San Agustín de Hipona: Conocimiento, Alma y la Búsqueda de Dios

La Filosofía de San Agustín de Hipona: Una Búsqueda Interior y Elevada

La filosofía de San Agustín de Hipona se caracteriza por una constante búsqueda hacia lo más profundo del ser humano y hacia lo más sublime de la realidad. El pensamiento que anhela la verdad debe partir de la propia evidencia. De esta manera, se logra superar la duda planteada por los escépticos de la Academia Nueva.

La luz divina es inmensa para el entendimiento humano; el Dios que reside en el alma es incomprensible e inefable. Esto no implica que no podamos conocer nada sobre Él, al menos de forma negativa: si las criaturas son mutables, Dios debe ser inmutable.

Las Facultades del Conocimiento

La razón superior o intellectus es la facultad suprema de conocimiento del hombre. Esta le proporciona la sabiduría o conocimiento filosófico, y le permite considerar las ideas eternas e inmutables en sí mismas. Estas ideas se descubren en el alma, pero su origen es divino.

Las ideas eternas son formas principales o razones permanentes de las cosas. No han sido creadas, sino que son eternas e inmutables, y se encuentran en la Inteligencia divina. Entre ellas, encontramos ideas de carácter lógico y metafísico (verdad, falsedad, semejanza, unidad, etc.), así como ideas de carácter matemático, ético y estético (bondad, belleza, etc.).

La razón inferior o ratio ocupa una posición intermedia entre la sensación y el intellectus. Sirve a las necesidades prácticas de la vida y juzga sobre el conocimiento sensorial, sobre lo sensible y temporal. Por ejemplo, «este árbol tiene buena madera». La ratio utiliza las ideas eternas para emitir juicios con los que se construye la ciencia.

La Sensación y el Alma

Los objetos impactan nuestro cuerpo al actuar sobre los sentidos. La estimulación de los sentidos es solo una ocasión para que el alma experimente una sensación. Las sensaciones son acciones del alma, no pasiones que esta sufre. El alma utiliza los órganos de los sentidos como instrumentos propios. Lo material no tiene poder sobre el alma, sobre lo espiritual. La sensación es el primer grado de luz del espíritu, pero solo genera opinión y nos ata a lo sensible e imperfecto. Los sentidos captan la multiplicidad, pero no la unidad.

Amor, Voluntad y la Búsqueda de la Felicidad

San Agustín otorga primacía al amor y a la voluntad junto al conocimiento, lo que le permite integrar elementos neoplatónicos y cristianos. El amor culmina el movimiento del alma que se inicia en el conocimiento. El amor es una fuerza ascendente que conduce al alma a su lugar natural: Dios. La felicidad solo se encuentra en Dios. Conocer es amar y amar es conocer, pues son dos formas de referirse al hombre en su totalidad.

El Hombre como Imagen de Dios y el Origen del Alma

San Agustín abandona la idea pitagórica de que el cuerpo es la prisión del alma, ya que la encarnación del Verbo obligó a los cristianos a valorar el cuerpo humano. Aunque se muestra algo fluctuante, fiel a la tradición bíblica, considera al hombre como la unidad de cuerpo y alma. Sin embargo, al abordar la cuestión desde una perspectiva estrictamente filosófica, adopta el dualismo platónico: «El hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno». Rechaza la preexistencia del alma, la pluralidad de almas en el hombre y que la unión con el cuerpo sea consecuencia de un pecado anterior.

Respecto al origen del alma, San Agustín se confiesa incapaz de ofrecer una solución definitiva. En su época, circulaban dos teorías principales (además de la teoría platónica de la preexistencia y transmigración): el traducianismo de Tertuliano (el alma es engendrada por los padres) y el creacionismo de San Jerónimo. Sin duda, piensa, el alma de Adán y la de Cristo fueron creadas por Dios; pero la existencia del pecado original le dificulta admitir lo mismo para el alma de los demás hombres. En general, se inclina por un traducianismo inspirado en el emanatismo de los neoplatónicos: el alma del hijo surge «como se enciende una antorcha a partir de otra antorcha, de tal manera que, sin detrimento de un fuego, surge un nuevo fuego».

El Alma y la Trinidad

El alma nos permite concebir una imagen de la Trinidad divina. El Padre se conoce a sí mismo y genera un verbum (el Hijo), la relación entre ambos es el amor del Padre al Hijo (el Espíritu Santo). A través de la memoria, el alma imita la unidad y la eternidad, que es una denominación apropiada del Padre. Mediante el conocimiento, el alma imita la sabiduría, que es una denominación apropiada del Hijo. Y por medio del amor, el alma imita la felicidad, que es una denominación apropiada del Espíritu Santo.

En la Trinidad no hay jerarquía ni diferencia de funciones, sino una absoluta igualdad. No se puede considerar al Padre como Dios por excelencia, sino que, en sentido absoluto, Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu «son inseparables en el ser y, por eso, también actúan inseparablemente»; «La Trinidad misma es el único y exclusivo Dios verdadero».

Entre Dios, que es y conoce todo a la vez, y lo sensible, que pasa sin consistencia alguna, se encuentra el alma, que retiene el pasado. De este modo, surge el tiempo. La identidad del alma consigo misma es la memoria, imagen de la unidad y eternidad de Dios.

El conocimiento del hombre y el conocimiento de Dios se iluminan mutuamente, y realizan a la perfección el proyecto del filosofar agustiniano: conocer a Dios y a la propia alma, a Dios a través del alma, y al alma, a través de Dios.

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