pregunta por el pensar y la filosofía nos conduce no sólo hacia nuestros propios orígenes milenarios, sino hacia los orígenes de esta modernidad.
Por ello la pregunta por lo que significa el pensar y lo que significa la filosofía nos remite hasta los orígenes de la modernidad europeo-occidental, porque desde ese entonces hasta el día de hoy se ha configurado para nosotros una historia distinta de la que podría haberse dado si nuestra historia se hubiera desarrollado desde nuestros propios fundamentos.
Porque desde el principio de la modernidad nuestro destino se desarrolló en un sentido distinto al nuestro, porque precisamente la modernidad europeo-occidental fue la que impuso este otro sentido para poder desarrollarse ella a costa del subdesarrollo nuestro, es decir, que la modernidad se desarrolló gracias al subdesarrollo nuestro.
Desde 1492, Europa proyectó para sí un tipo de desarrollo que le permitió llegar a ser lo que es ahora.
Ahora, el problema no es que empobreció sólo a una parte de la humanidad, sino que el tipo de desarrollo que produjo la modernidad occidental está literalmente destruyendo las dos únicas fuentes a partir de las cuales es posible producir y reproducir cualquier forma de vida: la naturaleza y el trabajo humano.
Esta forma o modo de producción moderno está conduciendo a la humanidad toda a pensar de modo radical la contradicción vida y muerte, es decir, está conduciendo a la disyuntiva entre producir condiciones para la producción y reproducción de la vida de todos o, si no, seguir persistiendo en esta misma forma de producción y organización social que está destruyendo la vida.
Ésta es la gravedad gravísima del presente, frente a la cual la propia modernidad no tiene respuestas.
Por eso es menester volver a pensar, pero no ya desde el horizonte histórico y cultural que produjo este problema, que es la modernidad, sino desde los horizontes históricos y culturales que la modernidad sistemáticamente excluyó y despreció.
Es en lugares como América Latina donde se pueden ver del modo más evidente las consecuencias nefastas que para la humanidad ha producido la modernidad y por las cuales afirmamos ahora que la modernidad ha fracasado.
A veces pareciera que hasta el propio Heidegger se hubiese dado cuenta de la gravedad del problema, pero sólo en parte, porque no está pensando desde las consecuencias desastrosas que la modernidad ha producido y que recién ahora son evidentes.
Por ejemplo, cuando dice:
«El hombre es el pastor del Ser».
Pero, ¿qué es aquello que hace posible al hombre, para que éste pueda ser el pastor del Ser? ¿Qué es aquello que hace posible al logos, al Ser, a la conciencia, al hombre?
Para hacer filosofía o ciencia, para pensar o meditar, para amar o trabajar, primero hay que estar vivo.
Y para que uno esté vivo, no sólo tiene que haber comunidad y humanidad, sino también naturaleza.
Cuando se pierde esta conciencia de que primero es la producción y reproducción de la vida (el contenido fundamental de todo quehacer humano), la filosofía como filosofía empieza a dejar de pensar y a convertirse en otra cosa.
Por ello ahora no se puede pensar o hacer filosofía, pensando sólo en los filósofos, la filosofía o la ciencia, sino que ahora se trata de pensar desde más allá de ella, desde lo que la hizo posible, que es condición de posibilidad de ella y, por eso mismo, su fundamento.
Se trata de pensar desde más allá de ella, no desde lo mejor de ella, sino desde lo que ella nunca pensó, desde lo que ella siempre despreció, desde la vida.
Pareciera que hoy la filosofía, para ponerse a la altura de este tiempo y de esta gravedad epocal, tiene que pensar desde la vida.
Si la filosofía moderna avanzó de olvido en olvido, pareciera que el olvido mayor no fue acerca del Ser, ni de la existencia o el logos, sino de la vida de todos y la vida de la naturaleza.
La reproducción de la vida de la naturaleza y de la humanidad era tan obvia, que muchas veces se pensaba su existencia como infinita, como res extensa hacia el infinito, con un futuro perfectible siempre infinito. Hasta que a principios del siglo XXI empezamos a ver los límites de este supuesto infinito.
Sin embargo, los límites de la forma de crecimiento y desarrollo modernos se empezaron a ver en nuestras tierras desde 1492, es decir, desde que la vieja Europa medieval empezó a convertirse en moderna. Y, paralelamente, desde que los pueblos del Abya Yala fueron transformados lentamente en premodernos, subdesarrollados o en vías de desarrollo.
Esta historia tantas veces negada, excluida y encubierta, está empezando ahora a mostrar no sólo nuestro propio lugar en la historia, sino nuestra responsabilidad a la hora de pensar el futuro.
Y que este futuro nos obliga a pensar ya no sólo en nosotros mismos sino en la naturaleza y la humanidad.
Tal vez por eso recién ahora el pensar latinoamericano esté mostrando que lo que se llama «pensar» ya no puede ocurrir como si el lugar, el «locus» o el «desde», no importara, porque ahora se estaría empezando a tomar conciencia de que desde «otros lugares», «lo mismo», en este caso la realidad, no se ve ni se la comprende del mismo modo.
En este caso, ya no se trataría de pensarnos solamente, sino de pensarnos «desde nosotros mismos», o sea, desde América Latina.
Pero no única y exclusivamente a nosotros, sino la realidad toda, pero, desde nosotros o, si no, desde la realidad que somos, desde la realidad que hemos producido, pero también desde la realidad que hemos padecido.
Habitualmente hemos aprendido a pensar la realidad y a pensarnos a nosotros mismos desde la realidad llamada Europa o EUA, o, si no, desde lo que la modernidad ha producido como saber, conocimiento, ciencia, tecnología y filosofía, todo ello producido en Europa y EUA, es decir, todavía nos comprendemos, nos pensamos y nos valoramos con conocimientos y concepciones producidos fuera de nuestra realidad, en cuyas teorías o conceptos no está contenida nuestra realidad sino otra.
Ahora de lo que se trata es de pensarnos a nosotros mismos, pero, desde el horizonte histórico y cultural de nuestra propia realidad, desde nuestros propios problemas, desde nuestras propias concepciones, desde nuestras propias «cosmovisiones».
Pero no como algo único y exclusivamente específico, sino en relación con la historia de la humanidad, pero desde nuestra historia. Esto ahora implica «pensar» inevitablemente también en perspectiva mundial, esto es, América latina ya no es un problema sólo para los latinoamericanos, sino que es también un problema universal.
¿Pensar desde más allá de la modernidad?
La modernidad, luego que impuso con éxito su visión de la realidad, es decir, luego que universalizó su cosmovisión de la historia, la realidad y la humanidad, ahora relativiza de tal modo la verdad que la hace desaparecer, porque ya no la necesita, porque ya impuso su verdad, la de que la modernidad y sólo ella es el estadio más elevado que la humanidad pudo haber alcanzado a lo largo de toda la historia; por eso ahora casi todos aspiran a lograr o realizar las tareas inconclusas de la modernidad.
El pensar como pensar (no como mero razonamiento) siempre aparece «situado» o ubicado desde algún locus. Siempre empieza desde algo, o alguien, y, en la medida en que trasciende con el pensar los límites singulares o particulares, descubre que nada humano nos es ajeno, que aquello que le sucede a alguien en algún remoto lugar, nos «puede» pasar en algún momento a todos, y ello «puede» afectar in the long run (a medio o largo plazo) a la humanidad toda.
La pregunta fue acuñada y formulada por Heidegger; nosotros podemos apropiarnos de ella, transformar su contenido y darle otro sentido, pero ya no podemos tematizarla o responderla del mismo modo, porque no la estamos formulando en el mismo horizonte histórico de Heidegger, sino en uno muy distinto; por eso mismo, la respuesta tampoco puede ser la misma.
Pero el problema no es que sea latinoamericana sino humana, porque, cuando se piensa con rigor la pregunta y el sentido de ella, la radicalidad del preguntar nos lleva a trascender los límites de lo preguntado; por eso, siendo la pregunta de origen heideggeriano, la radicalidad de la tematización de lo preguntado implica trascender ya no sólo a Heidegger o la ontología en general, sino la modernidad como horizonte desde el cual tiene sentido la ontología moderna-posmoderna y la obra de Heidegger.
Por eso la tematización respecto de la pregunta que interroga por el sentido de lo que significa pensar hoy «desde» América Latina como un más allá de la modernidad (porque también se puede pensar «desde» África o la India o Oriente Medio), implica trascender la ontología moderna (Heidegger en consecuencia) y el proyecto civilizatorio de la modernidad.
En conjunto, en América latina no se ha generalizado aún esta actitud de pensar radicalmente «desde Latinoamérica»; razones hay muchas, pero en general es el resultado del colonialismo mental.
Es el desconocimiento de nuestra propia historia, de la admiración desmedida de lo que la modernidad ha producido, y, en última instancia, del menosprecio propio que sentimos respecto de nosotros mismos y de nuestra propia realidad.
Por eso no deja de sorprender que los filósofos o cientistas sociales latinoamericanos más parecieran en su forma de pensar europeos que latinoamericanos, porque, cuando hacen ciencia social o filosofía, lo hacen literalmente de espaldas a la realidad nuestra; por eso leen o parten de los conceptos más duros de la teoría social europea o norteamericana.
Y así, cuando problematizan nuestros problemas, terminan tematizando solamente los problemas que esas teorías tematizan.
Producen conocimiento para comprobar o refutar las hipótesis contenidas en esas teorías.
Por eso en parte acontece el desconocimiento de nuestra propia realidad, pero también de nuestra propia historia y nuestro propio pensamiento.
Conocemos más a los autores y pensadores europeos o norteamericanos que a los nuestros.
Esto ha conducido casi siempre a que, conociendo más la realidad europea o norteamericana, terminemos pensando que nuestra realidad es igual a la de ellos.
Pero lo peor de todo es que, cuando nos apropiamos del contenido de la obra de esos pensadores o autores, al final terminamos pensando la realidad, nuestra realidad, y a nosotros mismos desde el pensamiento producido por ellos, el cual refleja y expresa bien su realidad, pero no la nuestra; por ello al final terminamos pensando y viviendo otras realidades.
Mientras tanto, nuestra realidad no se queda tal cual.
Según nuestra hipótesis, las obras de pensadores latinoamericanos como Enrique Dussel, Hugo Zemelman, René Zavaleta Mercado, Franz Hinkelammert o Pablo González Casanova, entre otros, son un buen ejemplo de que no sólo se puede «pensar desde América latina», sino también de lo que significa pensar hoy de cara a la crisis civilizatoria.
Que lo que significa pensar implica en última instancia «pensar» no ya desde los presupuestos que la modernidad-posmodernidad ha fundamentado durante cinco siglos, sino desde un horizonte más allá del marco categorial del pensamiento moderno, lo cual implica partir, en el ejercicio del pensar, de otros presupuestos, de otros fundamentos, de otros conceptos y categorías, de otras concepciones y de otras cosmovisiones, de modo que podamos concebir las dimensiones de la vida humana de «otro modo» que el ser europeo-moderno-occidental, si es que queremos superar los problemas del presente, si es que todavía somos capaces de imaginar y crear un futuro distinto.