A) Los prisioneros y las sombras
La alegoría de la caverna es un célebre pasaje del libro VII de La República en el que Platón expone, a través de Sócrates, “el estado en que se encuentra el hombre con respecto a la educación o a la falta de ella”. El propósito de esta alegoría es explicar en qué consiste la idea del Bien, el conocimiento más elevado, que deben poseer todos aquellos que aspiren a gobernar en la polis.
La alegoría describe una escena en la que unos prisioneros están encerrados desde niños en el fondo de una caverna subterránea, inmovilizados de manera que solo pueden ver unas sombras proyectadas en el fondo por los objetos que unos porteadores situados detrás de ellos pasan por delante del fuego de una hoguera.
El escenario de la alegoría parte de un presupuesto básico de la filosofía platónica: el dualismo metafísico, la existencia de dos mundos o dimensiones de realidad. Estos dos mundos son el físico o sensible y, por otro, el inteligible o “mundo de las Ideas”.
Desde una perspectiva antropológica, los prisioneros de la caverna simbolizan también el dualismo alma/cuerpo. En el ser humano, según Platón, se da la misma dualidad entre lo sensible y lo inteligible que se da en el conjunto de lo real. El alma (invisible, eterna e inmortal) está unida de manera accidental y transitoria al cuerpo (visible, sometido al tiempo y al devenir) y por ello se ve sometida a las limitaciones del mundo físico, del mundo sensible. El cuerpo resulta ser así la cárcel del alma. Platón sigue aquí la tradición órfica y pitagórica.
Desde una perspectiva gnoseológica, los prisioneros simbolizan el estado de ignorancia en el que se encuentra el ser humano, que toma por reales las cosas del mundo sensible y sus imágenes, en lugar de dirigir su alma al conocimiento de las auténticas realidades, las Ideas o Formas inteligibles. Las sombras simbolizan las cosas visibles. Éstas, según Platón, no tienen realidad propia, sino sólo en relación con nuestros sentidos; dependen de nuestra visión, de la luz, y de una realidad más alta (las ideas) de las que son sólo proyecciones o imitaciones. Además, no se pueden definir ni conocer, porque son múltiples y cambiantes, carecen de identidad y son contradictorias. Son, pues, tan relativas, tan indefinidas y fugaces como las sombras de la caverna.
Del mismo modo que los prisioneros no pueden darse cuenta de que ven sólo sombras (pues no conocen los objetos que las proyectan), nosotros no advertimos que las cosas visibles carecen de realidad propia (mientras no tengamos conocimiento de las ideas). Vivimos en la ignorancia, pero nuestras opiniones y creencias nos parecen conocimientos; así, ignoramos nuestra ignorancia misma, y seguimos en una especie de prisión mental.
Los prisioneros son los seres humanos habituados a contemplar la realidad a través de los sentidos, y aunque solo ven imitaciones imperfectas de las Ideas, toman por reales las imágenes de las cosas (representadas por las sombras) y las opiniones (simbolizadas por las voces de los hombres que transportan los objetos reflejados). Esta situación plasma en su conjunto el nivel ínfimo del conocimiento humano, el conocimiento de las imágenes y símbolos de las cosas sensibles, la eikasia o “imaginación”.
Desde una perspectiva política, los prisioneros simbolizan en estado de engaño y de sumisión en que se hallan los ciudadanos, víctimas de los creadores de imágenes y sombras, los sofistas y los políticos formados por ellos, que utilizan en lenguaje como instrumento de dominación e impiden que el Alma dirija su mirada a las Ideas (en la alegoría, los prisioneros están inmovilizados y solo pueden mirar en una dirección) y gobernar la ciudad de acuerdo con la verdadera justicia (la justicia en sí). Del mismo modo que los prisioneros no saben que son cautivos (porque están allí desde niños y no han conocido la libertad), nosotros no podemos darnos cuenta de que no nacemos libres, no somos libres por naturaleza, sino que es preciso conquistar la libertad a través de un difícil proceso de liberación.
B) El ascenso al mundo de arriba y el sol
La alegoría de la caverna es un célebre pasaje del libro VII de La República en el que Platón expone, a través de Sócrates, “el estado en que se encuentra el hombre con respecto a la educación o a la falta de ella”. El propósito de esta alegoría es explicar en qué consiste la idea del Bien, el conocimiento más elevado, que deben poseer todos aquellos que aspiren a gobernar en la polis.
La alegoría describe una escena en la que unos prisioneros están encerrados desde niños en el fondo de una caverna subterránea, inmovilizados de manera que solo pueden ver unas sombras proyectadas en el fondo por los objetos que unos porteadores situados detrás de ellos pasan por delante del fuego de una hoguera
El escenario de la alegoría parte de un presupuesto básico de la filosofía platónica: el dualismo metafísico, la existencia de dos mundos o dimensiones de realidad. Estos dos mundos son el físico o sensible y, por otro, el inteligible o “mundo de las Ideas”.
Uno de los prisioneros es liberado y obligado a salir al exterior. El camino de subida es escarpado y empinado, pero, con gran esfuerzo, logra escapar y habituar paulatinamente su vista a la luminosidad del exterior, hasta poder ver las cosas iluminadas por el sol y el sol mismo.
En términos filosóficos, la subida al mundo de arriba simboliza la ascensión del alma hasta el lugar que le es propio, la región inteligible; su proceso de purificación y liberación del cuerpo y del mundo sensible. Ese proceso entraña gran dificultad, puesto que el alma ha de acostumbrarse a mirar hacia la auténtica realidad (las ideas) y no a las apariencias engañosas que muestran los sentidos. En la subida, el alma descubre que las imágenes y símbolos (las sombras) son tan solo copias imperfectas de las cosas físicas (los objetos que llevan los porteadores) y que éstas, a su vez, son tan solo una imitación de las auténticas realidades, las ideas (las cosas que descubre en el exterior de la caverna). Este proceso de “dialéctica ascendente” recorre los cuatro grados del conocimiento expuestos en el “símil de la línea dividida”: imaginación, creencia, conocimiento discursivo e intuición intelectual.
La subida del prisionero es, asimismo, símbolo del proceso de educación que ha de seguir quien aspire a gobernar rectamente la polis, el cual implica deshacerse de los prejuicios y opiniones heredados de la tradición y del ambiente y buscar la verdadera sabiduría, lejos de las manipulaciones de los “creadores de sombras” (se entiende que los políticos sin escrúpulos y los sofistas que los adiestran), hasta contemplar no solo las ideas, sino la esencia misma de todas ellas, la idea de Bien.