Amor a la Existencia y Amor al Conocimiento
Para San Agustín, conocer solo puede ser conocer la verdad, y amar solo puede ser amar a Dios. Por eso, lo natural y lo sobrenatural se encuentran íntimamente entrelazados en su pensamiento. No hay contradicción entre la razón y la fe, la filosofía y la religión, el entendimiento y la voluntad, pues todos tienen un único fin: Dios. San Agustín afirma que la verdad es de índole inteligible y supone una purificación total de la mente y la voluntad. Su argumento contra los escépticos se basa en la autoconciencia como una evidencia intuitiva que fundamenta la verdad. La autoconciencia nos presenta la verdad filosófica contra la duda escéptica.
Siguiendo el camino de la verdad, llegamos al tema del error, que en nuestro autor tiene un tratamiento más bien ético-religioso. Desde el punto de vista de la voluntad, el error es amar a lo inferior, queriéndolo más de lo que es, un olvido y devaluación de lo superior. No es un fallo del pensar, sino que es culpa. Con el error, el hombre invierte el orden de las cosas; la razón está trastornada por el poder de la voluntad. Solo la verdad es la fuente del bien pensar y el bien querer. El error es negación del amor, es el orgullo filosófico de la razón que se cree autosuficiente. Las principales fuentes del error son: orgullo intelectual, concupiscencia y egoísmo. El error es ininteligible, consecuencia del primer pecado. No hay que comprenderlo, sino dolerse de no conocer la verdad. Lo que puede salvar a la razón es que sea capaz de reconocer su propio límite. Solo la gracia de Dios puede librarnos del error.
Escepticismo Académico y Certeza de la Propia Existencia
La posibilidad de buscar a Dios y de amarle está fundada en la misma naturaleza del hombre. En la búsqueda de esa interioridad que se trasciende y se abre a Dios, se encuentra una certeza fundamental que elimina la duda. No fue casualidad que San Agustín empezase con una refutación del escepticismo académico. No puede detenerse en la duda y suspender el asentimiento. Este mismo planteamiento de la duda como existencia se encontrará en la filosofía moderna, en Descartes.
El problema teológico es en San Agustín el problema del hombre Agustín. El centro de la investigación agustiniana coincide con el centro de su personalidad. La actitud de la confesión no está limitada solo a su famoso escrito, sino que es la posición constante del pensador y del hombre de acción, que no tiene otra finalidad que la de ponerse en claro consigo mismo y de ser lo que debe ser. Declara que no quiere conocer otra cosa que el alma y Dios. Entiende el alma como el hombre interior, el yo en la simplicidad, y busca la verdad de su naturaleza humana. Dios es el ser en su trascendencia y en su valor normativo, sin el cual es imposible admitir la verdad del yo. Todo hombre busca cada parte o elemento de su naturaleza en la intangibilidad de su finitud; se mueve hacia el ser, que es lo único que puede darle consistencia y estabilidad.
San Agustín presenta en la especulación cristiana la exigencia de la investigación, con la misma fuerza con que Platón la había presentado en la filosofía griega. A diferencia de la platónica, la investigación agustiniana radica en el terreno de la religión. Solo Dios determina y guía la investigación humana, sea como especulación, sea como acción, y así la especulación es fe en la revelación, y la acción es, en su libertad, gracia concedida por Dios. Dios es nuestra única posibilidad.
El Hombre como Imagen de Dios
Para San Agustín, la aspiración del hombre a Dios no es simplemente accidental, sino que es necesaria a su naturaleza. Define el creer como aquella forma del conocer que se basa en el testimonio ajeno, siempre que no contradiga gravemente a la razón, pues la creencia ha de ser justificada y con sentido. Solo la religión cristiana es la auténtica revelación divina. Sin embargo, la verdadera justificación la encontramos en nosotros mismos, en nuestra interioridad, que se prepara mediante el uso de la razón para ser merecedora o no de la gracia de la fe. El don de la fe es previo a toda verdad, ya que proporciona la verdad fundamental.
La razón tiene un papel preparatorio con respecto a la fe, pero la mera disposición a la fe no es suficiente. La verdadera sabiduría se da por la fe y la gracia de Dios. Sin embargo, al acto de fe no puede dejar de seguirle la inteligencia. La fe libera a la razón de su soberbia y esta se abandona a la gracia, expresando las verdades de la fe de forma clara. La razón se adhiere de este modo a la autoridad y se entrega por el amor, que es acto del hombre total.
San Agustín insistirá en la necesidad de la intervención de la gracia divina. Las relaciones que establece entre razón y fe son experiencia interior vivida. Se trata de la relación entre Dios y el hombre. San Agustín habla del hombre en su totalidad, que aspira a Dios tanto en conocimiento como en acción, lo que llamaba voluntad. Dos son para San Agustín las facultades del hombre: la inteligencia y la voluntad. Ambas pertenecen a la parte superior del alma. Mediante la autoconciencia y el quererse a sí mismo, encuentra su ser y finalidad más allá de sí. La autoconciencia y el amor de sí son como actos naturales o espontáneos realizados por el hombre.
La Trinidad y la Teoría de la Iluminación
San Agustín determina el lugar de las ideas. Dirá que están en el Verbo, la segunda persona de la Trinidad. Afirma el ejemplarismo: el alma humana lleva impresa la Trinidad. La teoría de la iluminación tiene su referencia en el libro VI de la República de Platón. El bien platónico es Dios para San Agustín. Así, el entendimiento no alcanza la verdad si no es por la acción iluminadora de Dios.
El Proceso del Conocimiento y la Búsqueda de la Felicidad
El proceso de conocimiento de San Agustín es un camino de salvación y búsqueda de la sabiduría que solo Dios proporciona. Solo la gracia divina reintegra a la razón a su situación anterior al pecado, y ello con la iluminación. El pensamiento es testimonio de la presencia de Dios en el alma del hombre y supone un acto de amor y descubrimiento interior de sí mismo. La felicidad se halla en Dios, en su posesión amorosa y en la unión sobrenatural y plena con él; esto será la mística cristiana.
La Voluntad, el Libre Albedrío y la Gracia
La voluntad es la facultad del amor. Mente y voluntad son dos modos de nombrar al hombre total y entero. Es necesario que la acción de la voluntad sea libre. San Agustín distingue entre libre albedrío y libertad. El libre albedrío es la posibilidad de elección entre el bien y el mal, y convierte al hombre en responsable. La libertad solo se alcanza con la gracia; consiste en la posibilidad de no pecar. La causa del mal no hay que buscarla en Dios, sino en el libre albedrío de la voluntad. El mal es ausencia y lejanía del bien. El hombre hace el mal cuando se rebaja y no acepta su condición dependiente. Esto pone de relieve la necesidad del hombre de la gracia divina. Solo la gracia nos hace libres, pues nos proporciona la fe y nos devuelve nuestra condición anterior al pecado. La gracia nos da saber (iluminación) y nos da felicidad (providencia divina).